El pasado día 7 de mayo murió Antonio Fernández Alba a los noventa y seis años. Era un hombre alto, de rostro agradable y maneras de señor ya olvidadas. En su presencia se sentía un confort humano que hacía fluir la conversación con naturalidad ... y amistoso intercambio de ideas. Era sabio y, al tiempo, curioso, preguntaba y agradecía. Fue un gigante de la arquitectura como proceso técnico, pero sobre todo como arte, como ámbito para la vida más refinada que el ser humano tiene derecho a vivir, aunque no siempre lo ejerza. Tuve la fortuna de conocerlo y gozar de su amistad en numerosas ocasiones, tanto en Cartagena, como en su estudio en Madrid. El rector de la Politécnica de Cartagena, Félix Faura, me hizo el honor de encargarme la defensa de su candidatura ante el claustro de la universidad para la concesión del doctorado honoris causa a este genio.
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Antonio Fernández Alba ha vivido largos años figurando ya en los libros de historia de la arquitectura. Por eso, los estudiantes, cuando se les mencionaba, no pocas veces se sorprendían de que estuviera vivo aún; que trabajara en su estudio de Hilarión Eslava en Madrid y que mantuviera una capacidad de escritura y crítica tan elevada y consistente.
Estudió en su natal Salamanca con un pastor protestante. Es inevitable recordar al amigo de Unamuno Atilano Coco, el primer pastor protestante de Salamanca, fusilado en diciembre de 1936. Pasó a Madrid donde estudió la carrera de aparejador y, a continuación, la de arquitecto; solo tuvo que subir unas escaleras en el espacio que une las dos escuelas. Al acabar la carrera trabajó en el estudio de Carlo Ponti en Milán. Consiguió la cátedra de Elementos de Composición en Madrid en competencia con Rafael Moneo. Su obra del Convento del Rollo lo lanzó al estrellato desde la arquitectura orgánica de su admirado Alvar Aalto. Fue Premio Nacional de Arquitectura en dos ocasiones (1969 y 2003). Tiene obra por todo el país. En Alicante proyectó la Escuela de Económicas. En Murcia se construyó uno de los laboratorios que diseñó para el Ministerio de Obras Públicas. Su obra se expuso de forma monográfica en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) en 1980. Fue director del Instituto de Restauración del Patrimonio Histórico Español desde 1984 y presidió el Patronato del Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía, cuyo edificio fue restaurado por él para la función museística.
Fue discípulo del pintor José Zaragoza y, en esa época, con veinte y pocos años, conoció a Antonio Saura, Rafael Canogar, Manuel Miralles y el músico Luis de Pablo, con los que más tarde se incorporó al grupo El Paso, pionero del arte moderno en pleno franquismo. Una iniciativa sorprendente en medio de un régimen cómplice de los que habían acabado con lo que llamaban el arte «degenerado» y habían vuelto a más brutal realismo.
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Su gusto por el dibujo se pone de manifiesto en el detalle y elegancia de sus representaciones arquitectónicas. Promovió con el escultor Núñez Solé la estatua de Fray Luis de León. Sus numerosos intereses lo llevaron a los seminarios de José Luis López Aranguren y empezar una carrera ensayística de largo alcance. Su interés por la filosofía se acrecienta con su amistad con el filósofo y hermeneuta Emilio Lledó, discípulo de Gadamer. Lledó dio respuesta al discurso que Fernández Alba expuso para su entrada en 2004 a la Real Academia Española como académico de número con la letra ómicron (o minúscula). Conoció al arquitecto Louis Kahn y empezó su contribución a la célebre revista de la transición 'Triunfo'.
Su vida personal fue plena. Casado con la bióloga y psicoanalista Enriqueta Moreno Orue, tuvo tres hijas (Miriam, Marta y Nuria). Fue un hombre feliz al modo complejo y sofisticado que lo son los grandes. A poco que lo dejen estará ya restaurando algún espacio que en el cielo presente los efectos del paso de tanta gente buena.
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