Los palos atascados en la quebrada impedían el paso. El hombre casi había acabado de cortarlos con su motosierra cuando vio la punta saliéndole por el centro del pecho. Después se sintió atravesado. La herramienta se le fue al agua. Él apoyó las manos en el borde para evitar caer al río.
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Supo al instante lo que acababa de pasar. Se agachó a trompicones y cogió la escopeta. Estaba cargada. Escuchó a su espalda unos gritos repentinos que sucedían al repentino silencio. Eran varios. Trató de darse la vuelta. Quería verlos. Escuchó carreras sobre el lodo. Para cuando logró girarse y mirar, ya no estaban.
Volvió a colocar sus ojos en el pecho. Se sorprendió de que apenas brotase sangre. Contempló las hendiduras perfectas en la punta y, sin querer, perdió unos instantes preguntándose cómo las harían. Reaccionó. Soltó la escopeta. Volvió a apoyarse con las manos en el borde. Con su pie derecho consiguió deslizar el machete por una de las paredes del bote. Cuando estuvo suficientemente elevado, lo cogió. Se apoyó sobre el antebrazo en el borde. Se encorvó, maniatado sobre la madera. Sintió un agudo dolor y el grimoso desagrado de los pedazos de costillas moviéndosele adentro. Le costaba respirar. Levantó el machete con el brazo doblado por encima de la nuca. Atingió la madera, pero sin fuerza. Repitió la acción otras dos veces. Cada golpe en la chonta sacudía sus entrañas. El último le escupió sangre, por dentro, hasta la boca.
«Esto no va a funcionar», se dijo mientras restregaba los labios contra la camiseta, a la altura del hombro. Deslizándose torpemente de costado sobre el borde del bote llegó hasta el otro extremo, donde estaba el motor. Abrió el paso de la gasolina al máximo y agarró el tirador. Sabía que le iba a doler. Supo que era imprescindible conseguirlo a la primera. Estaba ahogado. Apenas podía meterse el aire. El poco que sacaba le ardía en la garganta. Tenía el gusto del metal en el paladar. Se colocó de frente. Apoyó una de las rodillas en el suelo. Tiró de la cuerda con las fuerzas escasas que le quedaban, dejándose caer. Arrancó. Le dolía adentro.
Con horribles esfuerzos, el hombre empujó el timón hasta dar la vuelta al bote. El pecho le seguía limpio de sangre. Le pareció que la madera la taponaba. Sentía los latidos en ella, contra ella. Miwaguno estaba a menos de una hora de viaje contracorriente. El problema, supo, eran los palos, que le podían volver a varar. Pensó entonces que, tal vez, moriría por culpa de la sequía.
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En las épocas en que no llueve, los ríos del Alto Amazonas, agresivos, turbulentos y caudalosos la mayor parte del año, mutan en riachuelos poco profundos de aguas claras, que recorren tranquilos y sinuosos, bordeando playas de arena en cada curva y escoltados a cada lado por bosques altos en las rectas que, con frecuencia, se unen en el cielo formando cúpulas verdes y sombrías, debajo de las cuales se desarrolla un mundo único de anacondas y delfines rosados, de 'elefantados' tapires y tigres jaguares, donde residen, al tiempo, la paz más silenciosa y la guerra más pesada, lista para estallar.
Varios niños, que jugaban a saltar desde un árbol al río, divisaron aproximarse el bote, del que sobresalía, vertical, un palo largo a modo de mástil. Corrieron a alertar. Mientras, el hombre, que no había dejado de luchar para que el dolor no le durmiese, bajó la velocidad y maniobró hasta encajonar en una pared de barro musgoso. Se dejó doblar las rodillas y se encorvó, aún más, sobre el vientre.
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«Malditos palos y maldita motosierra. Seguro que llegaron por el ruido. A ellos no les gusta. Ellos siempre se quejan del ruido. Les molesta. Por eso fueron. ¿Qué será de mis hijos ahora? Crecerán sin padre o, lo que es peor, crecerán con otro padre. Tal vez debería pedir que metan a Onenka en el hueco conmigo. El nombre será solo recuerdo y odio. ¿Será que alguien venga la muerte, la mía, esta vez? Hay que acabar con ellos. Mientras ellos vivan, no habrá paz».
Alguien se acercaba. Gritaban. Eran las voces de su hermano y sus sobrinos. Después vio pies descalzos: varios, distintos. Alcanzó a balbucear: «Han sido los taromenani. Mira la lanza. Han sido ellos». Escuchó alaridos: insultos, promesas, maldiciones. Consiguió levantar la cabeza. Uno de sus sobrinos le grababa con un teléfono móvil. Los niños cuchicheaban, pálidos, al fondo. Otro de sus sobrinos se acercaba corriendo con una hamaca de red en la mano. Se percató, apenas sentía ya, que su hermano intentaba colocar la cabeza por debajo de su axila.
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«No saques la lanza. Córtala, pero no la saques. Si la sacas moriré».
El hermano alzó su cuerpo y lo sacó del agua. En ese instante murió.
Era tiempo de sequía.
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