Mikel Casal

Cuidar a quien olvida

Mesa para cinco ·

Domingo, 18 de diciembre 2022, 08:22

Recuerdo que odié el diagnóstico el mismo día en el quelo conocimos: Alzheimer. Mi abuela, mi segunda madre, tenía la enfermedad del olvido.Me parecía injusto y a la vez humano. Aquella era una noticia triste y para mí, ciertamente inesperada. Quizá porque los meses ... previos a conocer el diagnóstico confiaba en que su pérdida de memoria pudiera deberse a otra cosa, una demencia senil propia de la edad o un déficit cognitivo por el estrés, ante los problemas de salud que venía sufriendo mi abuelo y el desapego familiar de mi tío el mediano.

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Creo que me aferré a esa idea porque no soportaba imaginar que mi abuela dejaría de ser mi abuela en algún momento. Ella, activa, divertida y entusiasta, llegaría un día el que perdería su autonomía, no sabría reconocerse y tampoco, entender quién yo era, qué significaba para ella. Mi pena era egoísta, pero ¿acaso no depende en gran parte nuestra vida, para bien o para mal, de la memoria de los otros?

Mi abuela iba a olvidar todas las canciones infantiles que me había enseñado, todas esas anécdotas de cuando trabajaba en la huerta y mi abuelo la seducía en esa atracción del terror, dónde había puesto la aguja y cómo se hacían los puntos del ganchillo, cómo se preparaba el cocido de Navidad y que yo nunca comía, su empeño por prepararme otro plato, que las nubes eran mis chuches favoritas y todas sus advertencias sobre por qué no debería salir a correr pasadas las diez de la noche. Perdería su identidad y también sus afectos.

Poco a poco iría olvidando a las personas que quería, esa emoción de felicidad cuando vio por primera vez a sus hijos, el nombre de cada uno de sus nietos y el amor infinito que sintió, como un flechazo, al tenerme por primera vez en brazos. La memoria es mitad brújula, mitad anclaje. Sentía que ella iba a perder el rumbo, que habría una fecha en la que se hundiría y que para entonces, no sabría hablar, no podría ni gritar socorro.

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Verdaderamente no tenía miedo a su muerte. Era consciente de su mortalidad y estaba preparada para afrontar, en un futuro, su pérdida y el duelo. Lo que me abrumaba, lo que no era capaz de manejar, era esa maldita convicción de que iba a cambiar, de que ya no sería, de que mi abuela iba a ser alguien distinto. Hoy puedo decir, no sé si con orgullo o con alivio, que me equivoqué.

A medida que avanzó la enfermedad fui comprendiendo que ella era un 'quien' y lo sería hasta el final. Como recuerda Norbert Bilbeny, el reconocido filósofo y catedrático de Ética, mi abuela seguía manteniendo su «personeidad», esto es, su naturaleza y valor de persona. Puede que estuviera perdiendo sus recuerdos, tuviera ya una personalidad distinta o fuera incapaz de llamarme por mi nombre, pero sus vivencias no podían quedar en el olvido. Cuidar a mi abuela significó conocer quién fue, qué hizo, a quién amó, qué cosas le hubiera gustado hacer y qué otras hubiera preferido no haber vivido…

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Mucha gente piensa que cuidar a una persona con Alzheimer es algo meramente asistencial y que la atención se reduce al aseo, al descanso y la comida. Yo también pensaba esto antes de vivirlo. Creía que mi abuela se iba a quedar en un rincón y que cada vez que fuera a visitarla, solo podría responder con indiferencia y conformarme con un 'Mírala, se ha hecho vieja' o '¿Qué le voy a decir? Si no tiene conciencia…'. No pasó así. No permití fallarle a ella, no quise perder nuestra conexión.

Daba igual la fase de la enfermedad, yo le hablaba de todo. Le contaba el presente y su pasado. Le decía que ahora vivía con Yulieth, su cuidadora y Angélica, que era su hija y para ella, su quinta nieta. Que tenía que estar pendiente de la cría y de que hiciera los deberes, como antes había estado pendiente de mí y de mis deberes cuando yo era chiquita. Le contaba mil movidas de antes. Mi única excepción era no recordarle nunca la muerte de mi abuelo. Si estaba nerviosa y me escuchaba, se calmaba. Parecía magia. Apenas un mes antes de dejar de comer y fallecer, mi abuela era capaz de besarme y sonreír conmigo en un selfie.

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En todo este tiempo aprendí que cuidar a quien olvida significa salvaguardar quién es, sus vivencias, su identidad. Y creo que esto solo lo puede hacer quien no falla al amor vivido y compartido. Porque detrás de la despreocupación consciente y el abandono del enfermo de Alzheimer lo que subyace es una falta total de responsabilidad y afecto. Gracias abuela por esta lección de vida.

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