Tras sesenta años fumando, solo su respiración sibilante enturbiaba las sombras difusas de los recuerdos. Ese jadeo perpetuo y el hábito de fumar eran presencias que no había conseguido dejar atrás, a pesar de intentarlo incontables veces. Aun así, Anselmo era consciente de que no siempre su pecho sonó de esa manera, con el silbido agudizándose cada año transcurrido, tras cada cigarro consumido.
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Más derrumbado que sentado, acariciado por el sol y la brisa, recordaba con claridad su juventud, lejana ya. Entonces respiraba vigorosamente y sus recias inspiraciones se imponían a la tierra que trabajaba de sol a sol, abriéndola en canal con su azada. En aquel pasado, el mundo entero se hacía a un lado ante su ímpetu y cualquier desafío estaba a su alcance. María, su mujer, no supo ni quiso resistirse a aquella energía animal, primaria, que la preñó cuatro veces antes de cumplir los veinticinco. A pesar de esa fortaleza, Anselmo, igual que ella, nunca superó la muerte del segundo de sus hijos, arrasado por una enfermedad hoy ya sometida. Aun así pelearon, unas veces ganaron, otras perdieron y cada noche, apretujados en la cama, repasaban el saldo que arrojaban sus desvelos. Con prudencia, esquivaron casi siempre los números rojos en el balance de su matrimonio y supieron encauzar a los tres hijos restantes, aventurándose menos de lo deseado. Dejaron el pueblo una vez, es cierto, pero no tardaron en volver a cobijarse bajo las sábanas de las que habían desertado apenas dos años antes, congraciándose con las tierras de las que renegaron y con unos padres que no comprendieron su huida.
Y pasaron los años, como era de esperar. Gradualmente, fue más habitual despedirse de vecinos que acoger a nuevas familias. Las carreteras que partían del pueblo casi nunca fueron de vuelta. La escasa población se redujo según aumentaban las lápidas del cementerio. En el recogido camposanto terminaron sus progenitores; los de María antes, los suyos años después. Las casas se vaciaron y las tierras se vendieron o, simplemente, se diluyeron de familia en familia, de mano en mano. Anselmo dejó sin cobrar deudas y favores, subsistiendo cosecha tras cosecha, aliento tras aliento. Con el tiempo, el único bar del lugar terminó claudicando, la enfermedad no encontró médico al que acudir, no hubo niños que escolarizar ni buzón al que encomendar las cartas que ya nadie escribía ni esperaba.
Con la espalda apuntalada contra la fachada de su agotado hogar y envuelto en el rumor de los árboles bajo el incesante piar de los pájaros, Anselmo recordaba cómo entregaron a sus retoños a grandes capitales que parecían depender de ellos para crecer más aun. Él entendía que era al revés, sus hijos necesitaban ciudades para medrar. En ellas nacieron unos nietos que apenas vieron. Y la soledad que dejaron se hizo más amarga un verano insólito en un mes de abril, cuando María se reunió con sus padres, sin molestar ni hacer ruido, como acostumbraba.
Los inviernos, poco a poco, acorralaron a Anselmo, errante entre casas vacías y calles sin nombre en las que ni el viento perseveraba más allá de dos jornadas. Dejando aparte a los Alonso, ¿cuántos años llevaba siendo el último vecino de un pueblo olvidado? Anselmo era incapaz de precisarlo porque Antonio el Chatarrilla, el hijo de la única madre soltera, estuvo yendo y viniendo, intermitente y errático, sin vivir en él durante semanas, pero resistiéndose a abandonarlo, como si los restos de su madre en el cementerio le prohibieran hacerlo. Finalmente, las frecuentes visitas de la Guardia Civil preguntando por él le incitaron a cerrar la puerta de una casa que, sin inquilino, se cayó a pedazos.
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Sentado a la puerta en un añejo taburete de mimbre demasiado bajo y adormeciéndose bajo el sol, Anselmo enumeraba sus pérdidas una a una, lastrado por su fatigosa respiración. Si cerraba los ojos, escuchaba a las vacas que Francisco guiaba al establo cada atardecer, antes de liquidar sus días en una residencia costeada por sus hijos. Le parecía oler el pan que horneaba Tomasa en la otra punta del pueblo mientras se lo consintió el cáncer que la devoró. Veía a Genaro, con su sonrisa franca que, extrañamente, escondía más de lo que revelaba, golpeando con saña las fichas de dominó en cada partida de los domingos en el bar. Y qué guapa era la mujer de Genaro, la Juana, reina de las fiestas no un año ni dos, sino hasta tres. Ella murió joven, colmando de gritos una tórrida tarde de verano, en el parto de un hijo que creció huérfano. Anselmo no conseguía precisar el nombre del niño, aunque recordaba su pelo alborotado y rubio, como espigas tostadas al sol. Luis, quizá. ¿O Enrique, igual que su abuelo?
Del mismo modo, Anselmo rescataba a sus propios retoños y las voces infantiles resonaban en su cabeza como si volviera a tenerlos allí. Y escuchaba a María ofreciéndoles meriendas rematadas indefectiblemente con irregulares pedazos de chocolate. ¡Cómo extrañaba a María! También a sus hijos, a pesar de que se esforzaban, visitándole cuando tenían ocasión. Echaba de menos la vida sencilla y simple, cuando únicamente tener qué comer y dónde dormir importaba, cautivos todos ellos del metrónomo que imponía su tempo a las sombras que se escabullían por la tierra que les alimentaba a todos.
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El anciano evocaba divertido las rotundas formas de su vecina Violeta, la mujer más gorda que había conocido y que nunca enfermó de nada. Y a su marido, Jacinto, casi tan obeso como ella, pero que atesoró las dolencias que su mujer no padeció y las suyas propias. Aun así, la oronda mujer murió antes de los cincuenta, repentinamente, dejándole viudo quince años y extrañándola cada minuto.
Aunque simulara no ser consciente de ello, Anselmo conservaba, agazapada en un rincón, la perenne rivalidad con los Alonso y sus muchas disputas. En su infancia, por juegos y enconadas competencias; más tarde, envilecida con celos y envidias. En último término, ya adultos, por trabajar más y más tierras, porfiando con los tres hermanos que, cómplices en ese empeño, se lo pusieron difícil y ante los que, consumido, tuvo que rendirse. Las viejas heridas cicatrizaron mal, cada nueva ofensa reabrió la anterior y le impidió sanar del todo. Intentó no padecer por aquella familia más que por los insectos que devoraban sus cosechas o las plagas que impedían su progreso; no más que por el clima siempre contrario a sus ambiciones, algo imprevisible que debía sobrellevar. Pero le costó no dejarse arrastrar por la rabia y el resentimiento que ellos alentaban y no ocultaban. Nadie recordaba el origen del enfrentamiento entre las dos familias, pero la infección emponzoñó cada generación, como un cáncer o una malformación genética. Y Anselmo cree ser la causa de que ellos vivan aún en la casa familiar mil veces reformada para acogerles a todos; que jamás abandonarán el pueblo si él no lo hace antes, asumiendo una postrera derrota. Intuir ahora tan cercana la victoria de los tres Alonso le arrasaba el alma.
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Anselmo gustaba de orientar su rostro al sol y girar a su son cual sumiso girasol, con los párpados cerrados. El aroma de la recia tierra y los cultivos le envolvía, le mecía. Abrigado de más, como suelen los ancianos, aspiraba asimismo su propio olor, caduco y seco. Las moscas apenas le molestaban y le relajaba ver sus movimientos cuando, de vez en cuando, abría los ojos. Le ardía la frente a causa del calor o, tal vez, de los viejos recuerdos rozándose unos con otros, arrastrando cada uno al siguiente y renovando frágiles historias. Nombres, rostros, vivencias, momentos que colmaban de vida a un pueblo que esperaba que él no estuviera, que también se fuera para no volver.
El viejo se angustiaba, como cuarenta años atrás, ante la violencia de Julio amenazando con su navaja a Damián por un asunto de lindes. Revivía al párroco, Don Basilio, interponiéndose entre los dos hombres para, posteriormente, sostener a un lloroso Julio que se derrumbó a sus pies. Los tres murieron hace años; el cura en una parroquia que apenas pisó y los otros en el pueblo donde, irónicamente, se les enterró lápida contra lápida, enfrentados hasta en la muerte. La iglesia aún se mantenía en pie, cerrada tras continuos robos que no respetaron nada, dejando una carcasa hueca en la que faltaban varias piedras renegridas y todos los fieles.
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El octogenario repetía su cotidiano ritual cuando el clima y sus achaques se lo permitían. Cada día, al finalizar el Telediario, adormilado y más o menos abrigado según la estación, sus pérdidas le aguardaban en el silencio de las indolentes calles que la memoria llenaba de difuntos y ausentes, de acontecimientos que protagonizó un Anselmo que solo él recordaba. Sentado en el taburete que su padre ocupó tantas veces, dejaba escapar las semanas arropado con lo único que no podían quitarle, con lo poco que todavía le emocionaba haciéndole sentir algo parejo a lo que tuvo. Intuía que no le quedaba mucho. Y barruntaba que el pueblo sucumbiría con él y los Alonso, como cientos de pueblos semejantes, engrosando esa España vaciada de las noticias. La naturaleza que, a duras penas, mantenían a raya y el tiempo que siempre les respetó, demorando pacientemente su momento, acabarían poseyéndolos. Lo que los mantuvo se agotaría; en los cementerios se difuminarían los nombres y las fechas; la tierra olvidaría a quien la trabajó, derramando sudor, lágrimas y, sí, a veces, también sangre. Mucho de lo que recordaba se extinguiría con él. Como si no hubieran sucedido, permanecerían apenas trazos difusos en la memoria de personas ausentes, anécdotas imprecisas en reuniones familiares y entierros. Pero mientras el sol le abrasara la calva o el frío le obligara a subirse el cuello de la chaqueta; mientras el viejo taburete le soportara, Anselmo insuflaría a sus evocaciones la vida que él iba perdiendo, calada a calada, latido a latido.
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