Estoy cenando con A., una arquitecta guapa, responsable y de conversación inteligente. Estamos cenando sushi en uno de esos sitios de sushi a los que suelo llevar a las arquitectas guapas, responsables y de conversación inteligente. Está cenando A. conmigo hasta que se dé cuenta ... de que la única persona guapa, responsable y de conversación inteligente que hay en la mesa es ella. Pero eso es otra historia. A. me habla de su trabajo, de sus inventos, y de cómo usa la IA en su despacho de arquitectura.
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Recibo un mensaje de J. Mi amigo J. es una de esas personas emprendedoras, director de 'startups', viajero y noctámbulo que parecen dominar el mundo desde la sombra. En su mensaje me ofrece cinco canciones hechas por una IA (Suno) que compone al instante con la simple petición de «hazme una canción sobre un perro que se llama X y al que le gusta el techno».
El resultado es tan convincente como alarmante. Yo no me alarmo. Yo hago canciones porque necesito comunicarme con el mundo. No tengo miedo.
Conocí a A. en una boda, la edad en una boda es como una especie de embudo, uno va creciendo y la selección natural haciendo su trabajo hasta que en cada convite, con solo preguntar «quiénes son los solteros de esta boda» se podría hacer una predicción bastante fiable de lo que va a pasar cuando se abra la barra libre. La IA lo clavaría seguro.
Las amigas de la novia, entre las que está A., se fueron a hacer cerámica a Agost, un pueblecito cerca de Alicante. Bromeo sobre la conocidísima cerámica de Agost y ella me cuenta que había reservado una sesión de torno. Vas a Agost, te tomas un vino, entras a los talleres de los viejos ceramistas y ellos te enseñan a hacerte una vasija, un florero, o un lapicero de arcilla. Usas el torno, hablas de 'Ghost', y entre risa y risa te llenas las manos de barro y esos señores, los ceramistas, se quedan contentos y se llevan su dinero.
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Porque la famosísima cerámica de Agost ya no tiene mercado.
Mi amigo J. le pide a la IA que además de la canción del perro al que le gusta el techno, le haga algo más latino, más español, a ver qué hace, y me envía un tema sobre 'X José', el perro del sur que toca la guitarra y pasea su alegría por las calles de Andalucía al son de las castañuelas. El resultado es otra vez envidiable y desconcertante. Yo seguiré haciendo canciones, pero la empresa que necesite música para sus anuncios, o para sus negocios, o para cualquier tipo de evento comercial, no va a necesitar a los músicos.
Agost es un pequeño pueblo que vive de la fama de su cerámica que nadie compra, así que, como un pequeño zoo antropológico, tú puedes ir con tus amigas a emborracharte y pasear por las calles alicantinas, tomar el sol, echar un bocado, y sonreírle a esos viajes señores de camisa azul a rayas y pantalón marrón que con sus dedos agrietados como trozos de tierra te muestran, como en una vitrina del museo arqueológico nacional, cómo se hace eso de crear recipientes.
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Yo sigo cenando sushi riquísimo en el sitio de los sushis riquísimos y J. sigue enviando canciones a las que no hago caso, y A. me siga contando inventos futuros a los que presto galante atención.
Nadie necesita la cerámica de Agost. Nadie necesita mi música. Pero tal vez en un futuro yo esté en una vitrina de un pueblo, con una guitarra, un piano y un ordenador, enseñándole a unas chicas fantásticas cómo se hacían las canciones a principios del S. XXI, cuando todavía se confiaba en los seres humanos para hacer cosas que las máquinas aún no hacían mejor.
Resulta que A. tiene una impresora 3D y se hace las vasijas ella sola. La máquina las hace sola. Y yo hago canciones, pero si alguien quiere una canción es mejor que llame a Suno.
Dicho esto, y sabiendo como sé, que el futuro nos depara algo similar a ser 'los ceramistas de Agost' de la música, solo quiero deciros que A., después de emborracharse con sus amigas al sol de las calles alicantinas del pequeño pueblo, al final decidió no ir al curso de cerámica, así que aquel señor, que soy yo en el futuro, siguió solo dándole al torno, perfilando otro florero precioso que, al parecer, nadie necesitaba, y a nadie le importaba un carajo.
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Quiero pensar que ese ceramista, como yo, siempre hemos sido y seremos felices haciendo lo que hacemos, le importe un carajo a quien le importe.
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