La experiencia colectiva de la muerte es muy diferente de la individual. La primera está regida por el número; la segunda, por el nombre. El otro día escuchaba a una psicóloga afirmar que la aparente normalización con que la sociedad recibe las cifras diarias de fallecidos no obedece tanto a su presunta indiferencia cuanto a un mecanismo de autoprotección. Es cierto. De hecho, siempre ha sido así. Lo que nos queda de conflictos bélicos, masacres terroristas, catástrofes naturales son cifras; números que pretenden resumir el dolor de tantas personas en forma de datos gestionables por la sociedad, inteligibles por su sujeto colectivo. Desde el inicio de la pandemia, nos hemos acostumbrado a que el listado de fallecimientos diarios en cada comunidad o provincia se ofrezcan a través de la edad de los finados. Números. Pero ¿por qué este tipo de información y no otra? Sencillamente porque hemos establecido en las edades avanzadas el perfil de víctima asumible por la sociedad. De alguna manera, nos alivia pensar que las estadísticas se confirman, que la catástrofe preserva, en su devastación, cierta lógica, un fatalismo previsible. Así funcionamos psicológicamente: reduciendo la tragedia a unos estándares de desaparición. No en vano, los titulares diarios suelen destacar la excepción, el caso raro que trastoca las estadísticas: muere una persona de 35, 40 años -alguien demasiado joven, que desborda nuestro protocolo de digestión de la tragedia-. Más que por mantener el anonimato de los fallecidos, la publicación de su edad obedece a una estrategia colectiva de control del desastre: confirmar la norma. El orden nos protege del caos. La repetición diaria de los mismos rangos de edad nos permite racionalizar el estrago, perimetrarlo. ¿Es esto un comportamiento éticamente defendible? No. Resulta espantoso. No deja de ser la consecuencia de un proceso de industrialización de la muerte. El número depura la complejidad de la vida para justificar su destrucción. Quienes han perdido a alguien no comprenden la lógica pavorosa de la edad. Las estadísticas no reflejan las ausencias. Porque esa es precisamente la razón de ser de la normalización de la muerte: asegurarse de que el relato colectivo no se de tenga, que el tránsito de un estadio a otro no se vea alterado por una subversión de los estándares.

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La política de compras de vacunas de la Unión Europea se ha revelado un auténtico desastre. No se pueden poner paños calientes. EE UU y Gran Bretaña vacunan a un ritmo muy superior al de Europa. La UE ha demostrado su falta de autoridad -moral, económica, cultural-. Soy un europeísta convencido. Y precisamente por ello creo que es necesario establecer una necesaria distancia entre el 'proyecto europeo y la actual realidad de la UE. Desgraciadamente, la UE se ha convertido en la peor expresión de la burocratización de Occidente iniciada en la modernidad. Ya Hannah Arendt reflexionó ampliamente sobre la íntima conexión existente entre burocracia y racismo. Las estructuras burocráticas agigantan las desigualdades sociales, en tanto en cuanto legalizan dinámicas de exclusión. Y, en rigor, eso es lo que está sucediendo con la deriva histórica de la UE: una megaestructura de gestión burocrática que invierte todas sus energías en sostener su hipertrofia y que se halla muy alejada de la realidad de cada territorio que dice gestionar. La burocracia nunca crece proporcionadamente. En cuanto se separa de sus objetivos iniciales de eficacia y de igualdad, se transforma en un organismo ensimismado que solo atiende a su propia lógica demencial. En el momento más crítico que el mundo ha vivido desde hace ochenta años, la UE se ha caracterizado por su incapacidad para gestionar la pandemia. Su papel de 'repartidor de fondos' resulta insuficiente para afrontar una crisis sanitaria, económica y moral como la que estamos atravesando. Ursula von der Leyen debería haber dimitido ya por incompetencia manifiesta, lentitud y falta de autoridad. Cada día que pasa en el que se inyectan menos dosis de las necesarias y convenidas es un destrozo en el continente en forma de más muertes y de quiebres de empresas. Una vez más, la UE nos ha fallado.

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Veo a la gente más desanimada que nunca, invadida por un sentimiento de fatalismo que le impide atisbar un final a esta situación. La sociedad está derrotada. Todas sus esperanzas fueron puestas en las vacunas, en su capacidad para devolvernos la tan ansiada normalidad. Pero la desastrosa gestión que se ha realizado hasta el momento del proceso de vacunación ha conducido a que, en pocas semanas, las expectativas colectivas puestas en él se hayan frustrado. La gestión política ha arruinado emocionalmente a la sociedad. El derrotismo y la desconfianza se han instalado en sus arterias hasta destruir el último atisbo de confianza. Cuando más necesitábamos líderes, la realidad nos ha golpeado con la estirpe de gestores más mediocre en décadas. A corto plazo, una sociedad deprimida es fácilmente moldeable. Pero, cuando algún día la ciudadanía sane de esta apatía, las consecuencias pueden ser imprevisibles.

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