El «seguro azar», como lo definió en su día Pedro Salinas, quiso que en un arco temporal muy concreto y reducido algunos amigos y colegas ... me regalaran libros sobre la melancolía. Ahí están, encima de mi mesa, el tratado 'Si los melancólicos pueden saber lo que está por venir con la fuerza de su ingenio o soñando' (1606), del médico y escritor jienense Alonso de Freylas; 'Anatomía de la memoria' (2014), del mexicano Eduardo Ruiz Sosa, cuyo título es ya de por sí una alusión directa al famoso tratado de Robert Burton, 'The Anatomy of Melancholy', publicado en 1621; y dos obras de autores húngaros, la novela distópica 'Melancolía de la resistencia' de László Krasznahorkai (publicada en 1989 y traducida al español en el 2001) y el ensayo 'Elogio de la melancolía' (2023) de otro László, el ensayista, experto de estética, historia del arte y filólogo Földényi.
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Uno podría incluso preguntarse por qué tantos amigos y colegas de tres países diferentes (España, Italia y Hungría) decidieran regalarle a uno (y sin ponerse de acuerdo previamente) tantos libros dispares y, al mismo tiempo, convergentes en el mismo hilo temático. Sin embargo, hoy quisiera obviar esta pregunta y centrarme en el último libro citado, el ensayo de Földényi, una obra híbrida en la que el autor arranca con una rememoración muy autobiográfica relacionada con la muerte (o con la irrupción imprevista del concepto de la muerte en su infancia) y que abarca el análisis teórico, estético y filosófico de la «enfermedad de la bilis negra» desde el arte y la literatura, pasando por el cine y la arquitectura, hasta llegar a la poesía y, de nuevo, a la evocación intimista en primera persona de singular.
Género: Ensayo. Editorial: Galaxia Gutenberg. Autor: László Földényi. Detalle de la portada.
'Elogio de la melancolía' se abre con dos citas: el poema de Giacomo Leopardi Canto nocturno de un pastor errante de Asia y un fragmento de Petrolio, la última e inacabada novela de Pier Paolo Pasolini. Si en el primer caso asistimos a las preguntas retóricas de un pastor que interpela la luna en el cielo nocturno, esa «solitaria y eterna peregrina» que parece saber mucho más de nosotros que nosotros de ella, y que quizás conozca «el porqué de las cosas y ves el fruto / de las mañanas y de las tardes / del tácito e infinito andar del tiempo», en el segundo texto asistimos a un acontecimiento simétrico y contrario: el narrador contempla un cielo sin luna, totalmente oscuro, o solo parcialmente iluminado por las estrellas cuyo «continuo titileo era como un lenguaje». El misterio aumenta si observamos cómo el narrador, del plano visual, pasa a focalizar su atención en el plano sonoro: en el silencio nocturno, empieza a oír «el concierto de las cigarras, cercano e infinitamente lejano».
¿De qué habla, entonces, 'Elogio de la melancolía'? De esos momentos privilegiados e imprevistos en los que el ser humano entra en contacto con la melancolía, que no es -como aclara el autor- un mero sentimiento de la tristeza o la definición antigua de lo que hoy en día se diagnosticaría como «depresión», sino la percepción a veces del todo irracional (e inexplicable a través del logos) de la mortalidad humana, de nuestra finitud temporal, del hecho de que el concierto de las cigarras pasolinianas y el viaje de la luna en el cielo leopardiano seguirán incluso cuando nosotros no estemos ya aquí para presenciarlo.
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«Más allá del saber y del sentimiento» -como se titula uno de los primeros apartados del primer capítulo del ensayo- la melancolía se deja ver, pero no se deja interpretar de forma unívoca y válida para siempre y para todo tipo de lector o espectador. ¿Una prueba fehaciente? 'Melancolía I', el famoso grabado de Alberto Durero de 1514. Un ángel caído (o con las alas replegadas) mira hacia un horizonte lejano que sobrepasa los límites espaciales del encuadre. A su lado un putto rechoncho que, cabizbajo, parece mirar al suelo, ahí donde yacen esparcidas muchas herramientas que tienen que ver con la astronomía, la matemática, el cálculo exacto, la escritura, una esfera perfecta que descansa inmóvil al lado de un perro, demacrado, con las costillas muy pronunciadas, por lo que se vislumbra o se colige. El ángel caído mantiene la postura del que sufre de melancolía según los hombres de la Edad Media (aunque luego el mismo Miguel de Cervantes se acordará de esta representación gráfica del «hombre saturnino»): la mano en la mejilla, el codo en la rodilla, en la otra mano una especie de pluma para escribir o echar cuentas.
En el fondo, en la parte superior de la izquierda, un murciélago despliega entre sus garras el lema que da título al grabado, 'MELANCOLIA', en mayúsculas. Justo debajo de él se ve un poliedro, que Földényi interpreta como «un objeto inexplicable que incluso tapa un poco la vista» (p. 51). ¿Qué sentido tiene ese poliedro, esa piedra tallada de forma tan geométrica?
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A día de hoy, ningún exégeta del grabado ha sabido darnos una respuesta plausible. Földényi, tras citar a Robert Burton, a Thomas Browne y a los teóricos de la enfermedad de la melancolía, busca huellas posibles de este objeto inexplicable en 'La tempesta' de Giorgione: efectivamente, ahí está ese trozo de pared con dos columnas cortadas que no se sabe muy bien para qué sirven o por qué el pintor las coloca justo entre los dos personajes protagonistas del cuadro, el hombre elegantemente vestido con chupa roja y camisa blanca y la mujer que está amamantando a un niño, mientras en el fondo la vida sigue su curso, Venecia es un mosaico de edificios elegantes y árboles que se acoplan armónicamente a la arquitectura humana (si no fuera por ese relámpago que rompe el idilio, adelanta la tormenta que está al caer y parte el cielo de forma violenta, como la nube que destroza la luna llena de 'Un perro andaluz', y da paso al consecuente corte del ojo de la mujer con el que arranca la película de Buñuel).
El poliedro pulido de Durero podría estar también detrás del monolito de '2001: A Space Odissey (1968)', de Stanley Kubrick: como el lector cinéfilo recordará, ese extraño objeto que proviene de alguna civilización desconocida hace su aparición en los momentos clave de la historia de la humanidad. La primera vez que lo vemos, el 'homo sapiens' pasa de ser un animal que se defiende de las adversidades en animal violento capaz de matar al enemigo, convirtiendo un hueso en un cuchillo cortante. La segunda vez el monolito aparece en uno de los cráteres de la luna y manda señales a Saturno, «considerado desde hace milenios el planeta de la melancolía» (p. 83). La tercera vez aparecerá tras el viaje de David Bowman hacia el infinito y más allá: cuando atraviesa un túnel lisérgico hecho de colores, el náufrago interestelar se topará con una habitación elegante y amueblada según el estilo del siglo XVIII, cuyo centro estará ocupado por el monolito. La mano de Bowman hacia el monolito no solo evoca el contacto de los dedos de Adán y Dios en la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, sino que determina una nueva y enésima metamorfosis: Bowman se convertirá en un niño que navega dentro de un útero espacial al ritmo de 'Así habló Zaratustra' de Richard Strauss. ¿Es el monolito símbolo de un nuevo mundo, de un renacer del ser humano?
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Földényi nos empuja a viajar entre el arte y el cine, entre la pintura y la literatura (con una exploración íntima de la obra de otro gran experto de melancolía como es W. G. Sebald, el autor de 'Los anillos de Saturno') y nos invita a preguntarnos qué miramos cuando miramos algo, qué mirada es posible cuando estamos ante un cadáver, o qué mirada sugiere la contemplación de los ojos de un hijo cuando, recién nacido, abre por primera vez sus párpados y empieza a tomar contacto con la luz (y la oscuridad) que pautará sus días mortales.
Ensayo sobre arte y sobre cine, indagación filológica y al mismo tiempo filosófica sin anclajes hermenéuticos que den respuesta al enigma, 'Elogio de la melancolía' nos recuerda de forma fascinante y convincente por qué «el ser humano es humano por su capacidad de sentir como limitada y encerrada su existencia». Y por qué es necesaria la reflexión calmada, atenta, lenta en un mundo a veces demasiado acelerado, que no nos deja el tiempo necesario para mirar como es debido esa existencia en la que la luna ilumina la noche leopardiana y las cigarras pasolinianas cantan su concierto infinito.
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