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Si a Éric Rohmer le hicieron falta seis películas para contarnos sus cuentos morales, a nuestro estimulante Rodrigo Cortés le ha bastado con una para plantarnos (y plantearnos) su parábola inmoral en 'Escape'. Se abre con una versión deconstruida de la obertura de '2001, una ... odisea en el espacio' (1968), mil veces escuchada pero que suena de forma diferente e interferida, algo que sucede a lo largo del visionado de este film que creemos equivocadamente haber visto ya, pero que resulta agénero, inclasificable y de rima asonante.
En ese juego reside la originalidad de la historia (ser novedoso no es siempre un halago), sobre un hombre con evidentes trastornos mentales que todo el mundo diagnostica pero que nadie trata. Un ser que como autocastigo quiere que le amputen el libre albedrío como si fuera un protohéroe nietzscheano con moral de esclavo.
De esa renuncia a vivir es testigo una luminosa hermana interpretada por la excelente Anna Castillo, que es el único nexo con la realidad de su protagonista, encarnado por un Mario Casas adusto, un tipo incapaz de nadar hacia la superficie, arrastrado al fondo por los pesos de la conciencia y el perdón no concedido (como el Eastwood de 'Million Dollar Baby').
Casas (que debe tener obligación contractual de enseñar abdominales en sus trabajos), hace esfuerzos denodados para parir una gran actuación, pero sus tics a lo 'Rain Man' (1988), sus ojos a los Jack Nicholson y sus TOC de 'Monk' son sumas que al final restan, no logrando una interpretación convincente ni consiguiendo epatar con el espectador como sí lo hacía el abstraído Mr. Chance, otro hombre fuera del siglo.
La narración sincopada es una forma de hacer al espectador partícipe de la descompresión mental del protagonista. Es lo buscado por Cortés que, además de dirigir, firma un guión que adapta, con más liberalidad que la que encontramos en una casa de latrocinio, la novela del murciano Enrique Rubio. Un libro con rasgos biográficos sobre la supervivencia de un hombre con Asperger y trastornos compulsivos, que aquí se transforma en una especie de yincana para que N (el protagonista, que cambia de nombre en un par de ocasiones) consiga entrar en la cárcel, siendo esa la parte más conseguida del largometraje.
Cuando N (o cómo se llame) logra su objetivo la película se ralentiza, las situaciones se alargan, y hasta la presencia de la excelente Blanca Portillo tiene el resultado de un implante de pelo turco. Aunque los cinéfilos gozamos de todas las referencias al cine carcelario (el póster que oculta el túnel de 'Cadena perpetua', el berlanguiano motín de 'Todos a la cárcel'), en este tramo la cinta transita de lo atrevido a lo caótico, perdiendo el norte, la brújula y el GPS, especialmente con un final que no sabe acabar.
La producción de Martin Scorsese de esta comedía negrísima es un salvoconducto para experimentar (y una excusa para sentirte que no sabes de cine si no te gusta). Lo bueno es el surrealismo mihurista, sin la bondad de don Miguel, que rezuma todo el relato. Los momentos mejores vienen de la mano de las sobreactuaciones de gente como Josep María Pou, Juanjo Puigcorbe o José Sacristán de juez (las escenas del tribunal kafkiano que preside son impagables).
Es refrescante la capacidad que demuestra el director de mostrarnos la realidad en la que vivimos desde fuera, como si nos convirtiéramos en un cuerpo astral observando un mundo que se revela tan absurdo como lo aprecia el autodestructivo protagonista. Tras la maravillosa 'El amor en su lugar' (2021), donde Cortés daba lo mejor de sí mismo, se esperaba algo menos irregular que este trabajo en el que no sabes si te hacen padecer una broma o eres partícipe de ella. El producto es un puzle que no encaja, pero no porque le falte una pieza, sino porque son piezas de puzles distintos. Así nos sentimos como N, que quizás (lo dicho) es lo que buscan.
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