Pasas la mañana en casa, corrigiendo capítulos del libro de ensayos. A este ritmo podrás acabar antes de fin de año.
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Por la tarde llega el carpintero y termina lo último que le quedaba. Saltáis de alegría. Habías pensado ya en empadronarlo.
Comenzáis a ver 'Watchmen'. Es extraña y no tienes muy claro hacia dónde va, pero te gusta. Es la marca de Damon Lindelof.
Lees un post de Facebook lleno de odio y rencor y te revuelve las tripas. Transmite una bilis negra madurada durante años. Es, sin duda, la peor de las emociones, la que nos consume, la que nos delata. El odio y el resentimiento. Igual que la envidia. Porque se quedan ahí dentro para siempre. Lo odiado o lo envidiado se extiende por todo el organismo. Como un virus que ya no puede ser expulsado. Sin saberlo, uno acaba odiándose a sí mismo.
A ti los cabreos apenas te duran nada. Tal vez deberías odiar más, o mejor, pero te cansas enseguida.
Recuerdas siempre que observas esa patología la escena de la película 'El manantial' en la que el periodista que se ha encargado de denigrar toda la carrera del arquitecto Howard Roark se encuentra con él y le pregunta: «¿Por qué no me dice lo que piensa de mí?». El arquitecto le responde: «Yo no pienso en usted».
Intentas coger la moto para ir a una reunión y compruebas que te han abierto el baúl y te han robado el casco, los guantes y la bufanda. Te sientes vulnerable. Es la misma sensación que cuando te robaron la bici. La irrupción de lo real en la burbuja que te has construido. Se te pasa enseguida.
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Los noortrópicos que compraste por internet no te hacen efecto. Tal vez sean un placebo. Sigues cansado y con la mente ofuscada.
Clase por la tarde en el Club Renacimiento. Estás espeso y no eres capaz de argumentar. Lo notas. Ni siquiera, después, puedes prestar atención al episodio de 'Watchmen'. Requiere una tensión que ahora mismo no puedes convocar.
Hoy hace quince años que te casaste con Raquel. Este año has renovado los votos de algún modo. Una nueva hipoteca, un nuevo futuro. Otra vida por venir y por vivir.
Aquel día os echaron de un karaoke. Fue una boda hermosa. Por la Iglesia. La ilusión de tu madre. Y disfrutaste.
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¿Eres la misma persona de entonces? Mucho ha cambiado, pero otro mucho permanece. A pesar del tiempo. A pesar de todo. Y volverías a casarte con Raquel una y otra vez.
En la universidad, tutorías toda la mañana. Y, después, clase sobre el feminismo en Historia del Arte.
Comes rápido y regresas por la tarde para la clase del máster de Patrimonio. Después, en menos de diez minutos, taller de escritura. Hoy estás mejor que ayer. Pero la voz apenas te respeta. Cuando terminas, sin solución de continuidad, sales corriendo -literalmente- para un club de lectura en el café Ficciones.
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Ni siquiera cenas. Para ser tu aniversario de bodas no has parado un segundo. Has completado todos los anillos del iWatch. Los únicos que luces, porque el de casado te duró una semana. No puedes llevar nada en las manos. Ni una sola joya en el cuerpo. Lo único, y no sabes exactamente por qué, desde tu adolescencia, un cordón negro al cuello. El cordón solo; sin nada colgado. Cuando no lo llevas te sientes vacío, como en peligro. Es tu única decoración.
En los medios continúan las noticias sobre el plátano pegado con cinta en la pared. Un artista, David Datuna, se ha comido esta obra de Maurizio Cattelan. Provocación sobre provocación. Un 'ready-made' invertido. Nada nuevo. Aunque parece que sigue siendo efectivo. Porque lo cierto es que durante unos días no se habla de otra cosa. La provocación y el escándalo fueron las armas del arte de vanguardia. Hoy continúan siéndolo. Que, en un mundo que se viene abajo, un plátano pegado a la pared concite tanta atención, escandalice y haga reflexionar es signo de que esa estrategia funciona.
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Te interesa la reflexión sobre el mercado del arte que la obra despliega. Pero te interesa menos ese mercado del arte que es pura especulación. El arte como mercancía es la forma destilada del capitalismo. Un capital simbólico trasformado alquímicamente en capital económico.
Te conciernen las prácticas, las obras, todo aquello que te hace pensar, pero tienes problemas con ese mundo en el que alguien decide gastarse más de cien mil euros en un plátano.
Por la tarde, cuatro horas seguidas de clase en el máster. Técnicas de escritura y ortografía técnica. Terminas sin fuerzas.
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Comienzas a leer 'Desierto sonoro', la novela de Valeria Luiselli. Te llega desde el primer momento. La escritura inteligente y el planteamiento. El modo en que una historia familiar -una pareja en crisis- se entrelaza con una preocupación social -los niños migrantes que llegan a Estados Unidos-. Parece que Luiselli ha sabido tocar la tecla justa. No te sorprende el éxito internacional. Pero, más allá de eso, te gusta la escritura y el modo de estructurar la narración. Te sientes contemporáneo de ese tipo de novela.
En la práctica de Teoría de la Historia del Arte pones dos vídeos. La charla TED sobre la 'historia única' de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y el monólogo 'Nanette' de la cómica australiana Hannah Gadsby. A priori, poco tienen que ver con la Historia del Arte. Sin embargo, hablan de la necesidad de pensar las cosas en profundidad, de no dar nada por sentado, de cuestionar las historias únicas y simples, de mirar de nuevo el presente y el pasado. Observas los rostros de los estudiantes y compruebas que el discurso ha calado y todo ha tenido sentido.
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Al terminar, te acercas con Leo al aeropuerto para recoger a Ella Sher, que, por la tarde, habla en el taller del Club Renacimiento sobre el papel del agente literario. Después de la charla, cenáis todos en el Via Torino. Noche italiana. Solo algunos resisten hasta al final. Marco, Rafa, Cristina, Ella, Leo y tú, que bebes con moderación y tal vez por eso sigues cansado.
Lleváis a Ella al aeropuerto. Sabe leer como pocos y es un modelo de generosidad. Una suerte haberla conocido.
Siesta larga. Te despiertas ya con el sol puesto. Meriendas y escribes. Avanzas el libro de ensayos. Ya comienzas a distinguir el final.
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Por la noche, veis 'Historia de un matrimonio'. Te atrae, aunque te suena a demasiado visto. Y hay un conflicto que no se acaba de mostrar. Lo comparas con 'Feliz final', la novela de Isaac Rosa, y palidece.
Toda la mañana escribiendo. Se te pasa por la cabeza ir al gimnasio. Pero gana la pereza.
Capítulo de 'Watchmen' mientras coméis. Narración compleja. Avanza lenta, pero avanza.
Por la tarde, llevas la moto a casa de Julia. La vas a dejar allí unos meses.
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El Madrid empata frente al Valencia en el último momento y tú saltas y gritas. Después del partido, te encierras a leer 'Remedio a la aceleración', un pequeño ensayo del sociólogo alemán Hartmut Rosa. Su propuesta te convence: en este mundo acelerado, hemos perdido la conexión con los demás. La única solución a la aceleración es la resonancia. Volver a conectar. Con las personas, con las cosas, con el mundo. Regresar a 'una vida buena'.
Antes de acostarte, sales al balcón y observas la calle. Apagas las luces y caminas en silencio hacia la cama. Lento, tranquilo, cansado, pero feliz. ¿Es esto la resonancia?, te preguntas. Si no lo es, a ti te sirve.
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