Vivimos tiempos repugnantes. Máximo Pradera se lamentaba el pasado jueves de que una enfermedad como el cáncer atacara a buenas personas y profesionales como Julia Otero y no a Macarena Olona, la diputada de Vox. Detesto casi todo lo que proviene del partido de la ... ultraderecha. Combato sus ideas con firmeza y tenacidad desde cualquier medio a mi alcance: redes sociales, prensa, radio, mi último libro –'Ciudadanos irresponsables'–. Raro es el día en que no denuncio la barbarie de sus políticas. Y así lo hago porque su discurso del odio es extremadamente nocivo para la sociedad. Europa ya ha vivido el triunfo de partidos como Vox y solo ha traído destrucción, muerte y dictaduras. Si por algo nos tenemos que caracterizar los que nos situamos en el otro lado, en sus antípodas, es por luchar contra ese odio a través de la reivindicación de la empatía, el respeto del otro y los argumentos comprehensivos. No estoy dispuesto a sustituir un odio por otro. Todas las formas de odiar me generan asco –da igual de la ideología que sean–. Desear un cáncer a una diputada de Vox no es estar contra Vox, sino participar de su discurso. Una cosa es desear con todas tus fuerzas que las ideas defendidas por esas personas desaparezcan, y otra muy distinta que sean tales personas las que desaparezcan. Lo primero es ética; lo segundo, exterminio. Y, en el anhelo del exterminio, nos igualamos a ellos. Uno nunca se cansa de vivir. Y, en buena lógica, uno nunca se tiene que cansar de que los demás vivan. Los profesionales del odio proliferan por doquier. Y no necesariamente votan al mismo partido. .
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Odio, por ejemplo, es considerar que la educación afectivo-sexual pervierte a nuestros jóvenes. ¿Por qué? Porque cuando se teme la educación, se recela de la libertad; y el miedo a libertad implica la negación de lo diverso. La ultraderecha se afana en las exigencias del 'pin parental' porque entienden la educación como un modo de disciplinar cuerpos, no como garantía del autodescubrimiento de éstos. Para Vox, educar constituye un acto de sujeción por el que el individuo se enraíza vitalmente en un indeleble sentimiento de culpa. Pretenden ahuyentar el instinto de libertad mediante la mala conciencia. No quieren que las niñas y niños se conozcan, que se les proporcione los instrumentos necesarios para explorar sus propias capacidades emocionales. Combaten la libertad con el perverso principio de 'rectitud'. Todo aquel que no obedece abandona el camino recto, y se convierte en un desviado. Eso es lo que ellos denominan 'la perversión de nuestros jóvenes': vivir en paz con el propio cuerpo y disfrutando de él. En la represión y en el tormento de la culpa, no hay espiritualidad, no hay humanidad; solo rencor. No podemos permitirnos convertir la educación en una fábrica de individuos rencorosos, a los que no se les ha permitido desarrollarse sexual y afectivamente. Quienes por su pulsión de poder transijan con las exigencias del 'pin parental' tendrán todo mi repudio. Es mejor estar en la oposición que perpetrar tanto dolor en las vidas de miles de jóvenes. El 'pin parental' es violencia institucional.
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Entre el inicio del proceso de vacunación de la Región de Murcia y la fecha en que se destapó el 'vacunagate' transcurrieron apenas tres semanas; tres semanas de un desmán e intensidad tales que, por lo que parece, van a nutrir de noticias todo el año 2021. Lo reconozco: jamás he visto tiempo tan bien aprovechado. Me quito el sombrero.
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De todas las crisis que padece España, la que más me preocupa es que la condena de la violencia no constituya un único e inquebrantable bando.
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Lo que nos han quitado no es la realidad, sino la imaginación. Las calles están desiertas de vida porque no dejan margen para imaginar alternativas a lo existente. Está todo dado, vivido de antemano. No hay nada que aportar.
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