Me pregunto si no nos hemos acostumbrado a la inacción, a una vida de límites estrechos y de imposibles. La pandemia nos ha acomodado en una fatalidad que impide atisbar una conclusión real y efectiva a los estragos que padecemos. El inicio de las campañas de vacunación ha venido acompañado del uso generalizado de una expresión que se ha convertido en un nuevo fetiche del lenguaje pandémico: «Esto es el principio del fin». Se trata de un genérico que se administra socialmente al modo de un tranquilizante: calma la ansiedad y mantiene abierta la posibilidad de un futuro redentor. «Todo pasará» -se nos repite; «la humanidad ha superado otras pandemias en el pasado». Son frases que circulan de boca en boca, que, en un principio, podían haber sido proferidas con convicción, pero que, en la actualidad, parecen responder más a protocolos sociales que todo el mundo respeta por decoro. Porque, cuando toca pasar del «principio del fin» a los hechos concretos, comenzar a darle cuerpo a esa normalidad que supuestamente tanto ansiamos, entonces interviene el fatalismo de lo imposible, del «todavía no», del final diferido continuamente. No hablo de soluciones de un día para otro, sino de a varios meses vista, cuando la tan cacareada inmunidad de rebaño se haya logrado. Pero no: el virus ha abierto tal abismo de vulnerabilidad en el sujeto, que, desde un punto de vista psicológico, no parece haber remedio científico que consiga devolver la confianza perdida. De alguna manera, vivimos bajo el síndrome de la inocencia perdida: aspiramos a recobrar el modo de vida que nos caracterizaba cuando éramos ingenuos, pero ya no será un estatuto vital inconsciente, sino elaborado, meditado a cada paso. Un abrazo se daba sin más -no había ningún pensamiento de por medio. Cuando los abrazos se recuperen, los daremos desde la conciencia de que nos hemos protegido para darlos, de que, en su estado de inocencia y natural, son peligrosos. El trauma mediará en los actos insignificantes; lo trivial sucederá envuelto en un halo de sospecha. Y el temor a eso &ndasha que ya no podamos dejar de pensar cuanto hacemos- es lo que está conduciendo a la sociedad a preferir la «bunkerización de las emociones» a cualquier intento de reconstrucción. Preferimos recordar con nostalgia las condiciones edénicas de nuestro pasado antes que entender que no se puede vivir con riesgo cero. Estamos dispuestos a burocratizar nuestra cotidianeidad con tal de no concedernos de nuevo un margen de error. En realidad, nuestro fallo está en pensar en que hemos sido expulsados del paraíso terrenal. Nunca ha existido tal edén &ndashal menos como un territorio emocional único y absoluto. La inocencia nunca ha existido. Cada época tiene su propio paraíso -el cual siempre comenzó como un territorio de consolación con respecto a un original perdido. La humanidad ha evolucionado a través del trauma de la expulsión. Lo propio del individuo es normalizar lo extraño y extrañar la normalidad. Nunca hemos dejado de estar en tierra hostil, de taparnos la desnudez por el peso cultural de la vergüenza. Este miedo actual de la sociedad a vivir me espanta. Muchas personas están convencidas de que la única opción que tienen es convertirse en recuerdos. En el pasado se encuentran a resguardo. Los cuerpos lo tienen todo en su contra. Es su momento de mayor desprestigio en la historia reciente.
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No es lo mismo el «miedo a vivir» que el «miedo a morir». El primero deriva de una experiencia precaria -no vivir lo suficiente; el segundo resulta, por el contrario, de una experiencia intensa -unas ganas infinitas de vivir.
No se puede pretender arengar a una nación sentado en una silla y con las piernas cruzadas. En la rigidez, caben pocas emociones.
Hemos perdido el componente cíclico de la vida. Cambie lo que cambie, todo permanece igual. La realidad es estacional. Y en la medida en que es despojada de este atributo se convierte en un infierno.
Yo no quiero ser feliz, sino tener la capacidad de decidir si quiero serlo o no. Lo importante es la libertad, no lo que consigas a través de ella.
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