Ilustración: José Merlos

Todos los cuentos del cuento (homenaje a Julio Cortazar)

Rendibú | Relatos ·

ELENA MARQUÉS

Lunes, 30 de noviembre 2020, 07:50

Hace ya casi un año que conocí a Glenda, una anciana extravagante y medio ciega a la que he cogido un gran cariño. Igual que colecciona historias (pero eso aún no lo sabéis), Glenda atesora chismes antiguos en su piso de tres dormitorios, todo exterior, precio a convenir. Le gusta ordenarlos una y otra vez en la terraza, como quien hace y deshace un tejido a la espera de alguien que no habrá de llegar mientras vigila las andanzas de sus dos nietos mellizos.

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Como casi no ve, ha aprendido a palpar todo lo que cae en sus manos, y detecta primero, con esa hábil caricia de que ha sido dotada por la madre naturaleza, la frialdad del material, su tersura, su tamaño, su inutilidad y su peso. Luego se agacha a clasificar los objetos en cajas de cartón que tiene perfectamente alineadas a sus pies, de modo que solo tiene que inclinarse un poco y dejarlos caer. La fuerza de la gravedad y una mágica contingencia hacen el resto.

El hecho de que Glenda, siendo casi ciega, vigile a los niños es, la convencen, todo un privilegio, un modo amable de cederle el lugar que le corresponde en la cadena productiva de los asuntos domésticos. Su madre, nacida en Argentina, aunque de padres italianos, nunca se integró demasiado con la familia política, que presumía de sus ancestros andaluces por ambas partes. Así que Glenda, que hasta entonces ha seguido en todo los pasos de su progenitora, se ve en la terrible y humillante obligación de arriar velas en cuestiones de orgullo, dejar los cuentos que le gustaba dictar y someterse a ciertas tradiciones antiquísimas, como la del cuidado ineludible de cada criatura que la generación en edad fértil para sin esfuerzo. Eso me cuenta.

Los mellizos, por su parte, se entretienen mucho reinventando recetas de pasteles. Les gusta innovar y añaden a la masa cualquier tipo de insecto que pueda camuflarse con facilidad. Las larvas, por ejemplo, son especialmente aptas para la repostería, pues su movilidad es casi nula, y ni siquiera Glenda las distingue en lo informe del pastel recién horneado.

Pero aún no he contado cómo la conocí.

Una mañana, el más alto de los mellizos decidió gastarme una broma y, al verme pasar por la acera con un ramo de flores (posiblemente pensaba que había quedado con una novia reciente), me llamó con un gesto, y yo, que he sido educado en los principios de la diplomacia, me paré a escuchar la propuesta del rapaz, que no era otra que cuidar de su abuela mientras ellos se arrellanaban en las escaleras del edificio en busca de tontas aventuras.

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Al principio no las tenía todas conmigo. (¿Se dice así?). Nada me obligaba a quedarme, nada me impedía huir. Pero entonces no existiría Glenda. Además, los mellizos me ofrecían un primoroso desayuno de dulces con insectos que no me atreví a rechazar.

Cuando los niños se marcharon, Glenda me preguntó con una voz que me resultó fantasmagórica:

—¿Cómo te llamas, hijo?

La verdad es que no había sido lo suficientemente precavido como para preguntar al niño a qué nombre debía responder si quería hacerme pasar por él. Aunque, por muy chocha que esté la anciana, cavilé, seguro que es capaz de distinguir entre los miembros de su propia estirpe. Así que a punto estuve de salir corriendo.

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—No es la primera vez que mis nietos buscan quien me acompañe en estas mañanas eternas. En realidad, solo quiero alguien que atienda a mis historias con migalas y a esos encuentros con Alina Reyes sobre el puente para hacer palíndromos.

A mí, escritor en barbecho, que solo salía de casa para fingir accidentes y alargar a mi sobrina hasta la escuela, y ahora, en vacaciones, a cumplir con algún encargo y a llevar flores a mi madre para ver si lograba cambiar su opinión sobre mí, todas esas referencias cortazarianas me parecieron excesivas para una mujer que ideé de pocas luces y menos cultura, pero, en cualquier caso, no me disgustaba la idea de quedarme a ver qué ocurría a continuación. De mi padre he heredado la fragilidad de carácter, y de mi madre tengo presente el respeto reverencial por las palabras y por los mayores, de quienes siempre se podrán aprender cosas nuevas o, por el contrario, realmente antiguas, y por ello mucho más interesantes. Así que, siguiéndole el juego, le dije que respondía al nombre de Julio. Ella asintió como si esperara la respuesta.

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Ese día, Glenda me contó, casi sin respirar, como encontró un mensaje de suicidio en el bolsillo de un viajero del metro por una estupidez de itinerarios; me habló sobre el arrebato provocado por la quinta sinfonía de Beethoven en un teatro florentino; y sobre las amistades creadas en un viaje hacia el sur a consecuencia de un atasco inesperadamente útil; y, como ya se hacía tarde (debía preparar el almuerzo, y dormir la siesta, y permanecer mirando el techo analizando la reverberación de la luz en su superficie), me citó para el día siguiente, si lo tenía a bien, pues había encontrado un magnífico perseguidor de su voz y sus deseos.

Así que me despedí no sin antes comprobar que los mellizos ya entraban por la puerta, casi sin decir hola, y, con una diabólica mirada que me vi incapaz de interpretar, se excusaban diciendo que solo habían salido un momento a la calle para asistir a un futuro accidente.

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La mañana siguiente, según lo convenido, llegué por la misma esquina por la que aparecí el día anterior, en esta ocasión sin ramo de flores que regalar a mi madre, y, ya sin pedir permiso, subí a ver a Glenda mientras los mellizos se escabullían dejando a mano la consabida bandeja de pasteles infectos.

Esta vez Glenda no solo me dio las instrucciones pertinentes para llorar y subir una escalera, acciones que pueden, si se da el caso, simultanearse sin demasiada dificultad, sino que luego captó mi atención contándome como su abuela Irene fue expulsada de su propia casa sin saber muy bien por qué y a continuación se vio ahogada en su propio pulóver. Nada digno de interés si no fuera por el modo que tiene de contar las cosas. Un modo que envidio profundamente porque quiero dedicarme a este oficio pero no me concentro. Ya lo dice mi madre. «Este niño tiene algo malo. Siempre está en Babia».

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Acabado el tiempo, y viendo aparecer las dos figurillas por la esquina de la terraza por la que un rato antes se desvanecieran, me despedí hasta el día siguiente, y así durante todo el verano. Solo cambiaba de un modo imperceptible la minúscula fauna que poblaba los pasteles, aquel bestiario informe y raramente exquisito que los niños seleccionaban sin atender a las posibles consecuencias gástricas que a la larga pudieran provocar.

Pasó el verano y, a falta de ocupación mejor, continué mis visitas a Glenda. El padre de los mellizos, con el que coincidí un día (había venido a repartir publicidad para ver si lograba vender el piso), me mira como a un intruso. Teme que esta extraña amistad haga a su madre cambiar el testamento. La mujer es imaginativa y caprichosa, y esos mimos ajenos le resultan al hombre muy extraños. Yo me limito a sonreír y a comentarle lo mucho que crecen los niños, lo tranquila que es la calle, las ventajas de tener una escuela tan cerca.

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La mañana del día 23 de noviembre me dirijo a la calle Génova deseoso de una nueva historia que ya tengo prometida. Algo me ha adelantado Glenda sobre una isla y una ceremonia a la que llaman la guerra florida. Pero, al llegar al cruce, compruebo que en la terraza no hay nadie. Que solo se distinguen las cajas de cartón, por las que asoman dos libros deshojados y un muñeco mecánico sin cabeza. No se intuye tampoco a ninguno de los mellizos. Me quedo completamente desolado y me doy la vuelta. Posiblemente Glenda está enferma, me digo, pues ya tiene cierta edad. O los niños han sido por fin castigados y no es precisa su vigilancia.

Así que me marcho, y por el camino voy pensando sobre la conveniencia de volver al día siguiente. En ese momento no puedo imaginar que dentro de la casa se celebra una fiesta con tarta y despliegue de encajes y perfumes y libros de cuentos y de poesía. Que es el cumpleaños de Glenda y que ha acudido toda la familia y que nadie me ha avisado.

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Aunque, claro, por mucho que yo lo intente, por mucho que adopte los gestos de aquel hijo con vocación de agente inmobiliario, no formo, no formaré nunca parte de ellos.

Sin embargo, me repongo rápidamente del disgusto al encontrarme con una agradable sorpresa al llegar a casa de mis padres, quienes, en un arrebato impredecible que ahora achaco a una orden del destino, me han comprado una hermosa motocicleta de segunda mano con la que podré acercarme todas las mañanas a llevar a mi sobrina al colegio.

Así que, al día siguiente, a las ocho y media, me encabalgo sobre el vehículo rumbo a la calle Venecia, donde debo recoger a la niña de mi hermano y depositarla en su centro escolar. De paso confío en mostrarle a Glenda la maravilla del motor. Recorro la calle pensando en el asombro que voy a provocar en la anciana, a la que le bromearé sobre si darle un paseo montada a la grupa. Pero entonces veo que una familia se lanza sin mirar a las líneas blancas, desgastadas por el tráfico, de un paso de peatones, y siento el golpe de un coche (un diminuto Fiat, pero me embiste como si fuera un tren de mercancías) y me resbalo con la lluvia nocturna y la larga grieta que recorre la calle y lanzo un ay mientras siento la pierna atrapada sobre el asfalto...

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Solo me da tiempo a planear que, en cuanto salga de esa noche boca arriba, reescribiré con tesón los cuentos de esta fantástica mujer olvidadiza.

Ni por asomo pienso que puede haber llegado el final del juego.

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