'De verbis. A modo de tratado' (Renacimiento) es el libro más distinto a todo lo que había escrito Ginés Aniorte (Murcia, 1960), escritor, profesor, viajero y amante de las palabras, a cuyo universo dedica este volumen. Instalado de nuevo en Tánger (Marruecos), desde allí ... dice que las palabras le absuelven del pecado del mundo: «Apiadaos de mí, lamed mis infortunios, lavad en vuestra luz todas mis culpas». Todas estas reflexiones surgieron en caminatas por el río Segura en Abarán, donde pasó un tiempo de sanación y desconexión. Aniorte presentará esta novedad el 12 de abril en el Centro Cultural de Sangonera la Verde (Murcia), y la Junta Municipal de la localidad regalará el libro a los asistentes. Los últimos libros publicados por Ginés Aniorte, también en Renacimiento, son 'Los caminos de tu nombre' (2018), 'El barco de Teseo' (2022) y el volumen de memorias 'Angelina' (2022).
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–Desde Tánger, desde el norte de África, ¿cómo siente la vida, las palabras y el mundo?
–Mi vida se ha renovado por completo en estas tierras. En Murcia, a la que amo por encima de todo y a la que he de volver, sentía que ciertas vivencias pasadas y sus recuerdos eran el muérdago que me robaba la luz y la savia. Aquí, como al olmo seco de Machado, advierto que de aquel tronco agostado y carcomido que yo era han brotado hojas verdes, y lo vivo como un milagro, no sé si merecido. Las palabras y el mundo son una misma cosa; sin palabras no hay mundo, de ahí la importancia del lenguaje al que creo que no le damos la importancia que tiene en nuestras vidas. El idioma nos nutre los sentidos y aquí, en Tánger, por el momento las palabras tienen una refulgencia distinta y, por consiguiente, mi mundo se contagia de ese brillo. Venir aquí me ha supuesto nacer de nuevo.
–'De verbis. A modo de tratado' dice infinitas cosas, como todas las posibilidades que ofrece el abecedario. Entre otras, por ejemplo, que las palabras son el sudario del mundo y que el silencio es también la voz de la desidia.
–'De verbis' es un intento de condensar el mundo todo en las palabras, de definir la vida y trasvasarla a sus páginas hasta coagularla, darle sentido y hacerla trascender. Mis versos tratan de destilar cada suceso hasta extraer su esencia. Este libro es un canto al lenguaje que nos hace humanos y nos procura dignidad, y es, sobre todo, una llamada de atención que convoca al lector para mostrarle el armazón de todo lo que somos y sentimos, el andamiaje que nos sostiene bajo el cielo.
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–¿Está satisfecho como ciudadano?
–Viendo cómo viven otros ciudadanos sé que no debo quejarme, pero me quejo. Allí donde haya estado, desde siempre me he sentido un extranjero, a veces un proscrito, porque advierto demasiadas imperfecciones en este mundo. Vivimos en una sociedad egocéntrica e irracional donde confundimos defensa y genocidio, mentira y verdad, libertad y sumisión, donde pretendemos implantar por la fuerza nuestro modo de vida a los otros, donde solo aquello que económicamente es rentable tiene valor, donde la sobreinformación llana y superficial –que nos ha convertido en un cúmulo informe de datos– ha destruido la cultura, donde los políticos no representan al pueblo sino al sistema, donde el cuerpo –despojado de espíritu– es solo carne, en fin...
–¿Qué no puede faltar en su vida?
–El respeto. De la falta de respeto surgen la mayoría de los problemas. Nunca he pretendido que me amen, tan solo que me respeten. Y cómo no, tampoco puede faltar la familia, buenos amigos y libros.
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–Dice en un momento dado: «El corazón abierto de la noche me susurra al oído palabras despiadadas». ¿Qué palabras le gusta escuchar cuando el día baja la persiana y nos queda la noche?
–Me gusta escuchar precisamente las palabras que ese día no he escuchado, las palabras que hablan de un mundo que podría ser, pero no ha sido. Y me gusta escuchar también las palabras del ayer porque son una referencia imprescindible, aquellas que se dijeron y todavía resuenan; a veces me alimento más de aquellas otras palabras que de las del presente. Tengo la impresión de que las palabras más valiosas ya se dijeron, y las rescato de la memoria, me alimento de ellas porque, en contra de lo que algunos piensan, tienen tanto o más valor que las que pronunciamos hoy. Sin aquellas palabras que pronunciamos un día, sin el pasado, no somos nada.
–¿Qué palabras le llevan a su infancia, a su adolescencia?
–Las palabras de mi infancia danzan en torno a la familia y a la curiosidad, al descubrimiento del mundo. Casi todas aquellas palabras iban entre signos de interrogación y aún hoy no han encontrado respuestas, por eso escribo. Las palabras de mi adolescencia vivieron casi a oscuras, retraídas, formaban parte de canciones y estaban muy ligadas a las promesas de futuro. En mi adolescencia descubrí, sin ser del todo consciente, que un nombre puede golpear y herir más que ninguna otra cosa.
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–¿Cómo define su madurez y qué palabras desearía que le abrazaran en su senectud?
–Mi madurez –si es que eso se alcanza alguna vez– es una larga espera y ha ido siempre de la mano de los libros. Pero las palabras de mi madurez, propensas a la melancolía, han estado casi siempre teñidas de sombra porque he tenido la insana costumbre de dar por perdido lo que aún no había llegado, de ahí que el mundo sea para mí una elegía. Para mi senectud solo tengo un deseo: que me abracen las palabras de los míos, de los que me quieran de verdad.
–Solo usted sabe avivar el fuego de su voz. ¿Cómo ha ido definiendo su voz literaria a lo largo del tiempo?
–No soy consciente de haber tenido la más mínima voluntad de definir mi voz literaria, si es que la tengo, ni muestro interés alguno por ello. La voz es espontánea, si bien –como nos pasa a todos– no he podido evitar contagiarme de las voces de otros, de los poetas que amo. La voz es voz cuando no hay disciplina que la domestique. Es normal que seamos los últimos en darnos cuenta de lo que puede valer nuestra voz.
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–¿Consigue parecerse la vida, su vida, a su literatura?
–Normalmente, vida y literatura no se corresponden por más que algunos quieran convencernos de ello. Creo que los libros son el deseo de otra vida. Mi literatura tiene que ver con mis sueños, y la vida es esa parte exigua de los sueños que se cumplen.
–¿Qué lugares delimitan su universo vital? ¿Y qué diría de ellos?
–Sin duda alguna, los lugares que habitó mi infancia y mi juventud, aun estando hoy ambos cubiertos por una bruma imprecisa que me impide revisitarlos. Aquellos lugares han sido decisivos a la hora de conformar la persona que hoy soy. El ahora, el presente no es sino una proyección de cuanto fui en el pasado, luego mi universo vital ya quedó conformado hace tiempo.
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–¿A quién debemos decir palabras al oído?
–A nosotros mismos. Con frecuencia, hablamos por inercia y no sabemos escuchar nuestras propias palabras. Pretendemos que los demás escuchen lo que habita el pensamiento y ni siquiera hemos pronunciado. Al oído hemos de hablarnos a nosotros mismos, al oído y en silencio.
–Según Dionisio Espejo, «el pensar es como el sueño, un ensayo del decir, que es proyección de sueños y pensamientos». ¿Hasta dónde ha llegado con sus sueños?
–A la cumbre más alta. Somos y vivimos porque soñamos. Tengo muy claro que podría prescindir de muchos de los acontecimientos que me han sobrevenido en el tiempo, sin embargo, sin los sueños a los que me aferré no sería este que soy, mi vida habría tenido mucho menos sentido. Creo que vivir es sobre todo soñar. Los sueños son mundos virtuales que nos nutren y donde nos realizamos. Sin los sueños este mundo es pura escoria.
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–Si tuviera que despedirse del mundo, ¿cuál sería su última palabra?
–Mi silencio será mi última palabra. Porque el silencio también es palabra, decir.
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