La vida erótica de las mujeres: entre el estigma y el anhelo de libertad
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El 'feminismo pro sex' reivindica que la búsqueda de placer sexual y el gusto por prácticas poco o nada normativas no deberían ser motivo de vergüenzaMesa para cinco ·
El 'feminismo pro sex' reivindica que la búsqueda de placer sexual y el gusto por prácticas poco o nada normativas no deberían ser motivo de vergüenzaQuienes nos preguntamos sobre si existe una ética feminista y qué valores deben incluirse en la misma, a menudo chocamos con uno de los temas que más pasiones despierta dentro del movimiento: la sexualidad. A propósito del estatus de las mujeres subyace una preocupación por ... la sumisión y obediencia de las mismas ante la autoridad masculina o la instrumentalización de sus vidas, intereses y deseos a los de otros.
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La subordinación de las mujeres tiene una importante consecuencia en cuestiones clave de la ética práctica. A lo largo de historia, como ha sugerido Susan Okin, prevalece un trato y una visión funcionalista de las mujeres. Aristóteles enaltecía la obediencia de la esposa al marido. Santo Tomás de Aquino definía a la mujer como la criatura que existía para ayudar en la procreación. Rousseau resaltaba que la mujer estaba hecha especialmente para complacer al hombre y que, en esa tarea, debía ostentar valores como la obediencia, el silencio y la fidelidad. Kant atribuía la virtud bella a las mujeres frente a la virtud del varón, que no era otra que la virtud noble.
Estos son solo algunos de los ejemplos que podemos encontrar en el pensamiento occidental y que nos conducen a nuestra primera conclusión: la consideración moral de las mujeres no se ha contemplado independientemente de su sexo/género. En las cuestiones éticas, las diferencias de género no pueden desmerecerse, pues de hacerlo se corre el riesgo de invisibilizar la desigualdad y la violencia estructural que sufrimos. Si bien, esas diferencias de género no deberían utilizarse para cuestionar la agencia política de las mujeres y por ende, su agencia sexual.
El hecho de someter a vigilancia y señalamiento la sexualidad de las mujeres, sobre todo cuando se expresa de una forma poco convencional, alberga una clara intención: imponer una conformidad sexual. Lo vemos constantemente cuando los políticos agitan los pánicos morales haciendo mención a la prostitución, pero también cuando una mujer en un cargo público habla de tener sexo con la regla o cuando, en petit comité, entre amigos, se cuestiona la decisión de una mujer por tener sexo casual u optar por una relación no monógama con un varón. Parece que la sexualidad femenina no cabe en el púlpito o en el espacio público, a menos que sea para hacer mención a la violencia y el peligro.
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La idea de que nadie debería ser juzgado por sus deseos y sus actitudes sexuales, más abiertas o tradicionales, se encuentra en el corazón del denominado 'feminismo pro sex'. Esta corriente feminista lleva décadas reivindicando que la búsqueda de placer sexual o el gusto por prácticas eróticas poco (o nada) normativas no deberían ser un motivo por el que avergonzarse y/o sentirse culpable. El 'feminismo pro sex' atesora el principio del daño, ese postulado liberal que impide al Estado perseguir aquellos comportamientos que no tienen consecuencias lesivas para terceros, con el objetivo de asegurar la autonomía de la ciudadanía. Si bien, condena aquellas conductas que sí generan en los individuos un sufrimiento físico, psicológico o un daño moral (por ejemplo, la violación, el acoso sexual, la trata con fines de explotación sexual o la pornografía infantil).
En lugar de tratar la sexualidad como una simple derivación del género (y las relaciones de poder), el 'feminismo pro sex' separa ambas categorías. En ese sentido, evita caer en la censura o en la agitación de los pánicos sexuales. Tal cuestión, enraizada en una noción de autonomía como autogobierno o autodirección, no resulta incompatible con otra demanda social: la necesidad de seguridad. No se puede crear un movimiento que silencie la diversidad de experiencias de las mujeres y tampoco que aísle los abusos del sexismo.
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Históricamente se pueden rastrear varias doctrinas que han hecho que las mujeres se priven del placer sexual. Desde la creencia de que el sexo era sucio y pecaminoso, siendo solamente deseable si había una intención reproductiva, pasando por el diagnóstico de la histeria, el tabú de la masturbación, la mutilación genital femenina, las barreras para acceder a los anticonceptivos o la negación del derecho a la educación sexual, entre otros. Todas estas prácticas culturales no solo cuestionaban la autonomía de las mujeres y sus derechos sexuales y reproductivos, también aludían a su imagen e identidad. Porque la única forma de ser mujer y además, sexualmente activa y deseante, se inscribía desde la dicotomía y bajo los mandatos patriarcales: la puta, la guarra, la otra. Esto es, aquella que no se perfilaba para el amor romántico, el matrimonio, la maternidad, la familia.
En un intento de parecer razonables, censuramos nuestras vidas eróticas, nuestra condición sexuada y deseante. El sexo, el que se hace, y el placer, que se disfruta, constituyen aún un terreno peligroso para sufrir ataques. Hoy, expandir el dominio de la ética feminista pasa indiscutiblemente por poner los cuerpos y la sexualidad en el centro del debate público. Como no podía ser de otra forma, esto supone un riesgo y un revulsivo: es hora de que las mujeres rompamos con el miedo a perder nuestra rePUTAción. Porque si cedemos terreno, si claudicamos ante la presión del estigma, el margen de lo que se considera aceptable irá reduciéndose cada día.
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