Una isla para el olvido

Y díganme si esto es una llamada a las armas, para luchar contra el silencio forzoso y eliminar de una vez por todas al privilegio que ahoga a los que no encajan en el molde. O si, en su lugar, es un adoctrinamiento social hacia un nuevo régimen que hay que temer porque se aproxima uniformado de dictadura. Ustedes deciden.

El mensaje de Pandataria en realidad es claro: es un estandarte por la libertad social, sexual e ideológica, por erradicar las barreras y leyes que desde siempre aplastan a quien no deben. Pero la forma es un arma de doble filo a veces, y hay que estudiar si vestir a 'La Libertad guiando al pueblo' de militar autoritarista respalda verdaderamente este discurso.

Más allá de lo político –que no habría que evitar porque es al final la vehemencia de esta obra–, vayamos al grano que es Cayetana Guillén Cuervo. Ella es el motor, el viento y el timón. Ella es voz, y el resto es coro. Y en el Teatro de Mérida, donde la obra se estrenó, esta dinámica tiene un doble sentido maravilloso, pero en el Teatro de Invierno de San Javier es problemático. Porque vaya talento se encierra en su equipo artístico, pero qué poco se deja ver. Qué fascinante es tener a Chus Western bailando como un animal herido que no se rinde, mientras Cayetana Guillén Cuervo cuenta su historia de abuso –que por desgracia es una de miles– con voz rota e inocente de niña a la que no le dejaron serlo. Qué intrigante es ver a Elio Toffana rapear sobre la facilidad del conformismo si en la ruleta del buen nacer te ha tocado el premio, mientras Basem Nahnouh vuela, como si no fuera de esta tierra, exudando un cansancio muy humano por haber nadado siempre a contracorriente.

Me hubiera encantado resonar con Guillén Cuervo y el penetrante texto de Laila Ripoll, cuando pisa las huellas ya perdidas de su madre porque las olas de la isla Pandataria se encargaron de borrarlas. Ese relato cíclico en el que la mujer da vida y hace historia, pero queda relegada siempre al olvido. Sin embargo, la 'Pandataria' de Guillén Cuervo, aunque siempre brillante, deja poco espacio a la alegoría, y cae irremediablemente en el reclamo histórico de su herencia de Guillén y Cuervo.

Es paradójico ver cómo una obra que aboga por la pluralidad, oteando una bandera con el diseño de Okuda San Miguel en la que se cobija el dolor transgeneracional de los repudiados y el ímpetu de sus rebeliones, no tiene un protagonismo tan coral.

Es, sin duda, agridulce que algo que lucha por ser tan caleidoscópico se tenga que mirar desde una lente única. Pero que nadie piense que le echo la culpa a Pandataria, porque es real y es honesta. Qué le vamos a hacer si para llamar la atención del público de hoy, necesitamos el reclamo del ayer.