Volver a empezar. Es el lema de la semana. Cambio de domicilio, de cerradura, poner el gas, las luces, las cintas de las persianas. Hacerlo todo de nuevo. Y no tener un segundo para escribir. Porque no encuentras el momento y también porque no hay espacio en tu mente para otra cosa que esa vida por venir.
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Continúas vaciando la casa de Los Dolores. Parece que las cosas se reproducen y vuelven a nacer. Algunas se te habían olvidado. Y con ellas regresan también muchos momentos esquinados en la memoria. El viaje a Egipto, los días en el Colegio de España en París, el primer mes en Nueva York... Limpiar la casa es también desempolvar el pasado. Vives estos días en un presente denso y extraño. La ilusión del futuro que comienza se entrecruza con el pasado que se resiste a marchar.
Por la noche comienzas a leer 'Otra vida por vivir', el librito de Theodor Kallifatides que ha publicado Galaxia Gutenberg, pero estás tan cansado que apenas aguantas unas páginas.
Amaneces lleno de picaduras de mosquito. Tu cuerpo parece un campo de tiro. Continúas las gestiones de la casa. Te paseas por el nuevo barrio. Lo estáis comprando todo allí. Economía local.
Por la tarde, te acercas a la presentación de 'Cuantos de vosotros han muerto', el libro de cuentos de Eduardo Ruiz Sosa. 'Anatomía de la memoria', su libro anterior, te deslumbró. Este aún no lo has leído -estás ya acumulando demasiadas cosas-, pero lo que cuenta en la presentación, su manera de entender la literatura, te hace pensar en que de nuevo es un gran libro. Con él vienen también los editores de Candaya y se juntan allí varios amigos. Pero en esta ocasión no te quedas. Regresas a casa temprano y continúas ordenando.
Jornada de apertura del curso en Historia del Arte. Mientras escuchas la conferencia inaugural, sientes que cada vez tienes menos que ver con la disciplina. Eres historiador del arte de formación, pero lo que haces apenas se asemeja a la Historia del Arte que estudiaste.
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A las siete, ceremonia de entrega del premio Libro Murciano del Año. Estás inexplicablemente tranquilo. Dejas de pensar en todo lo que tienes que hacer y logras centrarte en disfrutar del momento. Todos comentan cosas emocionantes sobre 'El dolor de los demás'. Es una sensación extraña. Por un lado, te gusta -cómo no iba a hacerlo- que alaben lo que has escrito, pero, por otro, te resulta incómodo, como si esos halagos tuvieran el peligro de matar el libro y restarle autenticidad. Y sobre todo intimidad. Es muy curioso: escribes para compartir algo privado, pero, a la vez, temes que en un momento determinado esa historia te deje de pertenecer del todo, se vaya tan lejos que ya no la sientas como propia. Tal vez por eso has creado una especie de compuerta cerrada en tu interior y no dejas que las cosas tan hermosas que suceden con el libro se mezclen con la historia que lo originó. Al menos no esta tarde, donde finges emoción y alegría, pero mantienes la compuerta cerrada y todo se queda en la superficie.
Tras la entrega, en el patio de la universidad, charlas con todos los que se acercan. Es un momento tremendamente agradable. Después, continúas la noche con David, Leo, Rafa y Yayo. Mezclando cerveza, vino, ginebra, bourbon y whisky. Hasta el final, hasta que no hay nada abierto y tienes que volver a casa. Ahora sí, piensas, la última vez. Por eso decides regresar a Los Dolores andando. Caminas casi como un flâneur, fijándote en cada detalle. En la calle vacía, las luces azuladas del río, el rumor de las máquinas limpiando, los carteles de la curva arrugados y doblados hacia afuera... tratas de apresarlo todo, guardarlo para siempre en la memoria. Y es entonces cuando, de repente, la compuerta se abre y todo se desborda. La emoción que habías contendido durante todo el día -durante mucho más tiempo- viene de golpe. Y comienzas a llorar. Desconsolado. Decides sentarte porque ni siquiera tienes fuerza para caminar. Es la alegría, es la tristeza, es la nostalgia, es lo que se ha ido y ya no volverá, es lo que aún no ha llegado, la incertidumbre, lo que no puedes asumir y el cuerpo devuelve en forma de lágrimas. Todo a la vez.
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Cualquiera que te vea ahora pensará que eres un borracho tirado en suelo llorando de madrugada por alguna tontería inexplicable. Y tal vez tenga razón.
No tienes tiempo para la gran resaca. Temprano llega el operario del gas. Por la tarde, os ponen internet y televisión. Ya hay wifi en la nueva casa, ya es hogar.
Terminas de escribir el diario de la semana anterior. Respondes mails atrasados conectado a internet a través del móvil. Sigues introduciendo libros en cajas. Toda la mañana y toda la tarde. Y toda la noche. Libros y más cosas. Te haces trizas la espalda. Apenas duermes.
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A las siete de la mañana llega el camión de la mudanza. No sabes cómo van a bajar todas las cajas y los muebles. Te dicen que te apartes y te quedas en una esquina mirando, fascinado con el automatismo de rutinas que para ti son impensables. Con alegría y diligencia mueven cajas, estanterías, muebles y hasta el piano, como si todo fuera liviano, sabiendo en cada momento qué parte tienen que cubrir y girar. Te admira la profesionalidad. Y también la fuerza bruta. ¿Cómo es posible no morir después de un esfuerzo así? No lo sabes.
Antes de comer ya está todo en la casa nueva. Os da incluso tiempo a inaugurar la casa con una pequeña siesta. A las seis de la tarde ya has realizado prácticamente todas las funciones corporales en el nuevo hogar.
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Sales de casa y te plantas en la feria del libro en cinco minutos. En cuanto te sientas en la caseta de Los Soportales comienzas a firmar y no terminas hasta las nueve y media. Es la ocasión en que más libros has firmado. Sin apenas un minuto de descanso. Hasta que se agotan los ejemplares. No das crédito a lo que está sucediendo. Tampoco al cariño y afecto de los lectores.
Viene Raquel a recogerte y cenáis en El Churra antes de regresar a casa. Todo está al lado. Caes a la cama rendido. No extrañas la casa. Duermes de un tirón.
No encuentras la ropa que te vas a poner y te vistes con lo mismo de ayer para la firma del domingo por la mañana. Tomas una café con Santiago frente a la caseta y te preparas para aburrirte durante un buen rato. Sin embargo, como el día anterior, se agotan los libros y no cesas de saludar a lectores y amigos. Antes de volver a casa, tomas una cerveza con Sonia y Pepe y charláis sobre libros y mudanzas. Te sabe a poco y te quedas con ganas de más. Pero la casa está disparatada y no te puedes entretener.
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Después de cenar, abres la caja del ordenador y lo pones sobre la mesa del despacho. También encuentras la caja con los apuntes y los cuadernos y los sitúas en una esquina. Te quedas unos segundos mirando el escritorio y te preguntas si serás capaz de escribir algo en este espacio. Recuerdas el pasaje del libro de Kallifatides que has comenzado a leer esta semana: «La escritura está, sí, dentro de nuestra cabeza, pero también alrededor de nosotros, en las paredes y en los muebles, en el olor a café, en la luz de la lámpara. En días benditos todo es escritura, y en días malditos nada lo es». Te sientas frente al ordenador y esbozas este diario. Parece que este lugar sí escribe.
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