Secciones
Servicios
Destacamos
Una primera obra, cuando supera todas las expectativas, cuando se convierte en un inesperado regalo que rompe moldes, repleto de originalidad, marca a un escritor para toda la vida. El ejemplo más socorrido es el de Luis Landero. Publica, en 1989, su primera novela, 'Juegos ... de la edad tardía', y, desde entonces, hasta hoy mismo, que acaba de sacar a la luz ese relato magistral titulado 'La última función', se le ha juzgado como el autor de aquella lejana novela que nunca ha podido superar, a pesar de sus muchos esfuerzos.
Algo parecido le está sucediendo a otro gran escritor, a un escritor de raza, tocado por el dedo mágico de la inspiración, Jesús Carrasco, extremeño como Landero, al que la crítica y los propios lectores enjuician en función de su primera obra sacada a la luz, 'Intemperie', que, como 'Juegos de la edad tardía', marcó un antes y un después en la narrativa española y, acaso, también en la europea.
Carrasco, sin embargo, siempre ha ido a lo suyo. Ha ido cambiando de registro en cada una de sus entregas, aunque su estilo, su lenguaje, tan austero como poético, permanezca siempre, como una sólida argamasa, como una distinción que lo aleja de esos otros discursos modernos que están echando a perder la literatura.
'Elogio de las manos' es su tercera novela. Con ella ha obtenido el Premio Biblioteca Breve 2024, que ya no es lo que era, cuando lo consiguieron autores como Vargas Llosa, Cabrera Infante o Juan Marsé. La cita inicial, extraída del libro 'El olor de la guayaba', donde conversan Plinio Apuleyo y García Márquez, es todo un síntoma de lo que está por venir, de lo que el lector se va a encontrar en estas páginas: «No hay en la vida nada mejor que escribir. Eso es lo que yo llamaría inspiración». Por esa razón, al margen de la trama en sí, que, deliberadamente, no es demasiado musculosa, pero que tampoco es endeble, Jesús Carrasco incorpora no sólo detalles de su propia biografía -su estancia en Edimburgo, su nacimiento en Olivenza, la vida de maestro de su padre o la obligada promoción, por medio mundo, de 'Intemperie'-, sino también del acto creativo al que se viene dedicando profesionalmente desde hace una década. Así, de este modo, al contrario de lo que algunos aseguran, nos dice que, a la hora de escribir, el rigor no sirve de mucho 'cuando de lo que hablamos es de contar nuestro paso por el mundo'. Y muestra su recelo cuando una página brota sola, puesto que un texto no puede ser bueno si no media un soberano esfuerzo.
Pero, al margen de todo ello, que podríamos situar en el lado de la técnica narrativa, lo verdaderamente hermoso de esta obra es ese fondo lírico, mezclado con una filosofía entre horaciana y senequista. Ese continuo elogio de las cosas menudas que se alza sobre los grandes acontecimientos, lo que los del 98 llamaban 'intrahistoria'. De ese modo, asistimos a un continuo y bien fundamentado elogio de la lentitud de la vida de los pueblos, en las zonas deshabitadas y rurales, al elogio de objetos, como el martillo, que este personaje hereda de su padre; el elogio del desecho, del apaño, de lo sencillo -una parra y un tendedero de ropa-, de lo pequeño, que es, en verdad, lo que más nos consuela, lo que hace de los días algo soportable. Y, sobre todo, el elogio de las manos, que el autor materializa en un breve y genial texto sobre la alfarería, cuando cuenta el caso de una amiga cuyos dedos, al entrar el contacto con el barro, toman un nuevo camino al margen de ella, de sus decisiones: 'Sus dedos recordaban, en realidad, algo que no sabían que podían hacer'.
Sin embargo, la verdadera protagonista de la obra no es esa familia que acude al pueblo en busca de aire puro y de tranquilidad, sino la casa prestada, que está en trámites para ser derribada y construir uno de los males de nuestro tiempo: los apartamentos turísticos. La casa va tomando cuerpo a medida que van acondicionándola, encalándola, reparándola, haciendo más firme el suelo, lavándole la cara, repoblándola con un burro, con un caballo blanco. La casa adquiere vida propia al margen de sus habitantes, como la 'casa tomada' del celebérrimo cuento de Cortázar. El narrador, adentrándose en los recovecos de la metáfora, en las galerías del alma, nos recuerda que siempre será mejor darle una nueva vida a lo que ya existe en lugar de desecharlo, de arrumbarlo para siempre. Quien la habita incorpora olores que impregnan las paredes y los muebles: olor a tabaco, a coliflor, a sopa de sobre, a pescado frito, a aguarrás, a pañales, a lejía, a una rama de laurel seca, a zapatos y a ropa sucia…
Jesús Carrasco no puede evitar darle un cierto tono culturalista a su obra. Cita, no sólo determinadas obras relacionadas con las manos, objeto de su libro, sino también relatos como 'La isla del tesoro', que será clave para el devenir de uno de los personajes, y autores y artistas como Úrculo, Chema Madoz, Eduardo Galeano, Rodari, Miguel Hernández o la manchego-cartagenera María Dueñas, a la que tanto le gusta que le lean a Mayoyi, postrada en una silla de ruedas durante los últimos días de su existencia, lo que le servía para viajar con la imaginación y que se olvidara de su cuerpo menguante.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.