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Auster siempre es Auster. Y, aun en las peores circunstancias, escribe recto en renglones torcidos. Porque 'Baumgartner' –título casi imposible para quienes no dominan la lengua inglesa, un idioma tan ligado a bárbaros y a piratas– no es, ni mucho menos, una de las mejores ... novelas del escritor norteamericano. Sin embargo, hay ciertos elementos en ella –el lenguaje, algunas frases lapidarias, personajes que se debaten entre el ser y la nada, pero que terminan saliendo adelante– que contribuyen al placer de la lectura, que agarran al lector por la pechera, viéndose así obligado a llegar hasta la última página, hasta la última línea de la última página en la que Auster, en esta ocasión, se saca un conejo de la chistera y nos invita a seguir jugando la partida. Un juego que haría las delicias de todo un Cortázar.
Están, por otra parte, todos los Auster posibles. Los que conocemos a través de excelentes novelas como 'El Palacio de la Luna' o 'El libro de las ilusiones', por citar dos de sus más excelsos monumentos, dos de sus grandes homenajes a la mejor literatura de todo el siglo XX. Un Auster creador al que no le importa ofrecernos sabrosos detalles, que nos lleva de la mano hasta la cocina del escritor y nos muestra los secretos del oficio. Se refiere, por ejemplo, a algo que es en apariencia trivial, pero que resulta de vital importancia para un escritor: ese paso fundamental que hay que dar para poner fin a un libro –creo que fue Borges quien decía que los libros se publican para no estar corrigiéndolos eternamente–, después de haber vivido, durante día y noche, durante algunos años, apegados al mismo, como si formara parte de nuestra propia piel. Esa necesidad imperiosa de distanciarse de la obra recién escrita, recién corregida, lista para la imprenta, y volver de nuevo a las tiendas, a estrenar zapatos, a las cenas con los amigos, a enamorarse.
De hecho, el protagonista, ese raro personaje al que llaman por su apellido y da título a la novela, es un profesor jubilado, autor de varias obras, que acaba de poner fin a su nuevo libro, una monografía sobre los seudónimos de Kierkegaard, estrategia que emplea Auster, casi con toda probabilidad, para que el lector no se pase de listo –es decir, que no emplee eso que Umberto Eco llamó la 'sobreinterpretación'– e identifique a Baumgartner, o como puñetas se llame, con el propio Auster, que quiere poner tierra de por medio.
Aún así, en esta ocasión, nos lo pone demasiado fácil. Hay un pasaje en la novela en la que nuestro personaje viaja hasta Ivano-Frankivsk, en la actual Ucrania, no muy lejos de Leópolis, en busca de sus antepasados judíos, para conocer a los Auster que aún hayan podido quedar vivos después de tantas guerras.
Las primeras treinta o cuarenta páginas de la novela son, para qué mentir, poco brillantes y un tanto confusas. Como si su autor anduviera aún un poco despistado y no terminara de centrarse en su trabajo. Sin embargo, la experiencia siempre es un grado. Y Auster tira de oficio cuando observa que se queda sin combustible. Y, justo en ese momento, aparece su mejor cara, la mejor versión de un novelista que se ha venido caracterizando, desde que aterrizara en el mundo de la creación literaria a principios de los ochenta, por una soberbia imaginación, por esa manera tan particular de inventar historias sobre la marcha, sin apenas esfuerzo, como si fuera un don natural que a tantos otros escritores les niegan las musas.
Aparecen, a la manera cervantina –no en vano, él siempre se ha considerado un pobre discípulo del autor del 'Quijote'–, varios relatos intercalados: algunos de ellos, textos de su mujer fallecida, Anna, que sirven de contrapunto al hilo central de la novela, porque Auster, nunca improvisa ni deja nada al azar.
Pero, en cualquier caso, de lo que no cabe la menor duda es que Paul Auster, disfruta con la escritura, sea más o menos brillante que en ocasiones precedentes. Y que Auster diserta y elucubra sobre asuntos de hondo calado, como el paso del tiempo, la vejez, el amor o el mito americano, basado en aquello de que el dinero es la medida de todas las cosas. Y lo hace, en esta ocasión, mucho más desinhibido, más lúcido y resuelto, sin apenas dramatismo, porque ya está en una edad en la que puede se lo puede permitir casi todo.
Hay en la novela una clara invitación, casi desesperada, a aprovechar el tiempo, sobre todo a los que, como él, están en la última recta, pasados ya lo setenta. Invitación horaciana a la vida, a disfrutar del instante, a recrearse en lo bueno antes de entrar en lo que aquí se denomina la etapa del 'rendimiento decreciente'; antes de que los síntomas de la vejez sean perceptibles. Sabe que una bragueta abierta es el principio del fin, el camino cuesta abajo hasta el fondo del mundo.
Pero, aunque Baumgartner sea el personaje que regala el título a la novela, quien se erige en verdadero protagonista en estas páginas es la ya desaparecida Anna, su esposa. Anna y sus muchos papeles póstumos –diarios, poemas, memorias– que ahora parecen interesar al mundo. Anna se constituye en dueña y señora de esta narración desde la ausencia, desde la evocación y desde la memoria. Y justo ahí, en ese instante, reaparece el poderoso Auster de siempre, con la precisión, con la finura y la elegancia a la que nos tiene acostumbrados.
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