Escribo estas notas en la casa que hace unos meses he comprado en la ciudad. Para poder mudarme al centro, entre otras cosas, he tenido que desprenderme de la casa de la huerta, lo único que mis padres me dejaron en herencia. Una casa antigua ... que, tras la muerte de mi madre, se quedó vacía y, como sucede con los lugares deshabitados, comenzó poco a poco a desmoronarse. La casa de mi infancia y mi adolescencia, la casa de la memoria de mi familia y también la casa de mi ultima novela, el espacio literario de 'El dolor de los demás'. Durante varios años no supe qué hacer con ella. No tenía dinero para arreglarla, ni tampoco quería regresar a vivir en la huerta. Pero de ningún modo quería venderla a un extraño.
Publicidad
Afortunadamente, uno de mis sobrinos se encaprichó de ella y, aunque me costó bastante decidirme -sabía que tendría que demolerla-, se la vendí por el precio del suelo. Me consuela pensar que al menos se queda en la familia.
El día que comenzaron a derribarla fui a recoger algunas cosas. No creía guardar nada allí, pero mi sobrino insistió en que echara un último vistazo.
-Hay libros aún en tu despacho -me dijo la tarde anterior.
Cuando llegué, habían sacado los muebles y el techo de muchas habitaciones estaba ya en el suelo, como si un tornado se lo hubiese llevado todo por delante.
Entré al que había sido mi despacho y recogí los libros que en efecto permanecían allí. Novelas juveniles y colecciones de narrativa ofertadas por varios periódicos, todo ya corroído por la humedad. Llené una caja con lo que se podía aprovechar y la metí en el maletero del coche.
Publicidad
Antes de marcharme, deambulé por la casa una ultima vez. Recordé el paseo sobre el que escribí en mi novela. Un narrador melancólico descubre que todo sigue en el mismo lugar, año tras año, la casa inmóvil, varada en el pasado. Ahora, sin embargo, las cosas habían desaparecido y apenas quedaba la estructura de las habitaciones. La casa era tan solo una imagen de la memoria. Sentí entonces una especie de vértigo. Una nostalgia del futuro, del tiempo venidero en el que el recuerdo ya no tendrá objeto ni lugar, en el que la casa desaparecerá del todo y ni siquiera será ya un museo, un espacio de memoria.
Al salir, pude ver cómo un operario terminaba de derribar con una maza la pared del baño principal. En aquel lugar cayó fulminado mi padre y, tiempo después, murió mi madre. Ahora se hacía trizas allí el espejo en el que se miraron por última vez. «Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte», escribí en uno de mis primeros cuentos. Si algo permanecía en el reflejo, ha dejado de existir para siempre.
Publicidad
Regresé a mi nueva casa en estado de shock. Dejé la caja de libros en el trastero y solo subí conmigo los tres volúmenes que conservaba de las aventuras del Pequeño Vampiro.
Al día siguiente mi sobrino me envió un vídeo de la demolición. La máquina excavadora tocó una de las paredes y todo se desplomó. Sentí también que algo se acababa. El corte de una especie de cordón umbilical que me unía a la huerta, a aquel lugar del origen, a aquel tiempo del pasado.
Pensé entonces que, ahora sí, la memoria se había desvanecido del todo y que de esa casa solo quedaban algunas fotos y lo que escribí de ella en 'El dolor de los demás'. La imagen y la escritura, los únicos espacios del recuerdo.
Publicidad
*
En aquella casa apenas dormí la siesta. Sobre todo, en la infancia. Es curioso, durante un tiempo te obligan a dormir y no quieres. Después, intentas hacerlo y no siempre puedes.
Recuerdo los veranos. La casa se oscurecía y me prohibían salir a molestar a los vecinos. Las persianas se bajaban y el volumen del televisor se reducía al mínimo, apenas un rumor. Era un momento sagrado que aún no comprendía. Uno de esos misterios de la infancia que uno solo logra entender con el tiempo. La siesta de los mayores. Esa especie de letargo enigmático que poseía a los adultos. Primero a mi padre, en el sillón, luego a la Nena, en la mecedora; y, por último, a mi madre, en el sofá, después de recoger la mesa y fregar. Ahora pienso en todo el tiempo de siesta que les robamos los demás. El tiempo de sueño. El tiempo de vida.
Yo no podía -no quería- dormir, pero la casa dormía. Y también dormía el exterior. La huerta, la calle, el pueblo, la ciudad. Porque en la siesta no solo duerme la gente. Duermen también las cosas, como en el poema de Eloy Sánchez Rosillo:
Publicidad
«La siesta
pasa despacio. Están todas las cosas
ensimismadas, quietas,
a merced de este sol, de esta ardorosa
calma del mundo»
Duermen las cosas y, sin embargo, yo no dormía. Era un niño y quería salir a la calle. Simplemente esperaba. Esperaba a que acabase ese tiempo detenido. Lo hacía con series de televisión. Con 'El coche fantástico', 'El gran héroe americano', 'Muñecas de papel', 'El halcón callejero'... Con todas las que ponían después del telediario. También con el Tour de Francia, con el esfuerzo y el sudor de los corredores a plena luz, mientras todo en el interior era la oscuridad. Recuerdo esos momentos de televisión y penumbra. La noche en mitad del día.
*
En aquellos días no podía entender las siestas de los mayores. Me ha costado media vida hacerlo. Media vida comprender lo sagrado de aquella oscuridad, la quietud eterna de aquellos momentos suspendidos, la felicidad y el placer de las siestas de los demás.
Noticia Patrocinada
*
Ahora duermo la siesta en esta casa nueva. La ventana del dormitorio da al patio de un colegio. Los niños entran, por la mañana, a las nueve, y a mediodía, a las tres. El griterío es grande y estaba convencido de que me iba a costar trabajo dormir con el bullicio. Fue una de las pocas cosas que me hizo dudar a la hora de comprar este piso. Sin embargo, por alguna razón que no logro entender del todo, desde el primer día he podido dormir la siesta con facilidad. Después de comer, me pongo el pijama, bajo la persiana y me recuesto entre las sábanas de la cama. El murmullo de los niños entrando al colegio me acuna y me acaricia. Supongo que son las siestas que de niño no dormí, que ahora han decidido regresar. Tal vez por eso sean tan felices. Un paraíso recobrado.
Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Te puede interesar
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.