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Los veranos de mi niñez y mi juventud transcurrieron felices en la Torrevieja de los años ochenta, así que el escenario de algunos de los ... maravillosos momentos vividos en aquella época es un lugar de calles muy anchas donde las casas más antiguas eran sobrias, tenían una sola planta y lucían en sus fachadas grandes ventanales que llegaban hasta el suelo.
Ya entonces recuerdo que recibí una explicación a la presencia de esos viales tan desahogados y luminosos. Torrevieja fue una de las poblaciones más afectadas por el gran terremoto del 21 de marzo de 1829 que devastó el sur de Alicante y su reconstrucción supuso un cambio drástico en la configuración del tejido urbano tradicional para impedir nuevas tragedias.
Más tarde, siendo ya arquitecta, he tenido la oportunidad de profundizar algo en aquellos cómos y porqués. El caso es que inmediatamente después de la catástrofe que destruyó totalmente varias poblaciones, se activó un proceso de recuperación que comenzó con un exhaustivo estudio de las causas que habían provocado los dramáticos daños materiales y, sobre todo, una enorme cantidad de víctimas.
Este análisis se extendió desde la escala territorial hasta la constructiva. ¿Estaban bien ubicadas las poblaciones? ¿Cuáles fueron las situaciones urbanas más nocivas? ¿Cómo eran los escasos edificios que se mantuvieron en pie? De todo ello se concluyó que Guardamar y Benejúzar debían cambiar de ubicación para disminuir su vulnerabilidad frente a los desastres naturales, no solo el sismo sino también las inundaciones que padecían cíclicamente, mientras que Torrevieja y Almoradí serían reconstruidas por completo siguiendo unas pautas dimensionales, constructivas e incluso estéticas que disminuyeran su fragilidad y la inseguridad de las personas en caso de un nuevo episodio sísmico. De aquí surgiría esa morfología que de alguna forma había llamado siempre mi atención; Una trama rectilínea de calles amplias y plazas sucesivas en las que se construyeron viviendas cúbicas y austeras, pues el desprendimiento de cornisas y ornamentos había provocado numerosas víctimas, y que se elevaban una sola planta para no obstruir la vía pública en caso de derrumbe. Además, la distribución de las casas debía permitir la evacuación rápida por todos los huecos de fachada y ofrecer dos vías de escape a través de un pasillo ancho que conectaba las estancias, tanto con la calle como con los patios traseros, ofreciendo así otro espacio exterior seguro en el interior de las manzanas.
Refrescando estos datos me he encontrado también con las dificultades a las que se enfrentó en su día toda esta estrategia, por ejemplo, las resistencias a la austeridad de las clases más prósperas o las dificultades económicas para afrontar la construcción de viviendas de tamaños generosos y sistemas constructivos sólidos. Aun así, esta configuración se llevó a cabo y definió el carácter formal del municipio durante casi 150 años, hasta que la presión turística comenzó a colmatar los espacios seguros, a densificar la trama aumentando las alturas de los edificios y a diversificar las fachadas con elementos decorativos y voladizos, para los que solo nos queda esperar que hayan cumplido las normativas sismorresistentes de la edificación y que eso sea suficiente.
He traído todo esto a nuestra mesa porque el dramático episodio de la reciente DANA en Valencia me ha hecho reflexionar sobre cómo en las últimas décadas se ha ordenado la construcción de espaldas a las amenazas confiando, en el mejor de los casos, en nuestras capacidades técnicas y tecnológicas: previsiones cada vez más fiables, sistemas de alarma masivos (muy útiles cuando se usan correctamente), obras de ingeniería con las que retener unas avenidas que los expertos anuncian cada vez más frecuentes y descomunales, incluso con normativas y documentos técnicos que proponen, por ejemplo, abordar la construcción de los edificios con métodos propios de puentes y viaductos. Pero, cuando los problemas de seguridad frente a las catástrofes naturales se plantean desde el punto de vista de la ordenación del territorio y el urbanismo surgen las controversias y por eso necesitamos de fuertes voluntades políticas, sensibles al bien común e inmunes a las presiones codiciosas, que sean capaces de abordar planteamientos espaciales inteligentes e incluso drásticos con los que afrontar las vulnerabilidades, salvar vidas y minimizar las tragedias.
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Fernando López Hernández
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