El periodista y escritor Antonio Lucas, en Cieza con un coche que adquirió hace años y que cuida como a una auténtica joya.Enrique Martínez Bueso
Escritor y periodista
Antonio Lucas: «Mi padre, como un King Kong, podía caminar por la calle apartando gente y fachadas a la vez»
Conversaciones de otoño ·
«Yo soy muy vital, mucho, pero lo soy precisamente por miedo a la tristeza», asegura el también autor de la novela 'Buena mar'(Alfaguara), que ha asistido esta semana en Cieza a la inauguración de la exposición 'Retornos de lo vivo lejano', con la que se le rinde homenaje a su padre, el pintor, escultor y escenógrafo José Lucas
No es mal elogio el que sigue. «En el ser de Antonio Lucas se concentra una capacidad inmensa, como el mar, de sabiduría. Un conocimiento ... inaudito de lo mejor y lo peor del ser humano y de sus creaciones, lo que llamamos cultura, y una capacidad de análisis que debería haberle convertido en un campeón del cinismo, de tanto como es capaz de ver». Lo dice para esta entrevista quien mejor le conoce, su compañera de vida y principal estímulo, la periodista y escritora Lara Siscar, de quien él sigue enamorado como el segundo día (lo del primero quizá sería excesivo decirlo). Lucas (Madrid, 1975), periodista y poeta de prestigio, premiado, admirado, respetado, acumula amigos fieles y un sinfín de vivencias privilegiadas, pero hay algo que Siscar destaca como lo más extraño en él: «Su natural amor por los demás, por el ser humano social, que le aleja del cínico al que, por esa extrema capacidad de ver, estaba destinado a ser». Y, así, precisa la comunicadora, «esa hipersensibilidad a la luz del conocimiento o a la sombra de la estupidez, que a otros condenaría al desapego, él la vuelca en sus poemas, en sus escritos, protegiendo así un reducto para la alegría en el corto camino que es la vida». Qué cierto es: «No todos los que saben tanto supieron hacer eso».
Estos días, el también autor de la novela 'Buena mar'(Alfaguara) ha asistido en Cieza a la inauguración de la exposición 'Retornos de lo vivo lejano', con la que se le rinde homenaje a su padre, el pintor, escultor y escenógrafo José Lucas, en el primer aniversario de su fallecimiento.
El –él sí– irrepetible creador falleció en octubre de 2023 a los 77 años de edad. La exposición, organizada por la galería Efe Serrano en colaboración con el Ayuntamiento ciezano, está comisariada, con extraordinario mimo y entrega, por María Lucas. La última gran alegría del artista en vida fue conocer que este periódico donó una de sus obras, 'Primavera', que ilustró la serie de homenaje al Suplemento Literario de LA VERDAD, a la Caja de las Letras del Instituto Cervantes. ¡Era un estallido permanente! Dice el primer verso del poema 'Oración' de su hijo: «Quien te ama te inventa, sin saber que lo hace». Un poema que vive en 'Los desnudos' (Visor), la obra de madurez con la que ganó el XXII Premio de Poesía Generación del 27. Uno de esos poemarios suyos que se leen con el gozo de unos danzantes en el bosque.
–¿Qué son los padres?
–Esa especie de cuarto de juegos que, a veces, provoca entusiasmos formidables y, otras veces, pequeñas pesadillas. Los padres son esa especie de jardín que uno tiene que mantener siempre vivo porque el día que se seca, se secan muchas cosas de uno mismo. Con los padres hay que emplear la mejor técnica de riego posible.
–¿Cómo era su padre, cómo era José Lucas?
–Lo conocía usted casi mejor que yo... El mío era un padre de una voracidad vital extraordinaria, un tipo de una curiosidad infinita, tremendamente impetuoso, un magma permanente que iba abonando todo lo que tocaba. Y abonaba tanto acuerdos como desacuerdos. Un tipo realmente muy inteligente, y también muy caprichoso, que se distinguía por tener una cierta idea de la justicia muy bien marcada. Mi padre nunca creyó en el punto final, era más del punto y seguido y de los puntos suspensivos.
«Mi madre se levanta todos los días y estrena el mundo, porque no sabe que el mundo que está viendo es el mundo que vio ayer»
–¿Se llegó a sentir desbordado por él, necesitado de poner cierta distancia?
–Todos los días [ríe]. Era una presa que todos los días abría una vía de agua, con todo lo que eso supone; una presa que todos los días se desbordaba un rato, porque él no sabía vivir de otra manera. Él no sabía vivir en un cauce sereno, tenía que vivir siempre con una marejada, tanto en los días tranquilos como en los que no. Mi padre nunca te anulaba, pero es verdad que marcaba mucho el ritmo de las cosas, el ritmo de la vida, porque te iba contagiando su propia curiosidad, su entusiasmo, su inconformismo, su inagotable pasión... No era un hombre de pulsación equilibrada, y sí de mucho apetito por su pintura y sus lecturas. Cierto que tenía esa condición arrolladora, ese pasar por un lugar e ir moviendo los árboles; como un King Kong, podía caminar por la calle apartando gente y fachadas a la vez, pero al mismo tiempo dejaba un surco del que casi siempre se podía obtener alguna buena enseñanza.
Desafiante(s)
–¿Cómo se defendía de él?
–Nosotros discutíamos mucho, teníamos discusiones muy intensas, y muchas veces fructíferas. Uno se defiende del propio padre, probablemente, desafiándole un poco. Mi padre era un hombre al que le gustaba que le desafiaran, al mismo tiempo que él era tremendamente desafiante.
–¿Cómo es ahora su vida sin él?
–El hueco que ha dejado su ausencia está ahí, pero es cierto que él, siendo tan hipocondríaco como era, tuvo una muy buena manera de educarnos frente a lo que antes o después iba a pasar: que un día dejaría de estar. Lo que pasa es que sucedió de una manera tan fulgurante que no nos lo esperábamos; él siempre nos dejó claro que el día que llegase la muerte había que afrontarla sin dramas. Cuando ya estaba muy mal en el hospital, recuerdo que en sus últimos momentos de lucidez, antes de la sedación, me dijo: «Cuando esto acabe no quiero dramas, no quiero circos, no quiero teatros..., lo hemos hablado muchas veces. Así es que cuando me llevéis allí [a Cieza, en cuyo cementerio descansan sus cenizas], tú para en el restaurante Juanito, tómate un pepito de ternera y luego tira mis cenizas por el váter. Eso no lo hice, aunque tentado estuve de arrojar una cucharadita para cumplir al menos con un 1% de sus deseos. Es verdad que vivir sin él cuesta, sin alguien cuya energía lo dominaba todo. Pero mi hermana María y yo somos ya adultos, nos han dejado bien armados para la vida y él no quería que estuviésemos viviendo en una especie de luto permanente. A veces es extraño...; cuando hemos tenido que ir tras su muerte a sus estudios [en Madrid, Cieza y Mazarrón], hemos comprobado que en el ambiente se respiraba como una música amable que te acogía, te hacía sentir bien.
Antonio Lucas en Cieza a bordo del Seat 600.
Enrique Martínez Bueso
–¿No se ha derrumbado, no ha sentido por ejemplo rabia?
–Yo soy muy vital, mucho, pero lo soy precisamente por miedo a la tristeza. No he vivido en un entorno triste, pero sí tengo amigos cercanos, gente a la que quiero mucho, que han tenido vocaciones de tristeza. Y a mí la vocación de tristeza me genera mucha angustia porque sospecho que cuando uno está triste deja de mirar al mundo para mirarse, demasiado, los poros de la piel. Por eso creo que, a pesar de haber vivido situaciones muy complejas y paralizantes en los últimos años, me agarro a un suelo vital, que es herencia de mi padre, que está compuesto de muchos ingredientes y herramientas, como las buenas lecturas, los buenos amigos, las conversaciones inteligentes, el arte... Yo hago siempre todo lo posible para que no se me agríe la sopa. Soy un tipo jovial, vital, incluso diría que también simpático, pero un simpático a media jornada. Llega un momento en el que ya no tengo ninguna gana de sonreír.
«Los padres son esa especie de jardín que uno tiene que mantener siempre vivo porque el día que se seca, se secan muchas cosas de uno mismo»
–¿Y su madre?
–Mi madre es, a mis 48 años, una experiencia extraordinaria e inédita. La madre que yo tenía no es la madre con la que yo ahora convivo. Yo tenía una madre que era divertida, viajera, una mujer que tenía su vida tremendamente independiente, y ahora digamos que, aunque conserva el aroma de lo que fue, al no tener sus capacidades lógicas tiene más actitudes de niña que de mujer. Ahora soy yo el que le insiste para que coma, el que la coge de la mano para dar un paseo por el río, cuando vengo a Cieza, y le va explicando las cosas que vemos...; ahora entiendo al niño que fui viendo a la niña que ha empezado a ser mi madre. Yo no tengo hijos, nunca he criado a niños..., todo esto está siendo un proceso muy singular. Vive en un estadio tremendamente hermoso, no hay droga en el mundo que pueda equipararse al estado límbico en el que mi madre vive. Para ella no existe la tristeza, no existen las emociones oscuras, todo es sonrisa, todo es alegría, todo es asombro. Se levanta todos los días y estrena el mundo, porque no sabe que el mundo que está viendo es el mundo que vio ayer.
Ingenuidad
Cuenta Antonio Lucas: «Estoy apuntando muchas frases que le escucho decir, frases con asociaciones verbales que son absolutamente insólitas. Ayer [el pasado jueves] me dijo una cosa que es preciosa: «Hoy me han dado tantos besos que ya no me queda sitio en la cara». Lo podía haber escrito perfectamente Ramón Gómez de la Serna [sonríe]. Vive con una enorme ingenuidad y una enorme alegría, la alegría de que quien ya no siente peligro. Mi madre ya no siente peligro por nada, podría estar cruzando la calle con los ojos vendados y no sentiría miedo. Vivir todo esto es muy sobrecogedor para un hijo... Después de su derrame cerebral, de su proceso de coma y de su despertar del coma, nadie sabía cómo iba a salir. Podría haber sido un despertar triste, incluso violento, pero fue todo lo contrario; fue el despertar más arcádico que yo he visto en mi vida. Recuerdo que cuando estábamos en la maravillosa clínica de rehabilitación neurológica llamada Clínica San José, a veces se quedaba mirando una jaula inmensa que había con canarios y otros pájaros. A mí me daba la sensación de que ella se sentía, en ese momento, una mujer que estaba en plena jungla alucinando con todos aquellos sonidos. Estar a su lado viendo cómo redescubre un mundo que se le ha olvidado está siendo una experiencia brutal.
«Lo mejor de todo es no tener que sonrojarte por casi nada, no tener motivos para sonrojarte ni ante los demás, ni ante ti mismo»
–¿Ha dado por cerrado el capítulo de ser usted padre?
–Sí, claro, ¡imagínese ahora, a mi edad y con escoliosis! [Ríe]. Tanto mi mujer, Lara, como yo decidimos muy conscientemente no tener hijos.
–¿Y usted mismo cómo era de crío?
–Pues inquieto, tremendamente curioso y tremendamente incordiante; y, además, siendo muy sociable como era, tenía tendencia a mantener siempre algunos espacios de soledad. Era un crío que jugaba mucho con mis amigos y todo este jaleo, pero cuando de repente se me cruzaba el cable, necesitaba apartarme. Recuerdo que tenía un balón de reglamento estupendo que me regalaron mis padres, a mí que no sabía jugar al fútbol ni tampoco me interesaba mucho aprender, y que cuando empezaban los partidos y yo veía que aquello no iba conmigo, les dejaba el balón en préstamo y yo me iba.
–¿Lo mejor de todo qué es?
–Lo mejor de todo, al menos como aspiración, es no tener que sonrojarte por casi nada, no tener motivos para sonrojarte ni ante los demás, ni ante ti mismo. Por lo demás, hay que tirar millas sabiendo que, a cada paso que das, te puedes encontrar con las zancadillas que vienen y con los traspiés que uno mismo comete. Pues bien, siempre hay que seguir adelante.
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