Una tienda de canciones. Esa es la respuesta. Lo pienso mientras bajo el viaducto de Navia entre unos árboles que parecen arder de humedad entre la niebla. Una tienda de canciones. Me repito en silencio. Luego lo verbalizo a un volumen prudente para no molestar ... a los compañeros que duermen en la furgoneta. Las giras son largas. Las carreteras se oscurecen en un otoño prematuro que me hace recordar mi casa como si existiera en otro planeta. En otra galaxia. Una tienda de canciones.
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Los takumi son artesanos. La especialización de las labores, lejos de ser un compartimento estanco de explotación en la que mecanizar una acción hasta el colapso, intenta más bien conseguir una comunión profunda y de largo recorrido con la tarea en sí. Cuentan en Japón que los takumi, los artesanos, no son expuestos a exigentes procesos de aprendizaje y optimización de movimientos, no son prefiguraciones de máquinas por venir que aumentarán la productividad y que borrarán la huella del proceso en el producto, como decía Marx, sino todo lo contrario.
Los takumi afrontan sus pequeñas tareas con la inquietud del principiante, con la memoria limpia de quien tendrá que descubrir en cada paso la mejor manera de cumplir su cotidiano e importante cometido, y como mucho, contarán con alguna pequeña mirada reprobatoria o condescendiente del maestro takumi que sigue, también él, aprendiendo el modo de hacer sublime su trabajo diario.
Una tienda de canciones. Me persigue desde hace años el pensamiento. En Málaga, hace apenas unas semanas, subía a un pequeño escenario con dos músicos amigos a presentar un proyecto pequeño, consecuente, quebradizo, frágil, vegetal. Un proyecto que en algunos sitios se presenta ante audiencias mayores, y en otros, como en Málaga, ante cuatro entradas compradas. Una tienda de canciones.
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Tendemos a pensar que contar los fracasos como victorias es una forma de autodefensa. Pero lo complicado es explicarle a ese mundo neoliberal, atomizado, tóxico y salvaje, que cantar ante cuatro personas es una gigante victoria.
Una victoria del alma. Una forma de estar consciente y vivo con la mirada clavada en esas cuatro miradas que te devuelven palabra a palabra tus propios movimientos, tus caídas de ojos, tus inflexiones puras e inimitables que pertenecen nada más y nada menos que a ese momento exclusivo, a ese sitio exacto y a esas cuatro personas que han comprado una entrada para verte.
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Tengo la suerte de ganarme la vida con unos proyectos y de vivirme las ganas con otros. De disfrutar cada paso en cada escenario. De haber entendido que nada es más importante que cada persona, y que mirar a los ojos es un lujo. Un lujo que las prisas y los números nos han robado. Un lujo real y físico que conecta mis palabras, y a mí, con las personas, de una forma única.
Los takumi prefieren hacer exactamente los trabajos que necesitan para poder vivir. Para ganarse la vida dando cada día algo mejor de sí mismos. No suman clientes. Suman experiencias. Y experiencia. Se equivocan y ven a cada paso más largo el camino que aún les queda por recorrer.
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Una tienda de canciones. Un pequeño espacio. Que puede estar en un sitio o en varios. Alrededor del mundo. Cuidando mis pequeñas canciones cada día como un bonsái. De a poco. Cada mañana me levantaré. Iré a mi tienda. Unos días en la playa. Otros en Nueva York. Cuenca. Tokio. Cartagena de Indias. Chovet. Quién sabe. Levantaré esa persiana en un espacio puro y agradable. Pescaré dentro de mí unas canciones. Dos. Tres. Lo que dé el mar interior. Las sacaré. Las prepararé y limpiaré para que conserven intacto el sabor y la frescura. Y entonces, cuando la tarde caiga y el sol de cualquier ciudad siga jugando conmigo al escondite, entrarán a mi tienda de canciones tres, cuatro, cinco o seis personas. Y yo les serviré mis canciones. Les diré cómo las he cazado. Compartiré con su mirada mis sentimientos. Mis pensamientos. Los mimbres con los que yo mismo voy creciendo y con los que construyo las cestas en las que dejo boquear lentamente las canciones recién arrebatadas al agua. Y cantaré. Unos versos verdes de brote tierno en un piano, una guitarra, un cavaquinho si estoy en Salvador de Bahía o un cajón si estoy en Perú. Y ese será nuestro alimento. Seremos seis personas en mi tienda de canciones. Cenaremos unos sentimientos puros, acertados, torpes, reales, nada será digital, de nada habrá registro ni medición. Nadie volverá a estar en ese momento exacto en la marea. Y será bonito. Y cierto. Como tendría que ser siempre.
No dejaré los grandes escenarios. No dejaré el pop ni sus lisonjas, que me divierten y controlo. Saldré guapo en los carteles comerciales y sonreiré a la cámara, aunque luego me pongan Photoshop, y seré moderno y atrevido.
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Pero luego volveré cada día, allá donde esté, a mi tienda de canciones, donde, por un módico precio, por romper la magia y porque de algo hay que comer, pondré mis canciones frescas hechas de productos del día, de cercanía y muy ecológicos, al servicio de tres, cuatro, o cinco comensales. Rodeados de bonsáis. En mi tienda de canciones.
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