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Antonio Ortega
Sábado, 15 de marzo 2025, 07:50
La fulgurante aparición de novelas relacionadas con el mundo rural, con el campo, desde hace unos pocos años, ha obrado el milagro de desvelar la existencia de un universo tal vez olvidado, como el arpa de Bécquer, en un rincón del ángulo oscuro, cuando en realidad ese ángulo oscuro se refiere a toda la península ibérica, toda ella impregnada de ruralidad. Y se han ignorado las vidas de millones de españoles que permanecieron dormidas en ese cajón de sastre que supuso la denominación de «intrahistoria», como escribió Unamuno en su ensayo 'En torno al casticismo' de 1895.
'La península de las casas vacías' (2024), del escritor jienense David Uclés (Úbeda 1990), una monumental novela desarrollada en los anchos campos de nuestra piel de toro sobre las vidas de una familia andaluza diseminada por toda España en la Guerra Civil. Las historias que el abuelo le contaba de niño, los 15 años reescribiendo este libro inabarcable y miles de kilómetros recorridos en busca de la verdad de cada escenario dieron el fruto que aquí comentamos. Junto con el ensayo de Sergio del Molino 'La España vacía' (2016), la magnífica 'Intemperie' (2013), del escritor Jesús Carrasco, y 'Un amor', de Sara Mesa, entre otras, ha alcanzado la categoría de 'best sellers' en el panorama de la literatura española actual.
Hay muchos porqués que pueden explicar las causas de ese auge de la novela rural y el olvido en el que permanecía en décadas pretéritas. Según dejó escrito Julio Llamazares, quien lleva toda su vida descubriendo los tesoros ocultos del campo castellano, porque nuestro país siempre renegó del pasado campesino. 'La lluvia amarilla' (1988) es un ejemplo perfecto de su preferencia por descubrir parte de esa historia olvidada. Antes, 'La familia de Pascual Duarte' (1942) de Camilo José Cela, 'El camino' (1959) o 'Los santos inocentes' (1984), de Miguel Delibes, y otros muchos, dejaron testimonio universal de esta modalidad narrativa. No solo en la narrativa, también en la poesía se han vuelto a revisar versos que fijan la mirada lírica en el mundo del campo. Sin ir más lejos, el crítico huercalense Pedro M. Domene ha seleccionado en 'Neorrurales' (2018), a poetas de tres generaciones que muestran su visión del mundo campesino. Puede que el esfuerzo por distanciar el pasado trágico de cada llanura, cada valle o cada montaña, llenos de sangre fratricida, de pasar página o de acomodarse al mundo nuevo en busca de la modernidad como la de un paraíso terrenal, encumbrase el espacio urbano, la urbe cosmopolita, simplemente la ciudad, como «topoi» alejado de la época pasada a la que había necesidad de borrar de la memoria.
La obra viene a devolver el espacio rural a un lugar preferente de la literatura. Esta novela de 700 páginas narra la lucha por la supervivencia de la familia Ardolento, al mando del labrador Odisto, en la pequeña localidad de Jándula -la Quesada de Jaén- durante los años de 1936 a 1939. Una familia que, obligada por los avatares monstruosos de la contienda, se dispersa por la geografía peninsular para encontrarse con su fatídico destino.
Iberia es el espacio -Saramago dixit-, el lugar de la lucha que deben afrontar. Jándula es el punto de origen, la casa de campo en la que Odisto trata de mantener a María, su esposa, en vísperas de su octavo hijo, a base de trabajar desde el amanecer hasta la puesta de sol en las tierras de la casa. Jándula es más la Mágina de Antonio Muñoz Molina en 'El jinete polaco' que Macondo en 'Cien años de soledad', de Gabriel García Márquez. Jándula es un lugar real de la Iberia profunda que carga con sus tradiciones y sus supersticiones, como el alumbramiento, en el que hay suficientes referencias para comprender el alcance de las mismas, con menos magia que crueldad, con menos retórica que tremendismo. El luto que pinta de negro los árboles, la lluvia de garbanzos, las acelgas de mal augurio, las tormentas que paran el tiempo desvelan el universo rural, transportable a cualquier lugar de la geografía ibérica.
La Guerra Civil llega a Jándula y todo enloquece. Odisto ha de abandonar a su familia y huir a ninguna parte, en su recorrido vivirá los horrores de la guerra, sufrirá todo tipo de desgracias y buscará la forma de volver a casa, una quimera en aquella situación. Sus hijos habrán de enrolarse en la lucha, cada uno a su manera y vivirán años sangrientos hasta encontrarse finalmente frente a frente. El resto de los miembros de la familia tendrá que refugiarse de la muerte que ronda por doquier. Unos y otros serán víctimas de una contienda que no han provocado. Especialmente las mujeres, víctimas siempre de cualquier guerra. Meros comparsas de una lucha de poder que como siempre acaba pagando el más débil.
El narrador, en general omnisciente, relata las vicisitudes de la familia en escenas fragmentadas o secuencias independientes que conforman el tejido argumental como un fresco triste de la vida de España (Iberia) en esos tres años. Pero a veces, como un duende malcriado, se adentra en la novela y se dirige a los protagonistas y sus asuntos con tono de súplica o benevolencia, o invoca a los lectores en busca de complicidad. Es un nuevo giro narrativo al más puro estilo de Unamuno en 'Niebla'. El cambio del punto de vista abre nuevas perspectivas a la lectura y permite situar la trama en ángulos inesperados. El estilo claro, sencillo, de rico vocabulario minucioso, nada retórico ni ampuloso, plástico se adapta bien a un narrador cómplice, como el de un amigo que te susurra al oído un episodio de su vida.
'La península de las casas vacías' es una buena novela, honesta y transparente, sobre el injustamente olvidado mundo rural y una buena porción de memoria sobre los efectos trágicos de la Guerra Civil en el campo español. Pues la huella lacerante de la contienda fratricida no ha sido cerrada tampoco en el mundo de la España vacía.
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Óscar Beltrán de Otálora e Isabel Toledo
Fermín Apezteguia y Josemi Benítez (ilustraciones)
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