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Antonio Candeloro
Sábado, 11 de junio 2022, 07:16
Como será fácil deducir al leer seguidamente los capítulos 18, 19 y 20 de la 'Primera Parte' del Quijote, la noche se convierte en protagonista decisiva de la narración. La oscuridad que envuelve estos capítulos ya no es solo parte del contexto espaciotemporal en el que se desarrolla la acción, sino elemento central y cromático que trastocará y modificará las andaduras de amo y escudero.
Si en el cap. 18 don Quijote confunde un rebaño de ovejas con dos ejércitos a punto de batallar, en el cap. 19, cuando ya es noche cerrada, se topará con una «multitud de lumbres» que provocan el temblor de Sancho y el erizarse de «los cabellos de la cabeza» del loco hidalgo. El descubrir que se trata de «encamisados» que transportan un ataúd no hace sino aumentar el miedo en los dos personajes («cosa mala y del otro mundo» y «satanases del infierno», los definirá don Quijote). El cap. 20 empieza con un silogismo: Sancho, que, además de hambriento, está sediento, nota que la yerba que pisan está mojada; de ahí que deba de haber algún río, o lago, o fuente de agua en los alrededores. El problema, de nuevo, es la noche «escura» que «no les dejaba ver cosa alguna». A la falta de luz se une lo que el narrador externo definirá como «horrísono» (típico neologismo cervantino al estilo del «baciyelmo» de Sancho), esto es, un «sonido horroroso» creado por un golpear incesante de agua, de cadenas y de entrechocar entre uno y otro elemento. Podríamos pensar que Cervantes se adelanta a Alfred Hitchcock cuando hay que «rodar» escenas nocturnas y transmitirle al lector la sensación de miedo (o incluso de pánico) de los dos pobres protagonistas. Leamos, si no, esta descripción:
«Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar unos árboles altos, cuyas hojas, movidos del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban ni el viento dormía ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban».
Entre los «valores» que Italo Calvino proponía en su ya clásico ensayo 'Seis propuestas para el próximo milenio' (1988) aparece el de la «exactitud», esto es, «la evocación de imágenes visuales nítidas, incisivas, memorables». ¿Cómo no pensar en esta acepción de algo «exacto» si nos paramos a leer detenidamente esa maravillosa descripción de la noche por parte del Manco de Lepanto? Cervantes se adelanta al maestro del suspense adoptando un lenguaje que, jugando con la sinestesia, activa los sentidos de la vista y del oído (y no es nada casual que la «aventura de los batanes» se presente como una aventura «nunca vista ni oída»).
Miremos esos «árboles altos»; escuchemos ese suspiro que provocan las hojas de los mismos por el movimiento del «blando viento»; a ese ruido añadámosle el «horrísono» que provoca lo que solo en un segundo momento descubriremos ser unos simples «batanes»; fijémonos, por favor, en el clímax de la enumeración que cierra esta descripción «exacta», donde cada elemento sirve para aumentar el suspense (tanto en el lector como en los pobres e ignaros protagonistas): los golpes que no cesan; el viento que no para; la mañana (la luz del sol) que tarda en llegar.
Y un último elemento clave: el no saber exactamente dónde están. La pérdida de toda señal geográfica que les permita por lo menos deducir en qué selva oscura o en qué paraje alejado de la civilización se han metido (con toda la carga «perturbadoramente» freudiana que tiene este tipo de desconocimiento). Es obvio que Sancho estalle a llorar; y que intente frenar el valor del amo que quiere proseguir y acercarse a la fuente del espantoso ruido para ver de qué se trata y, eventualmente, luchar.
Como el lector de este capítulo recordará, Sancho utiliza dos trucos para frenar el ímpetu de su amo: primero, ata las patas de Rocinante a las de su burro (y don Quijote finalmente decide esperar la llegada del amanecer); segundo, empieza a contarle un cuento folklórico cuya finalidad primordial es distraer al caballero andante, hacer que olvide su hazaña, provocarle el sueño, quizás. Pero si este capítulo del 'Quijote' resulta impactante es también por otra cuestión metaliteraria, una cuestión peliaguda que ha ido pautando la narración desde la primera salida del Caballero de la Triste Figura.
De entre las muchas motivaciones que Sancho le ofrece a don Quijote para no seguir andando entre la oscuridad del bosque desconocido, hay una que merece citarse 'in extenso':
«Ahora es de noche, aquí no nos ve nadie; bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes».
He aquí que empezamos a percibir la ironía implícita en una aventura que se nos presenta como «nunca vista ni oída». Todo gira precisamente alrededor de la falta de luz y del oído. En un momento dado, Sancho no podrá evitar escatológicamente «hacer lo que otro no pudiera hacer por él» así que, al estar pegado al cuerpo de su amo, este notará inmediatamente el hedor de su criado (reprochándoselo: «hueles, y no a ámbar», con efecto cómico inmediato en el lector). Pero si la observación de Sancho resulta interesante es porque implícitamente nos remite a aquel «historiador arábigo» (aquel Cide Hamete Benengeli que el lector empieza a conocer a partir del capítulo 9) que pretende narrarlo todo y centrarse en la verdad. Cuando Sancho sugiere que podrían ahorrarse el peligro y desviarse hacia territorios menos peligrosos o menos terroríficos, don Quijote contesta reafirmando su valor. Cuando luego descubren, en el amanecer, que tanto miedo era injustificado porque el «horrísono» sale de unos simples batanes, Sancho estalla a reír. Y don Quijote vuelve a evocar al futuro historiador de sus hazañas en estos términos:
«No niego yo -respondió don Quijote- que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su punto las cosas».
¿Cómo que no es «cosa digna de contarse»? ¿Cómo que Cide Hamete Benengeli no es capaz de «poner en su punto las cosas» si es historiador y tiene que contarlo todo? He aquí cómo Cervantes, además de adelantarse a Hitchcock, nos obliga a replantearnos nuestra manera de llevar a cabo el acto de lectura. La noche «escura» de los batanes no nos impedirá arrojar luz en una de las escenas más escatológicas y terroríficas de la 'Primera Parte' del 'Quijote'; tampoco evitará que podamos apreciar la total e inverosímil omnisciencia del «historiador arábigo» de la novela. Un historiador tan puntual que llega a narrarnos lo que se nos presenta como una aventura «jamás vista ni oída».
Hay noches cervantinas que son bailes entre la luz y la oscuridad; entre lo que se puede y lo que no se debería contar; entre la verdad y la mentira.
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