Este año me vuelve a tocar aparecer en esta mesa para cinco el fin de semana en el que millones de personas en todo el ... planeta unen sus voces para celebrar los logros y reivindicar un mundo más igualitario. Y yo no puedo más que sumarme a ellas y lanzar desde estas líneas alguno de los muchos alegatos que estaremos escuchando estos días contra un sistema de valores que ampara grandes injusticias.
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Los ámbitos de la reivindicación feminista en mi disciplina son muchos, por ejemplo, ya he escrito en alguna ocasión lo que supone revisar la historia desde una perspectiva de género para sacar a la luz protagonistas que no es que no hubieran existido, sino que fueron borradas de las narraciones. También he mencionado el menospreciado valor de las personas que rodean el acto de proyectar y construir edificios, como si éstos fueran méritos de un único hombre, o el imperante desinterés por los avances en el ámbito de lo doméstico y de todo aquello que relaciona los espacios que habitamos con los cuidados. Aun cuando, como ha defendido incansablemente la filósofa e historiadora Silvia Federici, el trabajo doméstico y de cuidados es el servicio más esencial que hay o, como nos invita a reflexionar el filósofo alemán Martin Heidegger. ¿Acaso hay algún propósito más relevante en nuestro estar en el mundo que cuidar y ser cuidados? A mí aun me fascina leer estas ideas y comprobar que hasta hace relativamente poco yo misma no empecé a entender la importancia y la enorme riqueza de lo cotidiano. Entre otras cosas porque cuando me formé no hubo ni una sola palabra al respecto. Miento, escuché en más de una ocasión, sin sorprenderme (cuánto podríamos hablar sobre la normalización de comportamientos que para nada lo son), comentarios sobre el incordio que suponía todo aquello que no tenía que ver con unas vidas centradas en lo productivo y lo hedonista, y en las que todo lo demás simplemente no tenía que ver con la arquitectura, como si la adecuación del espacio a nuestras existencias, en toda su complejidad, no tuviera relación con nuestra disciplina.
Por eso me llena de alegría ver que las jóvenes generaciones no perpetúan el sistema de intereses con el que yo estudié, sino que avanzan en esta revolución global y colectiva por un mundo mejor. Estudiantes como Gonzalo Martínez Moreno, al que cité en mi anterior intervención, que en su Trabajo Final de Grado rescató lecturas del pasado que van más allá de las maravillosas imágenes que habían trasladado hasta nuestros días un relato publicitario de la cocina americana, para reseñar las intenciones enraizadas en el patriarcado de su origen. O como Marta Camacho, que construyó un sistema de análisis de la vivienda para evaluar la atención prestada en los proyectos a las tareas domésticas. Y estos días cierra Helena García López-Peláez su TFG, un precioso y preciso análisis gráfico que por un lado muestra la encomiable labor de las ingenieras domésticas americanas que a finales del siglo XIX e inicios del XX, trasladaron a la cocina los principios con los que el Taylorismo buscaba mejorar las condiciones de trabajo y la productividad en las fábricas, de modo que las amas de casa pudiesen aligerar el peso de sus tareas. Y por otro, rastrea cómo las talentosas mujeres que participaron en la gran revolución arquitectónica que fue el Movimiento Moderno, Benita Otte, Margarete Schütte-Lihotzky, Truss Schröeder y Charlotte Perriand, recogieron esas ideas y las adaptaron al contexto europeo de mediados del siglo XX.
Todos estos trabajos, y los que están por venir, me llenan de optimismo, los caminos emprendidos por tantas mujeres en la arquitectura siguen construyéndose y gracias a su inspiración, nuestros futuros profesionales crecen conscientes de que en buscar la esencia del habitar está el interés verdadero de la arquitectura, porque, volviendo a Heidegger, habitar es resistirse al deterioro, cuidar de nosotros y de lo que nos rodea, es construir quienes somos.
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