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A Pedro Serna lo he visto siempre silencioso y un poco aislado, como si su posición en el mundo fuese distante y ajena, aunque solo en apariencia, pues no le impide escuchar los mínimos latidos de la tierra y del cielo, las conmociones del espíritu y el vaivén de la belleza, porque Pedro es antes que nada un artista y, por lo tanto, se halla fuera del mundo, en un lugar desde el que lo ve todo, incluidos a nosotros, como un dios apostado en un cielo de privilegio. Quedo con él una mañana de marzo para acompañarlo en su misterioso deambular por ese paisaje tan propio y que tanto lo define del Valle de Ricote mientras pinta y vuelve a crear el mundo, que es al fin y al cabo su oficio.
Cuando me lo encuentro de pie frente al paisaje de siempre por la mañana y en Ojós, es como si hubiera estado pintando toda la vida en aquella misma posición, de pie frente al caballete que sostiene una tabla con una misteriosa acuarela, unas manchas que todavía son el germen de algo, los pigmentos y un bote con agua. El misterio lo tiene delante, lo sabemos por los ojos que lo miran, una casa, un cielo indefinido, los naranjos de una tierra que el hombre ama.
Y sus ojos fijos antes en una imagen interior que en el detalle de una casa en el campo, que todos estamos viendo, los que tenemos el privilegio de estar con él en el momento sagrado en el que extiende las manchas con el pincel, lo moja en el agua, diluye la pintura y continúa mirando al horizonte impertérrito como una estatua que ya perteneciera al paisaje, que hubiese estado allí todo el tiempo, mucho antes de que nosotros llegáramos. Porque en ocasiones el artista de Las Torres de Cotillas semeja un dios en mitad de su creación, despojado casi de atributos y poseedor de toda la furia de un demiurgo entregado a la visión de otro predios que acabará plasmando en un papel con un polvillo de colores mezclado con agua en un proceso tan sutil que apenas es perceptible. Porque los colores van apareciendo muy a poco a poco, con más agua que pigmento desde la nada hasta la sombra última que es una mancha en la pared o el reflejo del sol en los naranjos.
De Pedro Serna no solo nos entusiasma lo que pinta, el producto de su atención y de su pericia; también nos entusiasma permanecer a su lado mientras lo está pintando, sentir con él la intriga del propio acto de la creación, ese momento sublime en el que el pintor mira, su corazón se mueve y su mano le responde con el pincel en el papel. Estar allí con él resulta fascinante, verlo erguido y dueño de la escena, ajeno al ruido exterior, ensimismado en el milagro de la creación y de la naturaleza, que para él y en muchos momentos, son una misma cosa, esa música silenciosa que tanto se le parece al buen toreo, que nos pellizca irremediablemente cuando lo observamos de cerca.
Esta mañana estamos asistiendo a una ceremonia especial, la ceremonia de sentir el paisaje, de ver a través de los ojos de un artista integral con el que hablo un poco de todo, incluso de toros o de fútbol, porque comparto con él algunas aficiones y me interesa mucho su punto de vista. Lo vigilo mientras mezcla la acuarela con el agua y me doy cuenta de que todo su proceso consiste en diluir el pigmento hasta dejar una sombra de los colores originales, casi una huida del color original. Porque he visto a otros pintores en este mismo trance superponiendo pinceladas, sumando materia y ahora me doy cuenta de que Pedro Serna hace justo lo contrario, va quitando color hasta el límite de su ausencia, hasta dejar casi el papel como único tono pictórico, el blanco del lienzo o del papel, a la vieja usanza del maestro Gaya.
Todo el grupo va desplazándose con Pedro al lugar donde él termina situándose para ver mejor la perspectiva que está pintando, tan despacio, con tanta verdad que estremece ver cómo va surgiendo en al papel la forma de lo que más tarde ha de ser una impresión, una verdad. Subimos no sin cierta dificultad a un montículo desde donde la imagen es más clara, José Luis Ros Caval, el estupendo fotógrafo que ha enviado LA VERDAD para la ocasión, continúa echando fotos sin interrumpir en ningún momento el acto sagrado de la mañana, mientras hablo con el pintor e imagino lo que lleva dentro.
Isabel, la mujer de Pedro; Mariloli, mi compañera; José Luis y yo pivotamos en torno al maestro que va saliendo poco a poco de las tinieblas interiores de un acto tan íntimo como pintar la vida y pintarse también a sí mismo porque todo es fruto de un mismo acto, quizás porque ese paisaje que tenemos delante es también un poco nosotros y el artista lo está contemplando como un espejo en el que se refleja el mundo y antes que el mundo, él mismo.
Entre su mirada y la cosa contemplada se ha establecido un pacto invisible y secreto que durará toda la mañana y que acabará solo cuando Pedro Serna dé el visto bueno a la obra y conceda que no está mal. Que le agrada lo que ha surgido de este pulso emocional y artístico, cuyo vaivén hemos seguido muy de cerca los que estamos con el pintor toda la mañana. Mayormente yo, que no lo pierdo de vista, porque soy consciente de la zozobra creativa y sentimental en la que está inmerso el pintor, en esa lucha sin palabras y sin armas que viene librando desde la primera hora de la mañana.
Cotejo en un momento dado, y así lo anoto en mi libreta de campo, la extremada humildad del artista, vestido con una sencillez monacal y despojado de adornos indumentarios y de prejuicios, de carácter asténico y en cambio amable, amistoso y muy humano, con la sobriedad manifiesta de una tierra que parece estar en pie de guerra desde el principio del mundo, salvo los naranjos y los cultivos próximos al río, una tierra esquilmada y sin agua que guarda el secreto de una heroicidad casi tierna, no sin cierta dulzura que Pedro acierta a plasmar en papel grueso de acuarelista.
Con lenta pericia va quitando y poniendo notas de color, rastros de luz que este día nos regala y nos hurta a la vez de tal modo que el pincel parecía el artífice de la luz de la mañana y de los colores de la tierra, como si de su mirada naciese todo. Y, mientras iba pintando el prodigio de una construcción opulenta en mitad de los campos de naranjos, nosotros girábamos a su alrededor. José Luis lo fotografiaba todo, Isabel estaba muy pendiente de cada paso del artista, Mariloli saboreaba un limón sentada en un ribazo y yo atendía a los movimientos del pincel que iban reproduciendo con eficacia, pero con mucho arte, el espíritu de la mañana primaveral y nuestra propia desazón en ese trance único del vislumbre creativo.
Con Pedro Serna uno tiene la certidumbre de que el genio artístico procede siempre de la naturalidad, de esa bondad de sus ojos pequeños que miran las cosas con condescendencia, con la actitud del que celebra la belleza y la vida y toma buena nota en un papel grueso en el que consigna con pigmento y agua su pasmo y su delirio. Y a eso se le llama arte aunque no haya un canon preciso, concreto y explícito. Veo que el artista, que ha estado manchando el papel durante toda la mañana, ajeno muchas veces a nuestra palabrería, que a mí se me ha pasado sin preguntarle tantas cosas decisivas, muestra su obra, sencilla y humilde.
Un papel, del que aflora un mundo de colores y líneas con vida, tonos vagos y siluetas imprecisas, con mucho más blanco que color, aunque eso que ha quedado después de una mañana intensa de mirar la vida y la tierra es el producto de una jornada de trabajo. Una sesión de pintura al natural, una lámina de la vida de Pedro Serna, que se ha ido haciendo en silencio y sin demasiada luz. Es decir, es todo lo que queda de un pedazo de tiempo desde el momento en que encontré al artista mirando un punto fijo en la ladera, que era un casa en proceso de construcción y luego fue un tiempo lleno de nuestras propias conversaciones, unos minutos para mirar al artista y solazarnos con su labor. Y todo ello junto estaba en aquella lámina donde apenas se veían unas manchas de pintura difuminadas por el agua pero con la gracia inefable de lo que posee su propio espíritu y es la materialización de una idea o de un sentimiento.
Con la obra casi acabada, aunque tal vez más tarde no dejará de retocarla en su estudio, nos la enseña a todos y se precia de no parecerle mal del todo, como si acatara una conformidad con el trabajo que no siempre se puede permitir.
Personalmente, me trae a la mente cuando observo la acuarela que aquel apunte ha surgido como un milagro de aquella tierra reseca de Ojós, de la luz cambiante y un tanto traicionera de este marzo inusual en una mañana incomparable y única.
Y pienso para mí que no otra cosa es el arte y que Pedro Serna ha estado impartiendo sin palabras durante toda la mañana una lección de facultades y talento, pero sobre todo de sutileza, disciplina y misterio.
Alguna vez tendremos que darle las gracias de verdad.
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