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Suele decirse que el fracaso no debe ser visto como un problema sino como una experiencia que puede motivar nuevas oportunidades. Algunas voces incluso sostienen que saber fracasar es un arte, pues más allá del dolor que provoca, puede ser el motor para el crecimiento ... personal. No quiero negar tal cuestión, al menos no en términos rotundos; pero sí desmontar esta confianza ciega de que fracasar nos hace, como por arte de magia, mejores. Afrontar el fracaso requiere de una educación y una actitud consciente sobre la vida, los cambios y nuestra identidad, la cual está en continua interrelación con los otros. Cuando en nuestra mochila personal no hay herramientas que nos protejan o nos salven de la insatisfacción y la frustración, difícilmente podremos soportar con buen ánimo y con perspectiva nuestros fracasos y el impacto que los mismos tienen en quienes nos rodean.
Con estas palabras, no quiero poner el foco exclusivamente en el individuo. Cuando las sociedades se polarizan, también conviene hablar de fracaso. Los debates que actualmente marcan la agenda política como la consolidación del Estado de derecho, el impacto de la ley del 'solo sí es sí' o los posibles efectos de la ley trans en la salud, el desarrollo de la infancia y la atención sanitaria se están ejerciendo en un escenario completamente obtuso, marcado por el prejuicio, el interés electoralista y por supuesto, el autoritarismo moral.
Es más que evidente la polarización, pero conviene no perder de vista otro de los males que amenaza nuestras libertades y derechos civiles. Muchos de los avances sociales que nos quedan por delante, como la igualdad real y efectiva (y no solamente legal) entre mujeres y hombres, el reconocimiento de los derechos humanos (y laborales) de las trabajadoras sexuales o los derechos de las minorías sexuales (incluido el derecho de los hombres trans a ser padres o el de los hombres gays a formar una familia a través de las técnicas de reproducción asistida, como es el caso de la gestación subrogada), se discuten en el dogma, la exageración y el desprecio al conocimiento.
Si bien una de las grandes conquistas de nuestra sociedad fue el reconocimiento de la dignidad de todas las personas a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, ahora atravesamos un momento agrio y desolador. La dignidad de las personas en el día a día, en la vida cotidiana, se encuentra en entredicho: los polarizadores profesionales, vendidos al electoralismo salvaje y los medios de masas, han fragmentado la conciencia de la ciudadanía. Nos han vaciado de empatía y capacidad crítica. El resultado es una sociedad donde el derecho a la dignidad se presenta como una lucha de poder: nosotros contra los otros. ¿Es este daño irreparable? ¿Ha desplazado este efecto la responsabilidad que los líderes deben asumir en sus discursos y decisiones políticas? ¿Puede este fracaso inspirar una vía común más solidaria, tolerante, al margen de falsos ídolos y alejada de este creciente espejismo intelectual?
La mayoría de avances en derechos humanos ponen patas arriba nuestras estructuras sociales y en consecuencia, muchas de nuestras creencias morales. Nadie dijo que la transición hacia una sociedad más igualitaria o la ruptura con los mandatos de género fuera fácil. Sin embargo, en esa transición me alarma la proliferación de normativas mal redactadas, que aluden a teorías exentas de aval empírico o técnico, de terminologías que se basan meramente en el activismo social y que prescinden de un fundamento ético, compatible con las garantías científicas y legislativas. ¿De qué sirve la libertad cuando se ejerce sin conocimiento?
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