El lector de memorias siempre concede una confianza ciega en el escritor. Es la diferencia entre una novela y un texto que pretende contar, de forma fidedigna, la vida de alguien. Nos atrae el otro de la misma manera que cotilleamos en sus días, en ... la fórmula por la que han pasado a la posteridad. Leer las voluntades de Albert Speer, arquitecto personal de Hitler y ministro de armamento del Reich desde 1942 hasta el final de la guerra, publicadas por Acantilado, me ha supuesto un golpe moral y a la vez una excitación literaria como hacía tiempo que no me sucedía.

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¿Fue Albert Speer un monstruo? Probablemente no. Sin embargo, ayudó a engrasar la maquinaria atroz que llevó a seis millones de judíos a la muerte en los campos de exterminio. Contribuyó como responsable de logística armamentística a la destrucción de Europa, al sometimiento de sus pueblos y a extender el mal supremo allá donde hubiese un soldado nazi. Sus memorias requieren en el lector un juego de malabarismos supremo. No estamos solo ante una obra literaria, sino ante el desahogo de un personaje siniestro, uno de los pocos supervivientes del gobierno del mal.

Albert Speer. memorias

  • Género. Memorias.

  • Editorial. Acantilado.

  • Autor. Albert Speer.

Albert Speer nos recuerda que todo ocurrió, que la declinación del ser humano fue real. Sucedió, a pocos metros de nuestras casas, en un tiempo en el que los teatros se llenaban para escuchar ópera y el progreso tecnológico permitía, por primera vez, desarrollar una clase media independizada de la pobreza. Speer fue un arquitecto ambicioso que encontró la oportunidad para pasar a la historia. Así nos lo describe él mismo. Peca de ambición, confiesa, de ceguera instrumental. A pesar de que cientos de arquitectos estaban siendo purgados, que los creadores de la Bauhaus sufrían extorsión, persecución, y exilio, él encuentra su lugar en el mundo. Vende su alma al diablo, dice. Y se arrepiente, pero lo confiesa en la cárcel, no en la cúspide de su poder, con la Wehrmacht a pleno rendimiento por los campos de Rusia.

Hay un rumor pesado que atraviesa todas las memorias de Speer y que me molesta soberanamente durante toda la lectura. Están escrita de una forma magistral. Cuentan aspectos de la vida privada del nazismo que desconocía. Nos desnuda a la bestia. Es como acompañar a Satán en sus quehaceres cotidianos. Hitler se muestra en pantuflas y bebiendo té, relajado. Sin embargo, las memorias traicionan la elevada tarea de querer parecerse a la verdad. No se sostiene un relato objetivo de aquellos años infames sin el discurso del Holocausto. Speer habla de arquitectura, de armamento, confiesa su culpa, siempre matizada al ejercicio de la técnica, y no de la maldad, pero resulta tenue en los hechos. Speer no baja al infierno que ayudó a crear.

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Estas memorias están escritas de una forma magistral. Nos desnuda a la bestia. Es como acompañar a Satán en sus quehaceres cotidianos

La primera vez que aparece la palabra Auschwitz es en la página 676. Lo hace en alusión a una conversación con su colega Karl Hanke. Antes, el peso de sus memorias resulta liviano. No se puede construir el recuerdo del nazismo y la II Guerra Mundial omitiendo este lugar, el grado cero de la escritura de todo arrepentimiento. Speer afirma que le han ofrecido varias veces visitar un campo de concentración, pero que él ha rechazado la propuesta. Sin embargo, sí se adjudica la idea de haber utilizado a prisioneros de esos campos para trabajar en fábricas de armamento. El autor dedica una página y media a despachar este espinoso asunto. Un párrafo para decir que aún le pesan esos muertos, sin determinarlos, sin cuantificarlos. Importan los números, porque encierran almas. Las 676 páginas anteriores gritan el nombre de Auschwitz por su ausencia. Las restantes se duelen por ese silencio.

No fue Speer un soldado raso al que atribuir la obediencia suprema de sus mandos superiores. No hay banalidad del mal, como extrajo Hannah Arendt de los componentes del organigrama nazi. El arquitecto de Hitler es una persona consciente de lo sucedido. Reina sobre cadáveres y tras Nuremberg lo reconoce, pero sabía ya de la existencia de esa gran fosa común en la que se había convertido el continente. No hay alusiones a Wannsee, la conferencia donde se decidió el destino final de los judíos, ni al procedimiento de terror que se llevaba aplicando contra ellos desde los años treinta, cuando él dibujaba pesadillas de mármol y luz. Ese es el silencio que le reprocho a estas excepcionales memorias, a estas mil páginas en las que la voz de Speer quiere aparecer curada, arrepentida, pero que se resiente de un terrible silencio. Todas memorias de aquellos días que no comience con un «yo ayudé a levantar las chimeneas de Auschwitz» están incompletas. Carecen de la honestidad suficiente. Y el lector lo debe tener en cuenta.

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