Mesa para cinco

Heridos de muerte

Yo vi mi primer cadáver a los seis años, el de mi bisabuela materno-materna y madrina, Consuelo la Gadea, en su propia casa. No hubo rechazo ni trauma

Domingo, 3 de noviembre 2024, 07:57

Tengo una obra que, por su naturaleza, nunca concluirá. Se trata de 'A perpetuidad', una instalación con fragmentos de lápidas que recogen las inscripciones dejadas ... por unos familiares que, bien porque ya no están, bien porque han dejado de pagar el alquiler del nicho, ya no cumplen la promesa de recordar a sus muertos. A pesar de que es un proyecto con el que estoy especialmente satisfecha, sé que no gusta, particularmente cuando el espectador conoce que se trata de lápidas originales.

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Se podría decir que, en muchos sentidos, la muerte nos perturba; da más miedo que nunca. Philippe Ariès explica que durante la mayor parte de su existencia el hombre se ha relacionado con una muerte 'domesticada', y no porque en origen fuera indómita y hayamos logrado domarla, sino porque nuestra actitud hacia ella en la actualidad es 'salvaje'. Esto es, que desde mediados del siglo XX se han operado una serie de cambios sociales y antropológicos en Occidente por los que hemos pasado de entender la muerte como algo familiar o natural a una 'muerte vedada', la muerte como tabú o la 'muerte invertida'.

Ahora vemos más muerte y sin embargo tenemos menos dominio sobre ella. Hemos perdido el control. Hasta principios del siglo pasado la muerte era un hecho público y social. Ni los allegados ni el propio moribundo eran privados de su propia muerte, se moría en público, de forma organizada –según los deseos de la persona agonizante–, nunca en soledad y, por supuesto, en presencia de niños. En la actualidad muchas personas alcanzan la adultez sin haber visto no ya morir, sino un muerto. Yo vi mi primer cadáver a los seis años, el de mi bisabuela materno-materna y madrina, Consuelo la Gadea, en su propia casa. No hubo rechazo ni trauma; me impactó más el llanto sereno de mi madre. Tuve suerte. Sucedió antes de la imposición de esa 'muerte robada' acuñada por Louis-Vincent Thomas, o sea, la llegada de muerte hiper medicalizada, que no deja de ser un fracaso social.

El duelo es el dolor por excelencia. Históricamente su ritualización le ha podido restar espontaneidad, pero a cambio, el luto, por ejemplo, ha sido una herramienta muy útil para aceptar, procesar y aliviar a los dolientes. Desde luego, no creo que haya que volver a esos días en los que mis abuelos llevaban sus prendas a teñir para vestir de riguroso negro durante los dos años posteriores a un fallecimiento, pero sí que pienso que no tiene sentido esta inversión radical de los comportamientos. Escribe Fernández del Riesgo en su «Antropología de la muerte» que «El dolor debe ser disimulado y quedar recluido en la intimidad» para dejar de ser un fenómeno social. En la misma línea, señala Ariès que asistimos a «la interdicción del duelo»: ya no se trata de hacer alarde, es que ni tan siquiera hay que evidenciar la pena. Que no se sepa. Porque, como bien sabemos, no hablar de algo hace que ese algo desaparezca.

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Estamos heridos de muerte. Es un signo específico de humanidad el cobrar conciencia de la propia muerte, por eso afirma Savater que no es mortal quien muere, sino quien sabe que va a morir; por eso el hombre es el ser-para-la-muerte en Heidegger. Los rituales que rodean la muerte no son sino símbolo de su asimilación, de su humanización. Antiguamente, existía la costumbre de regalar junto al traje de cristianar un paño para que el sacerdote que le administrara los óleos de la extremaunción se pudiera limpiar las manos. Existiera o no la esperanza que proporcionan fe y religión, estos y otros ritos eran simples y aceptados, podían ser tristes pero no dramáticos. Pretender expulsar a la muerte de la vida solo conlleva su deshumanización y, a la postre, la pérdida de sentido de la vida.

En definitiva, es urgente volver a convivir con la muerte. Reajustar nuestra relación con los muertos puede operar contra el nihilismo generacional y darnos un propósito. La familiaridad con la muerte implica la coexistencia de vivos y muertos, y es la mejor forma de aceptarla. No dejemos de ir al cementerio a limpiar y llevar flores, de dar el pésame, de encender velas o de vestir de negro –al menos en los entierros–, porque, como bien subrayó Jankélévitch, los ritos permiten expresar el dolor a la vez que sirven como medio de contención; nos ayudan a reconocer la realidad de la muerte y transformar la ausencia en amor. Mientras acabo de escribir estas líneas recibo un mensaje de mis padres: que se llevan a mi hijo –de 20 meses– al cementerio porque le quieren presentar a sus bisabuelos. Espero que él haga lo mismo cuando le corresponda. Habré cumplido.

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