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Recuerdo perfectamente el momento en el que escuché una canción de Joaquín Sabina por primera vez. Iba en el asiento trasero de un coche donde, como suele ocurrir cuando se recorren los mapas iniciales de la adolescencia, un grupo de amigos reíamos por cualquier motivo, ... empezábamos a oír el rumor de lo que creíamos preocupaciones serias, esas que el tiempo termina ubicando en el departamento de lo absurdo, y soñábamos en voz alta sobre un futuro al que ya se le empezaba a poner cara de temida incertidumbre. De repente, a mitad de camino, comenzaron a sonar las guitarras acústicas de 'No permita la virgen', preciosa apertura de 'Dímelo en la calle', uno de los discos más infravalorados de la trayectoria del artista de Úbeda. Era otoño de 2002 y aquellos impresionantes versos rompieron numerosos esquemas que parecían indestructibles, generando además nuevas inquietudes y sueños despiertos.
El jolgorio siguió en aquel vehículo como siguen las cosas que tienen poco sentido, pero ya no era ayer, sino mañana. Y en mi cabeza y corazón ya solamente existía el eco de esa garganta de tela arrugada, cicatrices y ceniza. Hay caminos que realmente empiezan cuando besas la meta. Al día siguiente, en cuanto el reloj marcó las diez de la mañana, andaba comprando el que sería el primero de los múltiples rincones sabineros en los que todavía hoy me sigo refugiando. Se llamaba 'Yo, mi, me, contigo', me lo recomendó el dependiente de una ya desaparecida tienda de discos de Cartagena y me pareció una obra maestra. Una sensación que, a decir verdad, no se ha disipado con el paso del tiempo. Y así comenzó la búsqueda y captura de todos y cada uno de sus trabajos, la inmersión apasionada en sus letras, el acto voluntario de memorizar sus melodías, el enamoramiento definitivo de una obra que, entre escalofríos, risas y asombro, me incitó a estrenarme en el diálogo con la hoja en blanco.
Sabiendo que era imposible, quería escribir como Sabina. Lo intenté y fracasé, poca sorpresa en este sentido, pero disfruté de cada segundo en el que me lancé a los brazos de un cuaderno vacío con la decisión de un pobre aprendiz de trovador callejero y romántico. Y, aunque no me creáis, esa misma emoción e ilusión es la que tengo en este preciso instante donde me dispongo a contaros el concierto que el poeta más rockero (y viceversa) ha brindado en la Plaza de Toros de Murcia. Una magnífica velada que comenzó, precisamente, evocando al ayer con 'Cuando era más joven'.
Una sorprendente apertura que nos trasladaba a los tiempos del formidable 'Juez y parte', mediados de los ochenta, antes de reubicarnos en el presente con las admirables interpretaciones de 'Sintiéndolo mucho' y 'Lo niego todo', canción que da nombre al (sobresaliente) último trabajo de estudio publicado por Sabina, hace ya seis años, y del cual sonó también ese espectacular monumento a la supervivencia titulado 'Lágrimas de mármol'. Escuchar a todo el recinto, lleno total, cantar al unísono su estribillo ganador fue uno de los grandes momentos de un tramo inicial que funcionó a la perfección en la mezcla de grandes clásicos ('Por el bulevar de los sueños rotos', 'Cuando aprieta el frío') y joyas menos reconocidas, pero igualmente fundamentales, como 'Mentiras piadosas' y la gratísima sorpresa de 'Llueve sobre mojado'. A partir de ahí, el protagonismo del concierto recayó sobre los hombros de una estupenda banda que supo aprovechar a las mil maravillas sus momentos de gloria.
Brillantes tanto Mara Barros con la deliciosa 'Yo quiero ser una chica Almodóvar' como el siempre elegante Antonio García de Diego con 'La canción más hermosa del mundo', tema que cumple a rajatabla con su título, así como Jaime Asúa, ya en los bises, atacando con elegancia la soberbia 'El caso de la rubia platino'. Inmejorables compañías, aunque se echó en falta al gran Pancho Varona, para un Sabina que, de vuelta al ruedo, nos hizo llorar con ese trío de lágrima ineludible formado por 'Tan joven y tan viejo', 'A la orilla de la chimenea' y 'Una canción para Magdalena', casi nada, antes de montar la fiesta definitiva con '19 días y 500 noches', la rumba perfecta, y recalcar cuales son las dos canciones más redondas de su apabullante repertorio: 'Y sin embargo', de nuevo con la participación de una antológica Barros, y 'Peces de ciudad'. Respiros de exquisita sensibilidad antes de lanzarnos a una recta final en la que 'Princesa' hizo retumbar cada esquina de la plaza, 'Contigo' estrujó los corazones mediante suspiros románticos y la dupla 'Noches de boda/Y nos dieron las diez' invitó a un memorable vals que nos llevó hasta la divertida y entusiasta despedida con 'Pastillas para no soñar'.
De esta manera, y mientras sonaba de fondo la excelsa 'La canción de los buenos borrachos', incluida en el más que reivindicable 'Enemigos íntimos', Sabina decía hasta pronto en mitad de una ovación con sabor a agradecimiento y admiración renovada. Terminaba así un fantástico concierto que, además de convencer sin reservas a quienes llevamos toda una vida siguiendo el halo de su tinta, me gustaría pensar que sirvió también para que alguna persona esté ahora mismo volcando sus emociones por primera vez sobre un papel pintado de blanco inmaculado. Alguien que, dentro de un tiempo, siga sin olvidar que fue en una preciosa noche de junio en Murcia el lugar e instante donde, cuando era más joven, empezó a soñar con escribir versos inmortales por culpa del maestro del bombín. Y por volver a sentir el aroma de esos más de cien recuerdos que suenan a Joaquín Sabina.
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