Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948). Fernando Alvarado / EFE

'La última función': gordo, prosaico, además de cornudo

El libro de la semana de Ababol ·

A lo largo de estas doscientas y pico páginas, quien cuenta la historia en esta novela de Luis Landero es un grupo de viejos que se reúne en un café de Madrid, y rememora el tiempo de su juventud en un pueblo perdido, llamado San Albín o Montealbín, con ese alarde cervantino con el que, en su momento, se llegó a dudar del apellido de don Quijote: Quijano o Quijada

Sábado, 1 de junio 2024, 08:04

Luis Landero que, a estas alturas, desde la casi milagrosa aparición, en 1989, de su soberbia novela 'Juegos de la edad tardía', ya es un consumado maestro de la narrativa en lengua española, posee la rara habilidad, sólo reservada a los genios, de saber sacar, ... cuando es preciso, un conejo de la chistera.

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La historia que aquí se cuenta, en el fondo, no difiere demasiado de aquellas otras a las que nos tiene acostumbrados. Los personajes, de los que luego daremos debida cuenta, están en la línea de esos otros hermanos suyos de obras precedentes. Y el estilo, el de siempre; esa inconfundible prosa del escritor extremeño -no por sencilla, menos atractiva, evocadora, poética y grandiosa-, con un inequívoco perfume cervantino, y con esos toques de realismo mágico que, en esta ocasión, se perciben con más intensidad y ahínco.

La novedad consiste, en esta ocasión, en un recurso técnico que hará las maravillas de los expertos en teoría de la literatura, pero que también celebrarán los buenos lectores que siempre buscan la novedad. Se trata del narrador. O narradores, en este caso. Porque a lo largo de estas doscientas y pico páginas, quien cuenta la historia es un grupo de viejos que se reúne en un café de Madrid, y rememora el tiempo de su juventud en un pueblo perdido, llamado San Albín o Montealbín, con ese alarde cervantino con el que, en su momento, se llegó a dudar del apellido de don Quijote: Quijano o Quijada. Así pues, los llamados 'relatores' de esta historia, es decir, ese puñado de ancianos que, a base de conjeturas y de leyendas, añadiendo «sobreentendidos propios de un relato», van sacando a la luz los sucesos acaecidos en ese minúsculo pueblo herido por el tiempo, son los encargados de reconstruir la vida del principal personaje, Ernesto Gil Pérez, también conocido como Tito Gil, o simplemente Tito.

Escenas de cine mudo

Quienes hayan nacido y vivido en un pueblo como San Albín, podrán imaginarse la escena mucho mejor: la llegada de un tipo al que cuesta reconocer, con su barba, su nostalgia y las cicatrices propias de la vida. Se queda mirando una fotografía -la representación teatralizada de la Santa Niña Rosalba, que moviliza a todos los habitantes de la zona-, y alguien cree saber de quién se trata, con la consiguiente rememoración de un pasado que, de manera casi imposible, vuelve a ponerse en marcha como escenas de cine mudo.

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Es el relato de la España vacía -o vaciada, como algunos la llaman-, de los pueblos que luchan por no extinguirse, por volver a poner en pie sus viejas tradiciones, sus costumbres, por recobrar el pulso y dar trabajo y vida a sus muchos habitantes, con sus fiestas, su gastronomía, sus casas rurales. O lo que es lo mismo: ese eterno enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, y la imposibilidad de encontrar el modo de no desaparecer, agarrándose a lo que queda de memoria.

Editorial: Tusquets. Páginas: 224 Precio: 19,70 euros

En ese ambiente de carácter onírico, que, en ciertos pasajes, nos recuerda a algunas de las novelas de García Márquez, y, también, al ambiente surrealista de la película 'Amanece que no es poco', del albaceteño José Luis Cuerda, se mueven personajes como Tito. Y también esos otros, más barojianos que cervantinos, como el maestro, «enardecido por la fiebre pedagógica», Ángel Cuervo, que busca desesperadamente un discípulo que dé sentido a su vana existencia, y lo encuentra en la figura de Tito, todo un prodigio de niño que, ya desde la cuna, encandila con su voz.

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Y, junto a él, sus escuderos -Cervantes, y su 'Quijote', otra vez salen, inevitablemente, a escena- Galindo y Rufete, con su pinta de chulillo de barrio, con su acento castizo, charlatán y optimista, que ayudan a poner en pie la representación de la Santa Niña Rosalba. Sin menospreciar a esos otros personajes que ocupan un mínimo espacio, como don Ángel Cruz, el concejal de cultura, al que Landero retrata como hombre flaco, alto, huesudo, feo de boca y de orejas y cargado de espaldas, pero que no pasan inadvertidos al lector, que agradece tan singular y simpático desfile.

Hasta dónde era capaz

Sin embargo, el personaje que cobra una inusitada fuerza en estas páginas es Paula o Claudia, como le llaman estos habitantes al confundirla con otra mujer, alentando así otro de los recursos que mejor maneja Landero: la casualidad, el malentendido, la impostura. Un error de cálculo le lleva hasta las cercanías de San Albín, y eso le permite rehacer su vida; dejar atrás sus amores con Blas que, con su traje, arrugado y sucio, de conserje, intentó cantarle flamenquito, mientras que a Paula «se le rompía el corazón al ver hasta dónde era capaz de humillarse por ella». Ese error, que se produce cuando, en un descuido, mientras lee, el tren le lleva a una estación desconocida, es el principio del encuentro con Tito, que, a su vez, huye de Amalia, una tragaldabas que, con sus ansias de comer, lo ha convertido en un tipo gordo y prosaico, «además de cornudo».

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'La última función', cuyo título ya nos remite al mundo de la representación, es, además de todo lo apuntado, una verdadera exaltación de ese teatro que, como nos advierte uno de los personajes, «nos corre por las venas». Y es, además, la mejor demostración de que la vida y el arte, en no pocas ocasiones, se confunden y juegan a disfrazarse, «intercambian sus identidades y atributos». Otra excelente novela de Luis Landero en cuyas páginas se deja bien patente que el fracaso también puede llegar a ser todo un mérito.

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