
El martes no hubo crucero en Cartagena, así que la ausencia de bullicio acompasaba a dos películas que hoy vivisecciono, de esas que discurren por ... aguas mansas pero que de vez en cuando te sorprenden con unos rápidos.
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En la japonesa 'El mal no existe' chocamos con las piedras en una conclusión confusa y violenta, nada coherente con el resto del film. Una historia que enfrenta a la ciudad con el campo cuando unos urbanitas pretenden montar un camping para pijipis en un monte, perturbando a la comunidad que vive en él, pero sin caer en el estereotipo ni del buen salvaje ni del depredador urbano.
El director de 'Drive my car', Ryüsuke Hamaguchi, cambia aquí totalmente el tono con un canto, sin mitificar, a favor de la naturaleza, de la que quiere que el espectador se enamore. Por eso se toma su tiempo en entrar en la historia, se entretiene en enseñarnos los árboles, los animales, la relación de los humanos con ese entorno amenazado (incluidos absurdos contrapicados hacia el cielo entre las copas).
Hamaguchi no es neutral, por eso juzga la ciudad que mueve los hilos 'in absentia'. Pero tampoco es complaciente con el campo. Refleja el bosque como refugio y como trampa, una Arcadia en la que el mal está presente, incluida la muerte. Los personajes están bien construidos y mejor presentados, con leves brochazos que se dan en encuadres amplios y fijos, acompañados de diálogos precisos como un bisturí.
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En la lituana 'Slow' ese enrarecimiento del que os hablaba se produce cada vez que hay un encuentro carnal entre su vivaz protagonista, alérgica a las relaciones, y el asexual chico del que se enamora. Es el fresco de una pareja desigual, en la que él tiene una 'L' en relaciones y ella es piloto de Fórmula 1 (y no se conforma con el Satisfyer). Aquí no es el chocolate el sustituto del sexo, sino el baile, filmado como un coito en reveladores primeros planos. Sensualidad y sexualidad tratados con fotografía granulosa para otorgar más naturalismo a una película que empieza como cualquier romance, y acaba como la mayoría de las parejas. Nos pasamos la película esperando que la pecadora recaiga, y el director hace que compartamos la duda permanente que anida en el chico pues nunca nos enseña a ella siendo del todo infiel. Pero la película no va de eso, ni de cómo el amor puede redimir, ni siquiera de si el amor no es suficiente, sino de la pregunta que se hacen los protagonistas: «Yo también te quiero, ¿y de qué sirve?».
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