«Hay gente que no me habla en todas partes». También hay mucha gente que lo lee en todas partes. Y a él, periodista y escritor, le gustan los contrastes, los matices, los fuegos encendidos y los amigos de parranda. Su nueva novela, 'Crímenes del futuro' (Candaya), se publicita como «una fábula de inquietantes signos proféticos, en la que España se parece más a los turbulentos y miserables años 40 que a lo que desearíamos que fuera el siglo XXI». De 'Crímenes del futuro', que Soto Ivars empezó a escribir en 2008, y que continúo construyéndola durante toda la crisis económica, sus editores destacan que «es una novela distópica, estremecedora y lúcida, que se convierte en una demoledora alegoría de nuestro tiempo: la agonía de una civilización lastrada por la corrupción moral. Protagonizada por tres singulares mujeres -Julia, Margarita y Pálida- que tratan de sobrevivir en un mundo que se hunde, el autor despliega en sus páginas una hipnótica trama en la que conviven revoluciones sociales e historias de amor imposible, sátiras perversas y una feroz crítica a la modernidad».
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Soto Ivars, autor también de las novelas 'Siberia' (Premio Tormenta al mejor autor revelación de 2012), y 'Ajedrez para un detective novato' -escrita en Águilas entre enero y abril de 2013, y con la que logró el XVIII Premio de Novela Ateneo Joven de Sevilla-, puede parecer un lobo estepario convertido al budismo, un cordero psicópata, un proyectil directo a toda moral, un pirata sin pata de palo, un loro, un drama de Ingmar Bergman, un chiste levantino, un mercader de Venecia, un pastor sin rebaño, una canción sin autor, un 'pagafantas' de pueblo cósmico o una voz que clama en el desierto. Pero no es nada de eso y es todo eso y más. Vive en Barcelona.
Juan Soto Ivars
-¿A usted qué le deprime?
-La polarización social a la que hemos llegado, ver que aquí todo el mundo solo escucha y defiende a los suyos digan lo que digan y hagan lo que hagan; los contrarios solo existen para ser criticados siempre. Eso me cabrea, pero al mismo tiempo me hace pelear. La polarización es el fenómeno social más preocupante de los últimos años.
-¿Dónde la observa de manera más clara?
-Vivo en Cataluña, así es que para ver la polarización existente no tengo más que asomarme a la ventana y verlo todo lleno de banderitas. Por otro lado, amigos míos que nunca se preocupaban por nada, de pronto están todo el día hablando de política; ¡bueno, lo de hablando es un decir, porque lo que están todo el día haciendo es peleándose! Qué curioso y qué lamentable lo de Cataluña: desde 2012 apenas se ha hecho nada. Estamos todos paralizados, pero con la sensación de que nos estamos moviendo todo el rato; que si un 'día histórico' tras otro, y que si grandes jornadas de apasionamiento colectivo cuando, de hecho, lo que ha pasado es que se ha retrocedido, porque ya no se tiene ni siquiera la autonomía.
-¿Qué es lo peor?
-A lo que nos lleva esa polarización: a sentirse mal, a estar enfadado, a no saber escuchar a nadie que no sea de los tuyos, y a paralizar la sociedad, a que se convierta en un remolino que da vueltas pero no se mueve.
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-¿En qué tienen razón los independentistas?
-Lo que tienen son sus razones. Existe como una corriente general de pensamiento según la cual están locos, y no están locos. Los hay chalados, como en todas partes, pero lo que hay detrás, en realidad, es un déficit de soberanía. Ellos querían hacer un referéndum, no les dejaron; lo intentaron hacer sin permiso, les salió una cutrez; y se encasquillan, se radicalizan... Detrás de esta situación está todo el rato la espina del referéndum, un referéndum que yo creo que sería muy bueno darles desde el Estado y hacer campaña por el 'no' a la independencia o por el 'sí' a quedarse. Creo que al amparo de la Constitución se podría hacer algo para que puedan hablar y manifestarse. Es cierto que puede que se diese paso al cuento de nunca acabar, pero algo habrá que hacer. Pienso que el Estado, de cuya parte yo estoy, como tiene más fuerza, tiene más posibilidades de caminar hacia una solución. Los otros están como arrinconados y rabiosos, y se han hecho muchas locuras, pero llevamos desde 2012 con esto y también es verdad que ha habido tiempo para mostrar, por nuestra parte, un poco más de mano izquierda. A los catalanes, la parte simbólica les importa muchísimo. Que algo les humille, por ejemplo, les afecta muchísimo y les moviliza.
-¿Qué opina de los llamados Comités de Defensa de la República (CDR)?
-Que tienen un nombre bastante más amenazante de lo que lo son realmente; yo los he visto en la calle, me he cruzado con ellos, y mayormente son viejas; bueno, una mezcla de niñatos de universidad y abuelas; o digamos, mejor, de tías solteronas.
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-¿Vive bien en Barcelona?
-Yo no tengo ningún problema. A veces sí que me dan caña, pero me la dan unos y otros. Tengo la impresión de que se percibe más violencia en la imagen que muestran las televisiones del día a día en Cataluña que viviendo allí, aunque sí que a algunos compañeros periodistas les han insultado, pero en momentos de mucha tensión en manifestaciones y tal. Yo no tengo queja; hay gente que no me habla, pero hay gente que no me habla en todas partes.
-¿Por qué?
-Pues porque son radicales y yo no soy nada radical. Le doy siempre la razón a quien creo que la tiene en cada momento. No me caso con nadie, ni quiero estar en ningún equipo nunca. No me gusta ese calorcito, porque me parece que te aleja de pensar por ti mismo y de tomar tus propias decisiones. No me traga la gente que tiene las cosas muy claras, y a la que no puedes sacar de su posición nunca. Esa gente se siente violenta cuando ve que hay alguien que es como más escurridizo. Eso me pasa con independentistas radicales, con feministas radicales, con rojeras radicales, con fachas...; tengo para todos.
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-Volvió usted con ímpetu a las redes sociales.
-Sí, sigo ahí enganchado. Creo que son las drogas más baratas que consumo, y también sé que son monstruosos y pavorosos los manejos que se traen con nuestros datos. Hace ya bastante tiempo que vivimos en una novela de ciencia ficción. No vamos a Marte, ni tampoco en nave espacial a trabajar, pero vivimos conectados a una máquina, ¿qué hay más de ciencia ficción que eso?
-De ciencia ficción, e incluso más o menos estúpida la situación.
-Sí, ¿pero hubo algún momento en el que dejamos de ser estúpidos? Siempre hay algún motivo para que nos volvamos un poco gilipollas. Y en 2018 lo somos, sin duda alguna.
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-¿Cómo empezó a gestar 'Crímenes del futuro'?
-Cuando la crisis económica empezó a apretar fuerte y comenzaron a proponer soluciones, me di cuenta de que muchas de ellas iban a desmantelar servicios públicos; también me di cuenta de que nadie se atrevía a meterle un correctivo importante a las empresas financieras que habían jugado tanto con el dinero de todos. Entonces me pregunté: '¿Cómo será la vida de mis nietos?'. ¡Ya ve las cosas que me pregunto siendo todavía tan joven! Y me lo pregunté pensando en mi abuela, que ha vivido una guerra y una postguerra; nosotros hemos vivido muy bien, pero estamos descuidando muchas cosas, estamos dejando que muchas cosas se descontrolen, y está saliendo gente muy radical por todas partes...; en la novela está el peor futuro que me imagino, un futuro un poco negro. En ella hablo de un futuro que se parece mucho a los años 40 y 50 del siglo XX, un futuro donde han pasado cosas muy graves y donde España está intentando recomponerse otra vez, como pasó ya en el siglo pasado.
-¿Qué tuvo claro a la hora de comenzar a escribirla?
-Que la Historia siempre se cuenta según los generales, los presidentes, los reyes...; y que esa es la Historia que aparece en los libros. Pero yo creo que la Historia, donde se conoce y se aprende de verdad, es a través de la experiencia de las personas normales y corrientes que la viven.
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-Se hace en su novela una reflexión sobre la importancia de que no queden en el olvido los muertos acumulados en las cunetas.
-Sí, hay una guerra civil en ese futuro que describo, y una de las cosas que se plantean después es, precisamente, eso: que este país no volverá a andar hasta que haya removido bien la tierra de las cunetas. Individualmente, este tema de los muertos de la Guerra Civil en las cunetas no me importa, porque yo no tengo a nadie en ellas y mis familiares más cercanos han muertos en sus camitas. Pero cuando hablas con personas que sí que tienen a su padre o a su abuelo por ahí en una fosa, te das cuenta de que merecen ser escuchadas y apoyadas, porque su resentimiento es lógico y porque no van a querer a su país hasta que éste no les devuelva los huesos de sus familiares. Los países se construyen sobre las lápidas.
-¿Observa algo en la política española que le haga tener esperanza?
-No. Tendré alguna esperanza cuando vea que varios políticos de ideología distinta están dispuestos a ceder y a encontrarse en un proyecto de país para todos. Hasta ahora, yo cuando voy a votar siempre pongo cara de asco. Y si yo voto con asco, ¿por qué los políticos no pueden pactar aunque también tengan que poner cara de asco? Me da igual votar a un partido de izquierdas que luego pacte con uno de derechas, o viceversa. Lo que me haría ilusión es eso: que no sean tan orgullosos, que pacten, que se escuchen, que les importe el bien común.
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-Dice usted que peligra en este país la libertad de expresión.
-Sí, eso me parece. Y creo que peligra por culpa de la corrección política, tanto de izquierdas como de derechas: a un chaval le cae una multa porque le pone su cara a un Cristo, las feministas te montan un boicot del copón por las redes sociales cuando haces un chiste que no les gusta...; creo que la gente se ha vuelto muy intransigente, y que detrás hay un pensamiento que defiende eso de «esto se puede decir y esto no, porque hiere mi sensibilidad». Y eso me parece una amenaza acojonante para la libertad de expresión. Que un tío dice una burrada en Twitter, pues se le dice que es una burrada y ya está, tampoco pasa nada, no es para que lo metan en la cárcel. La libertad de expresión es jodida, precisamente, porque uno tiene que escuchar cosas que le ofenden. Pero es que yo defiendo que uno tiene libertad para decir lo que le salga de las pelotas, y ahora mismo creo que la sociedad ya no acepta eso. Y como a cada uno le ofende una cosa y querrá poner su límite, al final no vamos a poder decir nada.
-¿Libertad de expresión sin límite alguno?
-A ver, si por ejemplo yo digo que le tendrían que pegar un tiro a Rajoy, ¿qué posibilidades hay de que eso ocurra? ¡Pues ninguna!, ¿no? Hablar de apología del terrorismo tenía sentido cuando existía ETA o cuando se corra un peligro terrorista real. Pero si alguien dice '¡al Rey, guillotina!', pues bueno, pero si es que ya no hay guillotinas, cojones. Creo que reprimir la expresión del odio conduce a que haya más odio. A veces, aunque sea desagradable, este tipo de burradas y tonterías son una válvula de escape del personal. Yo no denunciaría a alguien que dijese en las redes que me va a pegar un tiro, aunque claro que me acojonaría si diesen mi dirección y detallasen mis movimientos. Hay muchos desahogos en las redes que no me asustan, entre otras cosas porque se nos va la fuerza por la boca y, mientras eso sea así, tampoco es para tanto.
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