El tercer cuerpo apareció dos días más tarde en la inmediaciones del parque zoológico, en el límite sur del Núcleo. La patrulla de la Guardia Metropolitana que lo había encontrado nos advirtió de que era inútil intentar llegar a tiempo de utilizar el visor de sueños. Desestimamos el 'over' y decidimos acercarnos en el tren de levitación.
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Era el final de la jornada, el TLS iba repleto de ese tipo de cadáveres que tuvieron segundas, terceras y cuartas oportunidades de morir con dignidad, pero las iban dejando pasar a cambio de ver algún partido o conectarse a su programa favorito de realidad aumentada. En fin, a todos no gusta llegar a casa y desconectar hasta el día siguiente. Mi forma de hacerlo es viajando al mar de Weddell, un reino de hielo, silencio y niebla. Un lugar donde nunca ocurre nada, pero las sensaciones de tranquilidad y plenitud son inmejorables; un viaje de dos horas comparable a toda una noche de sueño reparador.
–¿Has estado alguna vez?
Era tarso, acababa de sacarme de mis cavilaciones en el mar de Weddel.
–¿En el zoológico? ─pregunté.
–Claro, ¿dónde si no? A mí me llevó mi padre en una ocasión, tenía siete años. Me dijo que me fijara bien en aquellos animales, todos eran OGM, a los únicos que llegaría a ver en libertad sería a las moscas.
Le respondí que nunca había ido. Lo hice por no quedarme callado, en realidad, no estaba seguro. En los pocos recuerdos nítidos que conservo de aquellos años solo aparece mi madre asegurándome que el sol nunca se apagaría. Permanecimos en silencio el resto del viaje, escuchando conversaciones ajenas sobre pronósticos deportivos y apuestas. Todos hablaban en voz baja, como si en el fondo se avergonzaran de ello o estuvieran ingresando sus palabras en cuentas opacas. Media hora después, tras atravesar Madrid, llegamos a nuestra estación: la Ciudad Ideal.
Volvía a nevar, la mini glaciación duraba ya tres años. Ante nosotros se levantaba un enjambre de edificios, en el que se alternaban esporas de poliamida con antiguos bloques de ladrillo. Me pregunté quién le habría puesto nombre a aquel lugar. El aire podía palparse, con cada paso escuchaba el ruido de mis pulmones intentando capturarlo, como si fueran compuertas abriéndose y cerrándose ininterrumpidamente. Tendríamos que haber cogido máscaras de respiración, según te alejas de los filtros del centro va aumentando el número de contaminantes, y con ellos, la presión atmosférica.
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Una manada de 'rat tails' devoraba los restos de un contenedor volcado en el suelo. El padre de mi compañero se había olvidado de mencionárselos a su hijo cuando le habló de animales en libertad. Ellos sí tienen un sistema inmunológico a prueba de bombas –heredado de las ratas– que siempre ha sido su mejor argumento para sobrevivir. En fin, nada extraño, nos estábamos acercando a ese punto donde la ciudad comienza a convertirse en una cloaca.
Junto a la entrada del parque descubrimos la señal luminosa de un vehículo de la Guardia Metropolitana. Medio centenar de niños y un par de adultos se agolpaban al otro lado del perímetro de seguridad. La mayoría no llevaban máscaras, estaba claro que no procedían de las cúpulas. Seguramente se trataba de una excursión escolar que, en el último momento, había decidido que aquel espectáculo era más interesante que el zoológico. El mando de la patrulla era un sargento, nos ofreció dos respiradores. No era el único regalo que tenía para nosotros, tras abrir el 'peceeme' de la víctima, apareció un nuevo poema.
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Son tan fugaces que podrían competir con los segundos.
El asesino lo había tatuado con hilo de láser sobre el vientre. A juzgar por la ausencia de síntomas de congelación no debía de llevar mucho tiempo a la intemperie. Llevé la mirada un poco más arriba, hasta los pechos, eran diminutos, como los de una muñeca. Escoger mujeres de aspecto andrógino, junto a su afición por los poemas, se había convertido en una rutina. Que esos poemas fueran haikus señalaba hacia un posible grupo panteísta, pero el modus operandi lo desmentía. Los terroristas no se limitan a un solo objetivo, tampoco se dedican a jugar a las adivinanzas, suelen reivindicar sus acciones.
En esta ocasión la había desfigurado a golpes, llegando a desencajar articulaciones y romper huesos. Tendríamos que esperar para poder identificarla, había destrozado el injerto presionando sobre la caja craneana hasta reventar los ojos. Sin un iris completo sería necesario cotejar el ADN en la base de datos. La rabia de nuestro asesino aumentaba en progresión geométrica.
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Le pregunté al sargento si los drones habían captado alguna imagen. Respondió que la mujer apareció en las grabaciones de repente, como por arte de magia. De nuevo había utilizado un meta para pasar desapercibido mientras trasladaba el cuerpo.
–Se necesita mucha fuerza para hacer lo que ha hecho.
Era Tarso, continuaba observando el cráneo destrozado, su voz sonaba deformada por los filtros de la máscara, como si tuviera una armónica o un arpa realquiladas en los pulmones.
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─Quizá llevase un exoesqueleto.
─No sería suficiente.
─Explícate.
─Un exo multiplica por dos tus capacidades físicas: eres más rápido, saltas más alto y tienes más fuerza, pero no tanta como para hacer esto. Solo un OGM sería capaz hacer algo así.
–O varias personas.
─Varias personas podrían volcar un 'over' o levantar algo muy pesado. Ejercer presión sobre un cráneo, todas a la vez, se sale de lo posible. Aparte ─señaló la huellas que rodeaban al cadáver─, solo hay un tipo de pisadas.
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–¿Una herramienta de presión?
–No creo, fíjate en las marcas, son las de unas manos. Los surcos debajo de los ojos corresponderían a las uñas de los pulgares.
─Yo también he pensado, nada más verla, en un pez, pero siguen estando esos malditos poemas de por medio. ¿Cómo lo explicas?
─Quizá la intención del asesino no sea componer un poema, simplemente no llame a las cosas por su nombre porque le faltan palabras en su registro. Y nosotros, hasta ahora, lo hemos considerado metáforas.
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─Imposible, un pez no puede articular el lenguaje.
─Pero nada le impide realizar combinaciones al azar.
─Estás loco.
─Solo es una posibilidad. Sería fácil descartarla, bastaría con visitar el registro del fabricante, las palabras utilizadas en los poemas coincidirán con las seleccionadas por el comprador de ese supuesto OGM asesino.
Se quitó la máscara de respiración y la arrojó junto al cadáver. Sacó un frasco de anisomicina y retiró la tapa. El sargento le miró de refilón, lo hizo con desprecio, a los miembros de Neuroética ni siquiera nos consideran verdaderos policías.
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Cuando pasábamos al otro lado del precinto, a uno de los críos, aquellas cápsulas debieron de parecerle golosinas y le pidió una. Tendría unos diez años, llevaba orejeras y guantes de cambio de fase. Por un momento llegué a pensar que se la daría. Pero no lo hizo, se limitó a sonreír. El crío, entonces, le preguntó si eran medicinas. Le contestó con otra pregunta:
–¿Lees el Libro?
El niño asintió con la cabeza. Lo hizo varias veces, parecía un pájaro picando grano. A pesar de ello, era posible que no lo dijese convencido, sino porque no sabía decir que no a un adulto. Tarso le revolvió el remolino de pelo rubio y añadió que tendría que leerlo todos los días, para que nunca le pasara lo que a él. El crío asintió de nuevo y se marchó con el resto de sus compañeros en dirección al parque. Sentí pena por ellos, su generación estaba creciendo rodeada de nieve sucia y de animales desarrollados a partir del genoma de un pez globo.
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La vida artificial está controlada por el Bloque, no es aconsejable entrar en uno de los monopolios de la Coalición haciendo preguntas, pero tampoco resulta agradable hacerlo en una espora. Cada una de ellas puede llegar a albergar tres mil nichos de doce metros cuadrados. Estaba seguro de que detrás de la víctima solo nos esperaba la vida anodina de otro CDE3. La hipótesis de Tarso era un disparate, pero no perdíamos nada por intentarlo. Lo que sí sería necesario era informar antes en la central, la Guardia Metropolitana se encargaría de hablar con los vecinos. Tarso echó un último vistazo al cadáver y repitió en voz alta el poema:
─Son tan fugaces que podrían competir con los segundos.
Añadió que le parecía una bonita forma de describir los pechos de una mujer. Le recomendé cambiar la anisomicina por otra sustancia que supiera hacer mejor su trabajo. Tenía la seguridad de que el asesino, con aquel mensaje, se refería a su propios poemas. Me contestó que yo tendría que cambiar de mirada, la claridad es una virtud que escasea tanto como las buenas drogas.
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