Hace un mes, Patricia Reus, compañera de esta mesa para cinco, nos contaba en su correspondiente media página dominical de este diario cómo las plazas de nuestros pueblos y ciudades estaban desapareciendo en su condición de escuelas de civismo. Observaba, con acierto, que estos espacios ... abiertos están cada vez más programados y parcelados en áreas homogéneas, con niños conviviendo con niños, perros con perros y adultos con adultos. Todos en su sitio, para que sea fácil identificar a aquellos que están fuera de su lugar. Todo encasillado. Y reivindicaba, recordando a la activista canadiense del urbanismo, Jane Jacobs, más plazas como si fueran playas, para practicar el arte de la convivencia.
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Leí las reflexiones de Patricia lejos de nuestra región, disfrutando de unos días de vacaciones en un idílico pueblo de apenas un centenar de habitantes, en el Parque Natural de Redes (Asturias). Allí pude contemplar esa plaza-playa, ejemplo de convivencia y mezcla caótica de vehículos de todo tipo, animales sueltos, senderistas de paso y niños jugando. Siempre niños jugando, a todas horas. Y viviendo tal actividad incesante, comencé a imaginarla como si fuera un ágora de la Antigua Grecia, el lugar que centralizaba la actividad social, política y cultural de las polis griegas. Evoqué esta imagen con una fuerza añadida, ya que durante aquellos días las Pléyades y Perseidas eran las reinas de mis noches, en unas veladas que disfruté alejado de la contaminación lumínica habitual. Y habría sido una oportunidad perfecta para acercar un telescopio a la plaza del pueblo, improvisando una observación guiada del cielo nocturno, si no fuera porque solo llevé unos prismáticos y olvidé el trípode. Mala previsión por mi parte.
Todos valoramos y reconocemos (o eso espero) la importancia del conocimiento científico en el desarrollo y la mejora de la calidad de nuestras vidas. Pero, por el contrario, la cruda realidad es que la ciencia apenas interesa a un sector minoritario de los ciudadanos adultos. Basta con encender el televisor a cualquier hora o acercarse a un quiosco de prensa, para comprobar que ocupa un espacio residual, si lo comparamos con las crónicas deportivas, la prensa del corazón o las tendencias del día en las redes sociales. No tengo nada que objetar a los gustos o intereses de cada uno, solo constatar un hecho fácilmente comprobable.
Pero hagamos un experimento mental. Salgamos a la plaza de un lugar imaginario, un entorno rural o urbano donde haya muchos niños. ¿Qué ocurriría si nos ponemos delante de ellos y les enseñamos un insecto, planta o trozo de piedra para que lo observen a través de un microscopio? ¿Y si preparamos un improvisado volcán de lava casero con bicarbonato y vinagre? ¿O, aprovechando el atardecer de este mes de septiembre, dirigimos un telescopio hacia Venus para observarlo en todo su esplendor? Seguro que la imagen que nos viene a la cabeza es la de niñas y niños que se acercarían a mirar, tocar y preguntar. Quizá con cierta timidez al principio, pero al final nadie querría perderse el espectáculo y las explicaciones.
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Asumimos las curiosidades propias de ciertas etapas de la vida, de edades de inocencia, pero nos resignamos a que ese interés espontáneo, tierno y sincero pueda perderse en pocos años. Pondremos la excusa de los videojuegos, culparemos a los profesores de que no han sabido motivar lo suficiente, o de que los amigos han sido una mala influencia. Excusas.
La ciencia nos enseña a vivir con los ojos abiertos. Los niños viven permanentemente con los ojos abiertos. Si hay cualquier cosa que esté en nuestras manos y que podamos hacer para no cerrárselos, debemos hacerlo. No dejemos que la llama de la curiosidad se extinga en ellos. Y la única manera de conseguirlo pasa por nosotros, por volver a mirar a la naturaleza como lo hacíamos de pequeños, por cuestionarnos los trucos de ilusionismo de la nueva desinformación, por emocionarnos con nuevos y antiguos caminos de comprensión y descubrimiento, para volver al ágora.
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Las ágoras modernas nos aguardan en los rincones más cotidianos, una semana de la ciencia, un vídeo de YouTube, una revista de divulgación, una conferencia, un libro ilustrado... El regreso a Ítaca, en negro sobre blanco, a golpe de clic o a la vuelta de la esquina.
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