Fueron los huéspedes con los que soñábamos desde que abrimos el hotel. Fugitivos que se escapan para ver el mar. Estaban enamorados y nos hicieron creer que con eso era suficiente. Era suficiente. Ninguno habíamos vivido un amor así, pero el suyo nos lo recordó.
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Él le pasaba la mano por el pelo como a un cachorro. Ella era hermosa como un mármol florentino. Él podría ser arquitecto o trapecista, solo tendría que proponérselo. Ella, radióloga o piloto de carreras o criadora de caballos. Tenían tantas biografías distintas por delante. En verdad eran jóvenes y todo lo que se acercaba a ellos corría el riesgo de deteriorarse de puro viejo.
Llegaron a la recepción con sus mochilas escolares. Pintarrajeadas de rotulador. Ella se abrazaba a una carpeta llena de citas célebres para esconder su uniforme a rayas. Él impostó una voz oxidada. Ella tenía el esmalte saltado de las uñas y una mirada capaz de torcer hechos y voluntades. Él llevaba un discurso preparado que no llegó a interpretar. Les dimos la llave de la habitación y con eso volvieron a ser unos niños.
Pagaban noche a noche. Siempre con billetes pequeños y arrugados, como recogidos de la papelera de un escritor envilecido. Apilaban las monedas en pequeños montoncitos y las arrastraban como fichas de casino. Parecía que nunca estuvieran seguros del tiempo que les quedaba. Y nada importara más allá de esa noche. Y nada más fuera cierto. Y era evidente que les sobraba razón sin ni siquiera intuirlo.
Cada mañana recorrían el paseo marítimo cuando todavía no habían llegado los paseadores de perros o los corredores de fondo. Disparaban a los cormoranes con el dedo índice y recogían conchas y caminaban descalzos por la orilla y todo era tan real. Cuando llovía se protegían bajo un paraguas de espantapájaros. Los veías salir así, abrazaditos, y solo podías quererlos o echarte a llorar sobre la almohada. Desde la cristalera esperábamos a que cerraran el paraguas. No tardaban más que tres o cuatro pasos. Ella saltaba en los charcos.
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Él intentaba atrapar las gotas a mordiscos mientras daba vueltas con los brazos extendidos como un helicóptero.
Qué gran pena que no supieran cuánto iban a sufrir a cambio de tanta felicidad.
Los días de sol se bañaban al bajar la marea. Él se suicidaba directamente contra las olas. Ella controlaba cada paso como un pistolero. Uno a uno todos subíamos hasta la azotea con cualquier excusa para verlos mientras se secaban tendidos al sol sobre las rocas. Tan tostaditos.
También había días en los que no salían de la habitación. ¿Qué comían? ¿Qué bebían?
¿Cómo se las arreglaban para hacer la fotosíntesis sin luz? ¿Tendrían frío acaso? Seguro que todos nos preguntábamos lo mismo.
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Una pareja de jubilados alemanes siempre sonreía al verlos cruzar junto al recibidor. La vieja alemana quería cuidarlo a él como no supo cuidar a aquel muchachito que se fue a la guerra con la segura promesa de volver pronto. Eso lo dijo la señora de la 224. Al viejo se le caían las lentes sobre el regazo mientras veía en ella la esperanza de recuperar algo. El qué. No sé, algo de lo que se arrepiente. Eso lo dijo el pintor de la 121. Luego la señora de la 224 y el pintor de la 121 se rieron juntos como dos críos. Qué canalla es el tiempo.
Se quedaron unas seis semanas.
A él le creció el pelo y con la humedad no había manera de domarle los rizos. A ella le gustaba ese pelo alborotado de científico. Él lo sabía. Ella se quedó más delgadita. Morena, alta y fina como un watusi. Podría haber sido miss o lo que hubiese querido. Daban ganas de invitarlos a comer en un restaurante del puerto cuando los veíamos venir con las bolsas del ultramarino llenas de mortadela y queso cortado a máquina. Las barras de pan les duraban un día y medio.
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Nunca desayunaban. Claro, a esas horas los jóvenes no tienen hambre, la guardan para los acontecimientos insólitos de la noche. Bebían un zumo o un vasito de leche. Robaban manzanas del buffet, un par de tarrinas de mantequilla, algún cuchillo y dos tenedores que por la noche dejaban en recepción. Poco más. A media mañana se lo comían todo en los bancos del paseo marítimo rodeados de gaviotas. A ella le daban miedo, ¿y a quién no? Él las asustaba con graciosos movimientos de ninja.
Al cabo de cuatro semanas ella comenzó a pasar algunos días sola. Se daba larguísimos paseos de solterona. Dejó de comer y de mirar al mar. Ninguno entendíamos qué estaba ocurriendo. Un gato especializado en causas perdidas la seguía a todas partes. Era tal nuestra congoja que pensamos en ahogarla con una almohada hasta que todo pasara. Él se levantaba tempranísimo y regresaba casi al anochecer. Con grandes botas de agua y olor a pescado crudo. Con los ojos cansados y una sonrisa en la calavera. Vapuleado, pero invencible. Ella no podía esperar a que llegara a la habitación. Lo abrazaba en la puerta principal y el gato se iba entonces a rebuscar entre la basura.
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Una de aquellas noches, un hombre encorbatado quiso darles un consejo cuando se encontraron en el ascensor. Por suerte, la señora de la 232 estaba también allí y le dijo:
«Caballero, ¿es que no ve que estos chicos necesitan un consejo lo mismo que una enfermedad terminal?». Cuando lo supimos, todos felicitamos a la señora de la 232. Al hombre encorbatado le explicamos más tarde que no había habitaciones disponibles en el momento en que pidió ampliar su reserva. Lo cierto es que no estábamos ni siquiera a media ocupación, no vamos a mentir a estas alturas.
Un miércoles de mediados de noviembre no vinieron a dormir. De veras llegamos a pensar que aquello era para siempre. Con un ojo en el reloj buscábamos motivos para ser infelices. En el desayuno todos miraban hacia su mesa habitual. Por la tarde teníamos ya la respiración prendida de una cornisa. Por la noche algunos hablaron de magia y destino.
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Los dimos por muertos. Ya está. Se los habrá llevado una ola. Vimos las noticias en la televisión demandando ahogados y catástrofes ferroviarias. Se habrán rendido y habrán vuelto a sus clases de trigonometría, dijo la señora de la 232, a sus comentarios de texto, a los listados de ríos y accidentes geográficos, a sus pupitres llenos de torpes talladuras. No, eso sí que no, dijo el viudo de la 113, pobrecillos, mejor que estén los dos muertos.
Llegaron poco después de amanecer. Con el pelo mojado, una tira de fotomatón y la misma ropa con la que habían salido del hotel dos días antes. Él tenía arena en la mejilla derecha, ella en la izquierda. Ella olía a lavandería. Él traía el palito seco de una manzana de caramelo. Ella una chaqueta echada sobre los hombros. Ni siquiera atendieron a nuestra desvalida zozobra. Qué alivio. Qué desconsiderados, habernos tenido así tantas horas. Pero, qué alivio. Camino de su habitación dejaban pedacitos de algas por la escalera de incendios.
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Fue tal la alegría que esa misma mañana varios huéspedes contrataron una excursión para ver delfines en alta mar. Juntaron las mesas y desayunaron todos juntos. El viudo de la 113 parecía a punto de cumplir quince años. Subió a su habitación y se presentó con una gorra de visera, un chaleco con anzuelos y una caña de pescar. Creemos que fue en ese momento cuando la maestra jubilada de la 303 se enamoró de él.
Pero a lo que iba. Debemos aclarar que fue mala suerte, por tratar de nombrar de algún modo lo innombrable. Y también que todo sucedió sin previo aviso, pues así llegan todas las cosas que te cambian la vida. Hasta aquí alcanzaron más tarde nuestras excusas.
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La señora de la 224 escuchó primero el grito. El pintor de la 121 que estaba en la habitación de la señora de la 224 &ndashvaya usted a saber&ndash nos dio la noticia.
Antes de que llegara la policía quisimos avisarlos. Lo teníamos todo listo. Un discurso bien hilvanado. Sin dramatismo, con las palabras precisas: «No os preocupéis, os esconderemos, vuestro secreto está a salvo con nosotros, podéis quedaros cuanto queráis, en pensión completa, en la habitación que tanto os gusta, sí, en la que mira al mar, toda la temporada baja, la temporada media, la temporada astral, la temporada de pingüinos, la temporada de frutas silvestres, la temporada de tifones, el festival de tulipanes, todo».
No dio tiempo.
Entraron en la recepción del hotel como siempre lo hacían: retorcidos por algún chiste recién inventado. Él hacía una imitación ridícula que resultaba adorable. Ella tenía carmín en un colmillo. Solo salieron de su paraíso al ver a un policía inclinado sobre la mesa de admisiones.
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Lo intentaron. Al menos, lo intentaron.
En la puerta él se chocó con otro policía. Ella mantenía unos ojos optimistas y vivos. Él peleó. No se dieron cuenta de que la cosa no iba con ellos hasta que vieron la frente de filósofo del viejo alemán desaparecer tras la cremallera de una gran bolsa negra. Enseguida llegó una ambulancia para llevarse a su mujer. La vieja alemana los miró y dijo algo en su idioma. El de la 302 nos lo tradujo: «Esto ha sido culpa vuestra». Aunque no estaba del todo seguro. Cualquiera sabe.
Se miraron un par de segundos, como se mira un moridero de elefantes, y todos supimos que se estaban diciendo adiós. Él se sentó en las escaleras con una estrafalaria postura de yoga mientras un policía le colocaba la mano en el hombro. A ella se la llevaron a un coche patrulla.
En el cajón de su mesilla encontramos los dos tenedores y el cuchillo de postre. También la tira del fotomatón. Lo peor fue no tener una dirección a la que enviársela.
La realidad fue que salimos en los periódicos. Nos cayó una multa muy elevada por alojar en el hotel a menores de edad. Por suerte, los huéspedes insistieron en dividir el pago de la sanción a partes iguales. Y eso fue todo.
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