Pro-méteme: partidario de que se la metan (argot electoral).
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Ese pañuelo que seca las lágrimas del toro antes de matarlo es el sudario en el que se halla envuelta la poca vergüenza que le quedaba a este país. El gesto magnánimo del asesino no busca empatizar con las lágrimas del animal, sino borrarlas. Porque las lágrimas siempre sobran en la esfera social, máxime cuando se derraman de un ser vivo al que se tortura bajo el supuesto de que no tiene sentimientos. Secar las lágrimas del toro agonizante es un gesto que busca poner orden allí donde las emociones lo han desbaratado. Y entendamos por orden la suma de lo viril y lo racional. No se trata solamente de que lo que no tiene la capacidad de sentir, llore; es que, además, al dejar caer lágrimas se feminiza. El toro debe morir con dignidad y nobleza -es decir, como un guerrero en el combate, como un macho en toda regla-. La plaza es para los tipos con los huevos bien puestos. Y la contemplación de las lágrimas mengua la calidad y longitud de la erección. No sería extraño que ese pañuelo de la crueldad humana pase a formar parte de la colección de medallas del asesino, y acabe enmarcado y expuesto en un lugar destacado como testimonio de su heroicidad.
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Al final nos condenarán a ser utópicos. Cuando no hay lugar en la realidad, solo queda huir de ella. A una situación sin espacio ni tiempo, inexistente e irrealizable. No tener lugar se ha convertido en una forma de pragmatismo extremo. Lo sobrante es la única alternativa a lo cómplice.
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La luz es lenguaje. De ahí que la realidad se haga más transparente con filtros. La belleza es una mediación necesaria.
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Vox dice que una familia tiene que poseer un origen natural. Todo aquello que provenga de uniones civiles o de parejas homosexuales no se reconoce como familia. Aducen que denominar a este tipo de uniones como tal es como si a un jarrón se le llamase plato. O -y esto lo añado yo- como si a un partido neofascista y heteropatriarcal se le denominase 'organización democrática'. Evidentemente, no es lo mismo.
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Un cuerpo, por ejemplo. Es eterno hasta que piensas en él.
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Vivimos tiempos de una radicalización simbólica. Cualquier símbolo cotiza al alza: una bandera, una imagen religiosa, un muro, una obra de arte. 'Rabbit' (1986), de Jeff Koons, se ha subastado esta semana por 91 millones de dólares, convirtiéndose así en la obra más cara de un artista vivo. El precio de cualquier pieza artística está marcado por la relación entre su valor material y su valor simbólico. El coste de producción de la escultura de un conejo de acero inoxidable es de unos cuantos dólares. La descomunal brecha entre esta exigua cantidad y los 91 millones pagados por ella solo se supera mediante una hipertrofia simbólica que debería preocuparnos: es el síntoma evidente -uno más- de una sociedad radicalizada y fanática que se protege de lo real mediante una gestión desaforada de los símbolos. Lejos de apostar por la duda como estrategia de conocimiento, hemos decido creer ciega y violentamente. Cada récord de venta que bate una obra artística nos acerca más al abismo de la irracionalidad simbólica -es decir, del fascismo-.
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