Despiertas con miedo. Has vuelto a soñar con una invasión zombi. Tardas unos segundos en reaccionar. Mientras desayunas, escuchas la radio y la situación es alarmante. Han comenzado los contagios en Murcia. Todos han estado en Madrid. Algunos, en ARCO. Inmediatamente te obsesionas. Es lo que faltaba a tu hipocondría. No tienes ningún síntoma y te encuentras bien. Pero no puedes dejar de pensar en el virus. Se convierte en el centro de todo.
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Intentas poner la cabeza en otro lugar y terminas de preparar la clase del taller de escritura. El conflicto y la tensión narrativa. La intriga y el suspense. No se puede ajustar mejor al momento. Entre los ejemplos de suspense y tensión está el relato de Cortázar 'Casa tomada'. Una fuerza invisible va tomando poco a poco el espacio doméstico. Aún no imaginas el modo en que ese cuento habla del presente por llegar.
Por la noche, veis un episodio de 'Project Blue Book'. Continúas con la serie ya por inercia. Y también por desconectar.
Os acostáis a las diez y media, cada uno con un libro en la mano.
Escuchas las noticias con incertidumbre. En Madrid han cerrado los colegios. La situación es más grave de lo que todos habían previsto. A Murcia la histeria aún no ha llegado. Seguís fingiendo normalidad.
A media mañana, encuentro con los integrantes del club de lectura de la ONCE. Han leído 'El dolor de los demás' mediante un dispositivo de audio y hoy lo comentáis. El encuentro te hace una ilusión especial. Te interesa saber cómo han experimentado los pasajes en los que se describen imágenes. Te emociona escuchar que han sentido la huerta, que han 'imaginado' y han 'visto' la historia.
Al terminar, te regalan unos capítulos de la novela en Braille. Nunca habías tenido en tus manos nada parecido. Pasas tus dedos por el título del libro. No entiendes nada, pero te produce una alegría inmensa.
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Por la tarde, compras varios libros en Diego Marín y, de camino a casa, te tomas una cerveza con Javi, Carmen, Martita, Aitor y Lorena. Aún no sabes que es la última vez en mucho tiempo. Y te vas antes de la cuenta porque tienes que escribir. Ahora lo lamentas.
Despiertas con tos. Por la mañana llamas al número de atención al coronavirus. Tienes tos, pero sobre todo hipocondría. Te dicen que, si no hay fiebre, no pasa nada. Que te vigiles y ya está.
Por prudencia, decides no salir de casa. Anulas la charla a la que tenías previsto asistir. Tampoco vas al gimnasio –ahora que habías empezado a tomarle de nuevo el gusto a la piscina–, ni a la cena de amigos que había convocada por la noche. Te quedas en casa solo –Raquel está con su madre– y ves el partido del Atlético de Madrid. Te alegra su victoria. Aunque no sea tu equipo.
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Antes de acostarte, vuelves a ver las noticias. Los contagios siguen creciendo. La única forma de frenar esto es quedarse en casa.
Aunque sabes que ya nadie vendrá, vas a clase esta mañana. Solo dos estudiantes. Les dices que regresen a casa y que, a partir de mañana, todo será virtual.
Ves en las noticias las imágenes de los supermercados. No te lo crees hasta que te acercas al Mercadona y lo encuentras lleno de gente histérica. Ya no queda mucho de lo que habías ido a comprar. Tampoco papel higiénico.
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Por primera vez, eres consciente de que la cosa va en serio. Comienza a parecer una película apocalíptica. Aún no te lo crees. Aún nadie se lo cree.
Continúan llegando correos anulando o aplazando las conferencias, eventos y presentaciones que tenías en las próximas semanas. Imaginas el desastre que se viene encima.
Llega la noticia: a partir del lunes, se cancelan las clases presenciales. Intentas leer, pero no puedes concentrarte. Vives con la nariz pegada a la pantalla del ordenador.
Pasas la mañana intentando hacer una videoconferencia con los estudiantes. No hay manera. Nadie sabe cómo funciona la herramienta. No estabais preparados para esto. Buscarás otro medio para la docencia virtual.
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Consejo de departamento. Sois pocos y guardáis la distancia de seguridad. Subes al despacho y te llevas los libros que crees que vas a necesitar las próximas semanas. Eres consciente de que todo se va a cerrar y de que no vais a poder regresar en tiempo.
De camino a casa, ves aún los bares abiertos. Casi nadie en las terrazas. La calle parece un desierto. La gente no se toca. Se aparta. Es el miedo. Está ganando espacio.
Es lo más parecido a una guerra. A un estado de excepción. Un momento en el que todas las prioridades se reconfiguran.
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Te siguen llegando imágenes de supermercados con estantes vacíos y de gente comprando papel higiénico. No logras entenderlo. ¿De qué salva el papel higiénico? Lo primero que se te viene a la cabeza quizá sea demasiado literal: la gente está cagada de miedo. Y quizá no sea tan descabellado. El papel higiénico es un modo de preservar la civilización, la rutina, nos aleja de nuestra animalidad, de lo más abyecto. Mientras podamos limpiarnos el culo de modo higiénico y civilizado, el mundo no se habrá desmoronado del todo.
Pedro Sánchez anuncia que se decreta el estado de alarma. Quince días de confinamiento. Todavía no lo crees.
Veis varios capítulos de 'Future Man' para desconectar. Es un disparate. Al menos os reís.
Sales temprano al supermercado y compras lo que faltaba para aguantar unos días. También papel higiénico. Ya está todo.
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En la calle se palpa la incertidumbre. Más que miedo es paranoia. Todos os miráis como si fuerais parte de algo que aún no llegáis a entender.
Eres consciente de que el mundo que salga de aquí será diferente. Llamas por teléfono. Hablas con la familia. Con la gente que quieres.
Para ti, en realidad, es un fin de semana de encierro. Como otros muchos. A lo mejor lo necesitas. Seguro que de aquí saldrán muchos diarios del encierro. Es tu oportunidad de escribir. Pero no te concentras para hacer nada, ni siquiera para leer. Continúas pegado a la pantalla leyendo noticias sobre el virus, sumergido en las redes sociales observando cómo los demás están viviendo estos momentos. Hay demasiado ruido. Demasiada histeria. Al menos, también hay humor. Es lo último que se pierde, incluso después de la esperanza.
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Te preparas para la docencia virtual. El mundo tiene que seguir, pero eres consciente de que esto es un estado de excepción. Y que a lo mejor lo más importante no es dar clase, ni que los estudiantes lean los materiales que vas a enviar. Bastante encerrados están ya para, además, estar atareados. Todo se ve de otro modo.
Sucede lo mismo con los textos y los libros que tienes a medio escribir. Pierden sentido inmediatamente. Todo lo que se mueva del presente, de lo inmediato, no funciona. Al menos, tú no puedes meterte ahí. Piensas en Wittgenstein escribiendo el 'Tractatus' en las trincheras. Para él era lo más importante, pero porque pensaba que estaba transformando el mundo. Le daba una importancia a lo que escribía que nada tiene que ver con lo que tú haces. O quizá había normalizado la guerra de un modo que aún tú no has hecho con esta situación. No sabes lo que durará, pero es posible que, dentro de unos días, todo comience a ser rutinario. El ser humano es capaz de adaptarse a cualquier situación. Convertir la excepción en la norma.
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Te acuestas a dormir una siesta. Tienes sueño, pero también es un modo de desconectar. Y sobre todo piensas que así esto sucederá más rápido. Y que al despertar tal vez todo habrá sido un mal sueño. Pero al despertar la pesadilla sigue ahí. Además, te duele la cabeza y arrecia la tos. Tienes fiebre y malestar. No puede ser, piensas. No puede ser.
Veis 'El apartamento'. Billy Wilder nunca falla. Es la película perfecta. Esta vez el cine te evade. Te emociona. Te hace reír y desconectar. Queda mucho por delante, piensas. Demasiado. Al menos os ha pillado en casa, consuelas a Raquel. Todo esto pasará, le dices. Y, al decirlo, confías en que las palabras convoquen lo real.
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