Desde el primer instante lo sentí un poco mío. Como si a ratos lo hubiera llevado dentro yo. Cuando lo vi me dio algo de miedo, aunque, supongo, menos que a la recién parida. Esa tarde ni mencionó al bebé y, en cambio, no dejó de presumirnos la proeza que había sido traerlo al mundo. En realidad, ninguna de las dos conocíamos a ese bebé. Yo lo asociaba con hormonas altas o bajas, no me acuerdo, con los malos humores de ella durante el embarazo. Empezaba discusiones por todo: que si no quieres que le ponga nombre catalán, que si no te importa que me dé 'listeriosis' por eso me sirves ensalada y cosas crudas, que si no entiendes cómo me siento, que si en tu tiempo era normal aguantarse sin decir nada... Estuvo insoportable nueve meses seguidos, o cuarenta semanas si se prefiere (ella me corregiría.) Y, sin embargo, el día del parto ¡me dio una lástima...! En mi imaginación volví a enfrentarme con el monstruo de las contracciones, el olor a desinfectante, la indiferencia de las enfermeras pretendidamente amables, como si reviviera la escena.

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Ella no se parece a mí. Al contrario, desde recién nacida era valiente, la bebita que menos lata daba en el cunero. En la casa me di cuenta de que el llanto se le ahogaba en la garganta. Si acaso, le salía afónico. Tal vez por eso se acostumbró a no llorar. ¡En cambio el niño! Lo oía hasta la calle mientras buscaba estacionamiento. Mi hija me echaba las llaves por la terraza y yo subía corriendo por la escalera sin esperar el ascensor, cargando comida, trastes, lo que le llevara ese día. En la entrada tiraba las cosas para ir a lavarme las manos... Al sacarlo de la cuna se calmaba: era el mejor momento de la visita.

Yo también la mandé al kinder antes de tiempo. Lo hice por mí. Me hacía falta mi espacio por salud mental, lo mismo me contestó ella. Y ahora me suena absurdo. Cada mañana la tenía lista en punto de las ocho (por eso detesta madrugar), con su mochilita a juego de unos mocasines rosas. Parecían de juguete. Tenía el pie más chico que el niño, aunque ella ya hablaba. Me la entregaban en los brazos y se esperaba hasta llegar al coche para contestarme que le había ido «malll». Hundida en su asiento de forma que apenas se veía, alargaba el monosílabo con su vocecita ronca. Nunca supe si realmente sufría en la escuela o lo decía para preocuparme.

Siempre ha sido muy independiente. Parece que alucino cuando me acuerdo que después del parto me marcaba por teléfono cada mañana. No paraba las llamadas hasta que me veía en la puerta de su cuarto. Un día se quedó dormida en cuanto entré y tuve que despertarla porque al niño le tocaba comer (ella que jura nunca en su vida haberse echado una siesta).

No puedo creer que pasó semanas con el ultimátum de que le daría biberón. Querría amenazar a su marido. Yo, muy orgullosa de mi prudencia, evitaba repetirle la historia de que cuando a mí me tocó la amamanté seis meses. No le va a pasar nada si toma leche de fórmula, le decía exagerando un tono de convicción absoluta. Quién iba a decirme que ella le daría pecho más de un año. Una de mis responsabilidades implícitas era estar buscando de farmacia en farmacia chupones, compresas, cremas contra las grietas... insegura de lo que compraba, y más, de cómo me sentía: indispensable y a la vez a prueba. A punto de fallar en cada paso, como con miedo a perder un puesto al que estaba empezando a acostumbrarme.

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En algún momento tendrás que aprender a arreglártelas sola, le dije un día. Creo que quise dar el primer paso en vez de arriesgarme a que me lo propusiera ella. Pareció no importarle que dejáramos de vernos diario. En realidad, odia sentirse la parte necesitada... yo también.

Sin darme mucha cuenta empecé a quedarme atrás. Un buen día me sorprendió que el niño ya durmiera noches de diez horas seguidas. Le pregunté si había seguido mi consejo de cansarlo durante el día: no. En un foro en Internet, de esos que tanto le critico, había encontrado una técnica que consistía en entrar al cuarto del bebé cada vez que lloraba y explicarle que era hora de dormir pero mamá vendría por él al día siguiente, y así durante una semana. Quise inscribirme al foro. No supe cómo y preferí no preguntarle. De pronto ella se convirtió en la experta. Sin pediatra de cabecera, sin medicinas ni para bajar la fiebre, es increíble que todo le salga bien. Y así es. Ya no logro seguirla. A ratos me parece que sus reglas con el niño son las más estrictas, cuando en otros le da un chocolate cualquiera justo después del puré que no se quiso comer, hecho en casa con verduras 'bio'. Son reglas que se acomodan a su humor ... o que aplican nada más para mí. Si no la recomiendan en sus grupos virtuales, cualquier costumbre le parece ridícula, mis costumbres.

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***

Al final perdí el puesto por completo, antes de tiempo. Ese mismo tiempo que solía detenerse cuando cargaba al niño hoy tiene el peso de la reclusión. Oprime en lugar de liberar. Hay que fingir que me conformo con verlo por video o, peor, solo con oírlo, mientras hablo con su madre. ¿Cómo lo llevan allá? Por acá ni asomo del virus... ni de nadie, mi voz es ya inaudible. Lo importante es mantenerse en contacto, me dicen las mismas personas que antes me previnieron contra el peligro de que mi hija terminara disponiendo de mi vida.

Todos los días imagino lo que estarán haciendo ellos en su casa, los tres reunidos. Unos cuantos kilómetros nos separan; yo sé que están mortalmente lejos. Mandan fotos a la familia, todos opinan que el niño es idéntico a su padre. A mí me la sigue recordando a ella, como desde el principio. Imagino sus ojitos observadores insertos en la cara de mi hija. Me digo que nada ha cambiado, el miedo es el mismo de siempre, que se olvide de mí. Aunque podría pasar que me extendiera los brazos... incluso, que prefiriera los míos a los de su madre. No robarás, no robarás, no robarás, me repito. Dicen que esta pandemia es un castigo divino.

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