ANTONIO ARCO
Lunes, 16 de noviembre 2020
Esto propone Pedro Alberto Cruz (Murcia, 1972), profesor de la Universidad de Murcia, poeta y ensayista, cuya nueva obra, a punto de aparecer, se titula 'Ciudadanos irresponsables. La Covid-19 y el desprestigio de la sociedad' (Ediciones Libro Azul): «O dejamos de apuntarnos con el ... dedo acusador los unos a los otros y generamos una auténtica unidad social, o los charlatanes de toda índole nos comen por los pies. Más confianza en el otro y menos egoísmo es lo que necesitamos».
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–¿Recuerda su primera reacción?
–No se cuál fue la primera, pero sí la que tengo ahora: una mezcla de dolor, indignación y rebeldía. Dolor por todos los fallecidos, por el inmenso sufrimiento de sus familias. Esta sociedad esta inundada por un profundo sentimiento de luto que tardará en superarse. Luego está la indignación: por lo mal que se ha gestionado todo, por la arrogancia que siempre acompaña a la incompetencia. Y finalmente la rebeldía: no comprendo la docilidad de la sociedad, su silencio, su falta de crítica. Estamos viviendo a ras del miedo y eso nos incapacita para cuestionar lo que está pasando. Yo no puedo con las actitudes militaristas. Me niego a asumirlas. Solo la crítica nos hace inteligentes. Y solo la inteligencia nos permitirá superar esta maldita pandemia.
–¿Qué siente?
–Desolación. La sociedad está destruida. Nos hemos autodestruido. Buscamos culpables en todas partes. Los gobiernos han tenido éxito en su sucia estratagema de culpar a la sociedad de todos los males, mientras ellos pecaban una y otra vez de inacción. Se necesitaba una sociedad fuerte, cómplice, autoconsciente, y su política de la culpa nos ha dejado una sociedad hecha escombros, desconfiada, aborregada. Se han abierto heridas que tardarán mucho tiempo en cerrarse. Temo mucho el futuro inmediato. Se nos ha quedado una sociedad irrespirable. '¡Vamos a salir mejores!', decían. Y una mierda. No cabe más odio y rencor.
–¿A qué tiene miedo?
–Estamos tan descorazonados, tan escépticos ante todo, tan faltos de empatía, que somos el pasto fácil para los discursos del odio, para los populismos. Ha calado en la sociedad que ella es la culpable de todo. Se siente pecadora. Y está dispuesta a aceptar cualquier castigo que le sea impuesto. Necesitamos voluntad y unidad; y tenemos apatía y desunión. La supervivencia se ha entendido como algo estrictamente individual, y no como un proyecto colectivo. Es la ley del más fuerte, del más rico, del más chivato, del más policía, del más puritano. Se nos está obligando a odiar para identificar culpables, y tener una explicación a tanto caos. Hoy en día, si no culpas, no eres un buen ciudadano. Hemos vuelto al nazismo; a eso temo.
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–¿Usted qué decidió hacer?
–Escribir un ensayo. Necesitaba volcar todo lo que sentía y pensaba. Estoy escandalizado con el silencio de los intelectuales. Joder, tanto leer a Foucault y ¿ahora qué? ¿Todos callados? La pandemia nos ha traído el pensamiento único en su expresión más alienante y claustrofóbica. Se ha impuesto la máxima: si piensas y te muestras crítico, eres un mal ciudadano. Y así nos va: todo lo que se podía hacer mal, se ha hecho. La deriva de lo peor.
pero la sociedad habrá quedado tocada de muerte. El grito de guerra '¡saldremos mejores!' ha quedado reducido a un deseo naïf, formulado entusiastamente durante los días más duros del confinamiento. Lo que la pandemia ha traído, por el contrario, es una ampliación de las fracturas que atraviesan la sociedad. La pulsión de supervivencia no ha desencadenado un proyecto comunitario, regido por el principio de alteridad. Todo lo contrario: la supervivencia ha terminado por encararse en términos particulares y excluyentes, que buscan identificar a toda costa al otro culpable y contagiador. De alguna manera, los mecanismos de protección que han triunfado desde el inicio de la pandemia han sido aquellos que exoneran al yo -ya sea éste individual o colectivo- de cualquier culpa, y desplazan las causas de la infección a un origen externo -otro vecino, otro partido político, otra administración, otro país, otro estatuto legal, otra raza, otro grupo de edad, otro género, otra clase social…-. El yo nunca forma parte del problema; antes bien, constituye una víctima de la irresponsabilidad de los demás. Condenamos a lo diferente. La mismidad se ha convertido en el refugio desde el que emitir el juicio válido, el juicio certero. Todo lo que no sea el 'yo' es puesto bajo sospecha. Y eso implica que, de uno u otro modo, todos estamos señalados. Porque siempre pertenecemos a un 'otro' que, desde un punto de la sociedad, se identifica como causante del mal. La conclusión es que todos somos culpables, y que, por ende, todos nos juzgamos como culpables».
–¿Qué le indigna más?
–No hay contrapeso a los que nos gestionan. Ellos dicen, ordenan, culpan, se contradicen y se corrigen a cada momento. Y no sucede nada. En lugar de cuestionar su gestión, los ciudadanos nos damos hostias los unos a los otros, nos descalificamos, nos deseamos lo peor. Lo han conseguido: su plan para destruir la sociedad ha sido todo un éxito.
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–¿Alguna esperanza?
–A día de hoy, no creo en que vayamos a salir de este sinsentido por una buena gestión. Esa vía está cegada. La única esperanza que queda es la ciencia, las deseadas vacunas. Saldremos peores, eso seguro, pero que al menos salgamos. Solo quiero recuperar algo de sensualidad, recuperar los momentos anodinos y que no todo sea decisivo. Quiero dejar de tener esa sensación horrible de que en cada acto –por trivial que sea– te estás jugando la vida.
–¿Y los jóvenes?
–Pobres jóvenes. Qué jodido es su futuro. A día de hoy, ser joven es ser un criminal. Te han juzgado por tu edad. Los hay –claro está– que no han sido prudentes y que no han atendido a razones. Pero son los menos. Se ha tomado la parte por el todo y se les ha convertido en los grandes culpables de nuestra sociedad. No se habla de 'tales' jóvenes que participaron en un botellón; se habla de 'los jóvenes', en sentido genérico y sin excepciones. A los jóvenes se les ha condenado de antemano. Para la mayor parte de la sociedad, son delincuentes. Y lo peor de todo es que esto no es algo coyuntural; el lastre que llevan encima persistirá durante generaciones. Se les ha criminalizado por mucho tiempo.
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La demencial teoría de que la Covid-19 constituye una conspiración de algunas de las personalidades más poderosas del mundo -Bill Gates, George Soros- para controlarnos a través de chips que nos inocularían a través de las vacunas constituye el perfil más visible y paranoico de un estado de desconfianza que se ha instalado en el mismo centro de la sociedad. El mensaje de que hay que estar alerta en todo momento, en tanto en cuanto cualquier persona -por familiar que sea- puede suponer un medio de contagio ha llevado a dudar ya no solo de cada individuo con el que nos relacionamos, sino de nosotros mismos. El dictado de una norma clasifica de inmediato a la sociedad en inocentes y culpables: inocentes son todos aquellos que la cumplen; culpables son los que la infringen. En los primeros se puede confiar; en los segundos, no. Pero el problema de una enfermedad altamente contagiosa como la Covid-19 es que la línea que separa a los cumplidores de los infractores es casi difusa: cualquiera de nosotros puede ser transmisor de la enfermedad, incluso cuando no hayamos sido conscientes de haber transgredido la norma. Los contagios en el ámbito familiar, entre convivientes, representan un tanto por ciento significativo del total de casos diagnosticados. La sombra de la desconfianza se alarga, por tanto, para abarcar al conjunto de la población. Antes de la pandemia, nuestros prejuicios se activaban en función de parámetros raciales y de clase; ahora, sin embargo, no hay evidencia visual que nos permita detectar a aquellos con quienes pretendemos establecer una distancia de seguridad. En definitiva, desconfiamos de todo el mundo.
La 'sociedad Covid' está rota por la desconfianza. No puede ser la protagonista de ningún proyecto colectivo porque nadie es capaz de abandonarse en el otro. Una parte importante de la población ha decidido que no se va a vacunar por desconfiar de los efectos que puedan tener las primeras dosis puestas en circulación. La situación es paradójica: el planeta entero se desvive esperando una vacuna que sofoque el desarrollo descontrolado de la pandemia, pero un significativo porcentaje de la población se muestra contrario a que se la administren (...).
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