Con un torrente de voz que mitiga cualquier amago de tormenta, Francisco Cánovas (Murcia, 1941) no tiene la tentación a estas alturas de apisonar el ... camino andado. Dibujar, pintar. No hay más. «¡Eso es la vida!», llega a la conclusión este «hombre de posguerra» que este jueves cumple 80 años. Y lo hace con una vitalidad envididable. Y pintando, cómo no. «Me preparo para esta nueva década con tranquilidad de espíritu, y tranquilidad física. Me encuentro bien, afortunadamente, y con mucha ilusión en mi trabajo, que es mi vocación, y mi vida». Tenía 23 años cuando José Ballester hablaba en LA VERDAD sobre sus instintos artísticos. Otro tanto hizo a lo largo de décadas Valcárcel Mavor, añorado cronista de Murcia. No ha sido un pintor que ha pasado desapercibido, y recuerda sin lagunas las veces que ha sido «noticia» por boca de García Martínez, de Pedro Soler, de Gontzal Díez y de tantos otros críticos a los que el aire de Paco Cánovas ha atrapado con sus incógnitas.
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Ayer, en conversación con LA VERDAD, reconocía que siempre he creído que su marketing como artista ha sido «el peor del mundo»: «¡Yo soy como soy!». Desde su estudio a escasos metros del Palacio de Justicia de Murcia, «desconectado de mi sitio en Madrid», dice que con 80 años está en la calle más que en el taller. «Te tienes que reconvertir porque no se vende un duro y porque la cultura no vale», dice con la mano en el pecho. Expansivo a la par que expresivo, Cánovas cree que «de abuelico no tiene nada»: «¡Ni muerto ni vivo me van a ver como un abuelico dando de comer a las palomas! Tengo que estar en mi estudio. Tengo que dibujar, tengo que pensar, tengo que pintar, tengo que ordenar, tengo que limpiar, tengo que hacer muchas cosas... Mi vida está aquí, desde donde estoy hablando serenamente. Y con la música, es muy importante». Demasiados «tengo que», pero es que en su caso hablar de jubilación es directamente una irreverencia.
Es difícil hablar de algo que no haya anidado en su cabeza y que no haya plasmado del modo más poético, también turbador. En su memoria queda la huella de decenas de exposiciones en galerías y museos. De sus viajes a los silencios han quedado obras. Por ejemplo, de sus experiencias solitarias en las salinas de San Pedro del Pinatar, de sus idas y venidas al monte del Carmolí en el Mar Menor. «Sentarte, mirar y ver qué es lo pasa allí te estremece. La coloración que conforma todo eso es maravilloso», dice, recordando que de muchos de esos cuadernos de apuntes, de esos acercamientos a la humanidad en los lugares más mágicos... han salido obras que poco a poco han ido creando un mundo interior que en sucesivas muestras ha ido compartiendo con el espectador. «Una necesidad», confirma, «no vanidosa al 100%, pero sí un poco, que hace que uno comparta esos motivos para dialogar solo». En ese diálogo simplemente ha querido «buscar la utopía», descubrir si era un creador o no lo era. «Para saber desdibujar hay que dibujar muy bien», acredita el artista, que incide en que esa es «la cuestión». «En la abstracción se ha metido todo aquel que no sabía hacer la o con un canuto, pero la abstracción hay que entenderla como un gesto. Para mí no existe, es solo la parte de un todo. La verdad está en el quehacer diario, en ser honesta, en que haya una vida propia».
Cincuenta y cuatro años de matrimonio y cuatro de novios con Angelita, «junticos». De una de sus primeras exposiciones en el Real Casino de Murcia, con 25 años, recuerda que expuso una serie de acuarelas. En 2016, coincidiendo con el 50 aniversario de aquella muestra, volvió al mismo lugar con '¿De dónde viene el aire?'. Él mismo se responde: «El aire viene de Paco Cánovas. Porque el aire es como el agua: ni olor, ni color ni sabor, pero está. Es una metáfora del aire interior. Si observas, ese aire siempre está con los pies en la tierra, porque no quiero quedarme solo y exclusivamente con la mancha arriba. La mancha tiene que estar al servicio de la comunicación. Lo importante es la creación de todo ese mundo, pero abajo siempre queda un horizonte en forma de montaña, de línea, de grafismo... Por eso, la obra que pretende estar bien hecha siempre tiene un punto de dramatismo. Porque un drama es un drama interior que a su vez alumbra algo que, en definitiva, es maravilloso porque sale de la tripas».
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Cada exposición ha reflejado el tiempo que vivíamos. Pero, ¿ha impactado algo la pandemia de coronavirus en la obra de Paco Cánovas? Dice que no. Nada. «No impacta nada porque el artista vive confinado, está en su estudio. Yo durante el confinamiento hice palmas una vez o dos porque no las oía desde el estudio. Estaba dibujando, limpiando o revisando algo que me interesaba de Monet o de Cézanne, o revisando el Carmolí [hizo una exposición en el Centro de Arte Palacio Almudí, 'Carmoliana', toda centrada en El Carmolí]. Lo digo y lo repito: no hay tema, hay pintor. Eso me lo dijo a mí, ni más ni menos, que Enrique Azcoaga, la primera persona que me abrió las puertas de la galería Edaf».
–¿Qué está pintando ahora?
–Estoy terminando una serie sobre dos esculturas del maestro Antonio Campillo: el Monumento al Nazareno y el vaciado de Rubén Darío que está al lado del jardincillo de la Convalecencia. Es un busto si lo miras de frente, pero de espaldas es un vaciado. Ahí Antonio no metió las espátulas para limpiarlo, sino que metió los dedos en el barro, y fundió con todo eso. Una colección amigo mío me ha encargado este proyecto que espero que interese y guste. Mi homenaje a Campillo.
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