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Juan Ruiz Parra
Doctorando con una tesis sobre la dimensión antropológica de 'Escuela de mandarines'
Martes, 1 de octubre 2024, 00:18
Este año se cumplen 50 años de la publicación de 'Escuela de mandarines', y este viernes (4 de octubre) Miguel Espinosa habría cumplido 98 años. Las efemérides en torno a la figura de Espinosa se extienden al próximo centenario de su nacimiento en 1926. La obra recibió en 1974 el premio Ciudad de Barcelona e importantes críticos literarios y personalidades de la cultura le dedicaron elogiosas valoraciones. Enrique Tierno Galván, José Luis López Aranguren, Cecilio Alonso o Rafael Conte, entre otros, identificaron un clásico y auspiciaron en aquellos últimos días del franquismo que el singular libro, trascendiendo el éxito temporal, se ganaría un lugar destacado en la historia de la literatura. Todos ellos coincidían en calificar el texto como ambicioso, emotivo, densamente conceptual y de extraña perfección lingüística y fabuladora. No era común encontrar a un autor que en una misma obra hubiese sabido armonizar, con tan inusual maestría, ideas de enorme sutileza intelectual con expresiones de un lirismo conmovedor.
El argumento no ofrecía grandes complejidades: era su tratamiento, las fértiles interpolaciones y otros recursos novedosos los que elevaban la novela a cotas inverosímiles. El Eremita, protagonista de 'Escuela de mandarines', era un 'homo viator', un viajero en constante crecimiento y transformación. Lo movía el mandato de unos demiurgos que le instaron a luchar contra la Feliz Gobernación, un Estado dictatorial en el que la inteligencia, la bondad y la belleza estaban perseguidas. Numerosos grupos heterodoxos intentaban socavar el poder de los mandarines. Sus armas eran la palabra, la reflexión y la argumentación razonada. Sin ellas, sostenían, imperaba la nada, la inhumanidad. Pero la Escritura, compendio de los preceptos mandarinescos, era una demostración de que el lenguaje podía ser también vehículo de la inicua manipulación de los poderosos. Para misión tan esforzada el Eremita hubo de separarse de su entorno, su familia y su amada Azenaia Parzenós, hecho que le produjo un profundo desgarro interior. Se vio también obligado a abandonar su estado natural de ensimismamiento, pues las secretas estancias de su conciencia constituían el único lugar a resguardo de las insidias procedentes del exterior. Su protesta provocó que lo apresaran, y custodiado por dos benevolentes soldados recorrió un territorio distópico para ser enjuiciado en la Ciudad. Este era el Eremita, una persona inicialmente débil e infradotada para enfrentarse a un gigante que ni siquiera comprendía. Quizá por eso al lector le resulta tan fácil identificarse con él: todos, de alguna manera, contendemos contra colosos que nos superan en habilidades, recursos y malicia.
En 'Escuela de mandarines' hay alambicado pensamiento, bellísimos poemas y descripciones, comicidad aguda e inteligente y una trama que se despliega con un ritmo pausado, muy apropiado a la temática de la narración. Y todo ello articulado con proporción y buen pulso. ¿Sucede así realmente o es solo la valoración de un confeso admirador del libro? Sin restar validez a las estimaciones crítico-teóricas, por fortuna nunca se ha pretendido que las humanidades sean una ciencia exacta. El canon para determinar la excelencia artística siempre será personal e incontestable. Paradójicamente, los atributos señalados podrían ser precisamente el motivo por el que muchas personas cultas se alejan de la obra, inclinadas a lecturas de mucha menor exigencia. La inmersión en el texto de Espinosa requiere concentración, sosiego, lecturas acumuladas, y el ritmo de la vida no facilita precisamente este acercamiento. De lo contrario no se podría entender que amigos de contrastado andamiaje intelectual no hayan podido pasar del primer capítulo. Literalmente el libro se les ha caído de las manos, me decían.
No es este el lugar para realizar disquisiciones teóricas sobre 'Escuela de mandarines'; tampoco, por lo tanto, de aportar información sobre su dimensión antropológica,‒sin duda muy sugestiva, analizada en la tesis que, dirigida por la profesora Carmen M. Pujante, en estos días ando concluyendo. Sí es oportuno, sin embargo, afirmar que se trata de una obra profundamente alegórica. Como todo clásico, se presta a múltiples lecturas y su alcance escapa a las intenciones iniciales del autor. Espinosa era un lector constante y perspicaz y tenía la capacidad de metabolizar prodigiosamente los saberes adquiridos. Con ellos alumbraba creaciones de una mixtura deslumbrante, pues combinaba genialmente la tradición con planteamientos originales surgidos de su inventiva.
Transcurrido ya medio siglo, ¿podría decirse que se han cumplido aquellos vaticinios que auguraban la canonización de 'Escuela de mandarines'? Considero, sinceramente, que no ha sido así. Al menos en la medida que se merece. A Miguel Espinosa se le han dedicado, en vida y póstumamente, los más encomiásticos comentarios. El reconocimiento de su dominio del lenguaje y de la concepción del tejido narrativo han sido destacados en ensayos, artículos, tesis doctorales, etc. También se han organizado importantes eventos académicos dedicados a su figura, entre los que destaca el congreso de 1991 en la Universidad de Murcia. Sin duda, existe una guardia pretoriana de intelectuales y académicos,‒muchos de los cuales lo conocieron en vida, que sigue velando por que el tiempo no difumine el esplendor de un escritor único. Juan Espinosa, su hijo, ha consagrado su vida a ennoblecer la memoria y la obra de su padre. La web dirigida por María del Carmen Carrión (https://www.miguelespinosagirones.es/), dedicada al autor de Caravaca, ha contribuido indiscutiblemente a evitar su olvido. La reedición y la venta de sus libros siguen a un ritmo pausado y cadencioso, como el modo de hablar y la propia escritura del autor.
A la secta mistérica de admiradores de Miguel Espinosa siguen sumándose adeptos, jóvenes pero con elevada formación, asegura el librero Diego Marín. Posiblemente, la peculiaridad de Espinosa también se reflejaría en su preferencia por las minorías selectas, aunque este hecho supusiese una merma en su siempre maltrecha economía. Es cierto que los medios de comunicación, sobre todo regionales, recuperan ocasionalmente su memoria para hablar de su grandeza artística y compleja personalidad. Pero su reactualización se asemeja a la lucha de quien se esfuerza por reanimar a un moribundo. En esas ocasiones se publican sublimes apologías, pero la frenética actualidad literaria relega a un lugar discreto el reconocimiento a un soberbio creador. Las leyes del mercado son crueles e impositivas, o, simplemente, reflejan el signo de los tiempos. Confiemos, no obstante, que las evocaciones periódicas puedan proporcionar el necesario soporte vital a su obra.
Para finalizar, solo quiero expresar que la validez de la breve sentencia «el arte, si se divide, da arte», enunciada por el propio Espinosa, he tenido la oportunidad de verificarla personalmente. 'Escuela de mandarines' ha estado durante una larga etapa de mi vida sobre la mesilla de noche. Antes de dormir a menudo la abría por cualquier página y empezaba a leer sin importarme cuál era el hilo narrativo. Lo que descubría me proporcionaba tantos estímulos y significados que los antecedentes argumentales poco importaban. El ingenio concentrado en unas pocas líneas, el fino sarcasmo o la profundidad y originalidad de lo narrado, la construcción de la frase... conseguían que el sueño siempre me venciera con una sonrisa en los labios. Por este e infinitos motivos más recomiendo la lectura de 'Escuela de mandarines'.
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