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Una interpretación de Elena Fortún (Madrid, 1886-1952) y Matilde Ras (Tarragona, 1881-Madrid, 1969), realizada por el dibujante murciano Arturo Pérez para este artículo de 'Ababol'. Arturo Pérez
Elena Fortún y Matilde Ras, al margen de la vida

Elena Fortún y Matilde Ras, al margen de la vida

Las mujeres, en su infinita variedad de tendencias, gustos y orientaciones congénitas, se despliegan a lo largo de la novela 'El pensionado de Santa Casilda' para reafirmarnos en la creencia de que ya estaba todo «inventado»

Milagros lópez

Sábado, 28 de mayo 2022, 10:16

«¡No quiero ser como las mujeres!». Este grito de Trudi nos alerta sobre la ruptura de moldes y convenciones que promete 'El pensionado de Santa Casilda', novela que Elena Fortún escribió durante su exilio en Buenos Aires. La madre enfermera contesta: «Desde ahora tendrá usted que cambiar, ser más recatada, más cauta… No correr como un chicazo… Se llevarán sus vestidos al costurero para que los alarguen. (…) Hay que resignarse sin rebeldía. Dios no ama a los rebeldes. (…) Lo más cómodo para las mujeres es dejarse querer honradamente, tener hijos, cuidar de la casa y que el marido cargue con todas las preocupaciones… ¡Todo lo demás son garambainas!».

Al leer esta última entrega de los escritos ocultos de Elena Fortún vuelvo a agradecer -como un día hice con 'Oculto sendero' (Renacimiento, 2016)- que las custodias de estas novelas clandestinas no siguieran las instrucciones de su autora, que expresamente manifestó a Inés Field su deseo de que quemara aquellos originales «sin dejar nada» cuando le quedaba un año de vida. Cuánto bien habría hecho tener acceso a lecturas en las que se presentan las relaciones amorosas entre mujeres con naturalidad, en su infinita diversidad de identidad, género y orientación y, lo más importante, desde la infancia, como lo que es: un hecho connatural a la especie humana, por no decir, animal. Imaginamos que, de haber seguido la apuesta de la Segunda República, estas publicaciones habrían visto la luz quizá en los años 40; como no fue así, hemos tenido que esperar ochenta años para descubrir que todo ha sido siempre igual, por mucho que se empeñaran en ocultarlo, castigarlo o disimularlo.

Esta novela, si bien es clara la escasa aportación de Matilde Ras, la firman ambas: Elena Fortún, bajo el seudónimo de Rosa María Castaños, y la mencionada grafóloga-escritora, con la que tuvo una relación amorosa tan constatada como difícil de documentar. Se percibe la pluma de la Ras en un estilo recargado muy alejado de la espontaneidad, frescura y ligereza de Fortún: el ritmo narrativo se hace más lento, cansa la sobreadjetivación (adjetivos que preceden y siguen al mismo sustantivo), también el modo en que se acerca a la temática lésbica se hace más directo y atrevido, alejado de la sugerencia y la delicadeza de Encarnación Aragoneses. Quiero imaginar que comenzaron el proyecto juntas, quizá con la intención de escribir cada una un capítulo pero, puesto que la voz de Matilde Ras se diluye conforme avanza el texto, algún tipo de desacuerdo o distanciamiento literario o sentimental -o ambos- llevó a Elena Fortún a escribir prácticamente la totalidad de la novela. Les perdonamos la inconsistencia en el uso de los tiempos verbales en alguna ocasión, una coma mal colocada… Con toda seguridad, por la falta del repaso previo que toda obra exige antes de su publicación.

Las mujeres, en su infinita variedad de tendencias, gustos y orientaciones congénitas, se despliegan a lo largo de la novela para reafirmarnos en la creencia de que ya estaba todo «inventado», que lo que algunas hemos tardado una vida en ratificar ha existido desde que los primeros seres humanos pisaron la tierra. De increíble modernidad la compleja telaraña de las relaciones lésbicas, como dirían hoy: todo un «bollodrama», que nada tiene que envidiar a series icónicas como L-Word. Elena Fortún, con maestría y dejando al lector intuir más que ser instruido, nos descubre mujeres como Ofelia, Manón y Adela que, sintiéndose plenamente mujeres y con los atributos de lo que tradicionalmente podemos denominar «feminidad», aman a otras mujeres; mujeres como Trudi, que rechazan todo lo que su físico de mujer conlleva, no se sienten cómodas con su género ni con su identidad sexual; mujeres como Totó, que nunca serán capaces de amar a un hombre y lo saben desde la infancia; mujeres que, por no haber aceptado su orientación sexual, castigan en su objeto de deseo sus apetencias reprimidas e insatisfechas, como es el caso de la hermana Merrivier; mujeres bisexuales, que pueden amar a hombres y a mujeres; y muchas más, tantas como mujeres existen.

«Modernas de Madrid»

Elena Fortún, casada y con un hijo, hubo de cumplir muchos años para desvelar en sus escritos su ambigüedad, el sentimiento de culpa y el dolor que una vida dentro del armario le había supuesto. Sin duda, se sintió valiente arropada por la libertad que se vivía en Madrid antes de la Guerra Civil en espacios como el Lyceum Club, la Residencia de Señoritas, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y, durante el exilio, en Buenos Aires. Las «modernas de Madrid» y «gineceos armarizados» los denomina acertadamente Nuria Capdevilla-Argüelles aludiendo a estos encuentros de mujeres que no habían salido del armario. También imbuida por el empuje de novelas como la controvertida 'The Well of Loneliness' (1928) de Radclyffe Hall, y otras que Capdevila nos va recordando en el prólogo y que ya han pasado a engrosar mi colección: 'Zezé' (1909), de Ángeles Vicente, que, además, descubro con gozo que nació en Cartagena; 'La Garçonne' (1922), de Victor Margueritte; 'Das Mädchen Manuela ('Muchachas de uniforme') (1933), de Christa Winsloe, que escribió después del guión para la película del mismo título en 1931; 'Olivia' (1949), de Dorothy Strachey (sí, hermana mayor de Lytton).

Es evidente que los escritores, como el resto de los mortales, se sumergen en las tendencias de la época que les toca vivir y, aunque Elena Fortún no tuvo el amparo editorial ni social que le permitiera sacar estas novelas a la luz, sí contó con un círculo de mujeres inteligentes, fuertes, decididas e instruidas que compartían estas lecturas, este nuevo despertar a la realidad que siempre habían considerado una «desviación» y que, al menos, le infundieron arrojo para escribir 'Oculto sendero' y este 'El pensionado de Santa Casilda', que hoy leemos con tanta delectación como rabia y, a ratos, terror.

Rabia por los continuos comentarios sobre el papel que se espera de una mujer: Don Heliodoro, el médico, lo resume así: «Cada palo aguanta su vela. Los obispos a echar bendiciones y las mujeres hijos al mundo». La mujer solo vale en tanto esté casada y traiga hijos al mundo. Cuando Ofelia y Totó se encuentran con este buen señor muchos años más tarde, todavía insiste él: «Porque ya tenéis vuestros añitos… Las dos pasáis con mucho de los treinta… ¡Pues no os quiero decir lo que es una primeriza a esa edad…! (…) Pues nada, a casarse y a no hacer remilgos, que ya no hay tiempo que perder y cuanto más tarde, será peor…».

Terror porque, adelantada a su tiempo, Elena Fortún denuncia la violencia de género: Trudi, violada por su novio, que no desaprovecha su estado de embriaguez; Adela, violada por su marido después de perder un hijo en el parto; y hasta Ofelia, maltratada por Natividad, lo que se desmarca de la violencia de género y da cabida a las relaciones tóxicas y de poder también, claro, entre mujeres.

Crítica al clero

A destacar, como en todos los textos de Fortún, su humor fino, irónico («la superiora, que con veinte años más encima es ya un capricho de Goya») y su decir tanto con tan pocas palabras, que debo reconocer ha influido en mi estilo narrativo desde la juventud; también el hecho de que no le tiembla el pulso a la hora de criticar al clero (maltrato y castigos físicos en conventos y reformatorios que, según el prólogo, se alargaron hasta finales de ¡1983!); y el delicioso retrato costumbrista de la España de preguerra plagado de diálogos y expresiones que nos acercan a la juventud de nuestros abuelos.

Retomo la idea inicial: es lamentable no haber tenido acceso a estas lecturas cuando devorábamos los libros de Celia, pero manifiesto un gracias enorme a los que han hecho posible que hoy nos den alcance: la Editorial Renacimiento, la Biblioteca Elena Fortún, María Jesús Fraga y, sobre todo, a Nuria Capdevila-Argüelles, abanderada entusiasta e incombustible de los estudios de género, que va a destripar todos los armarios.

Acabo con las palabras de una de las protagonistas de 'El pensionado de Santa Casilda', Trudi, personaje basado en Victorina Durán y Trudy Gaa: «Nosotras estamos al margen de la vida. (…) Y no digo como dicen por ahí que vamos contra la naturaleza, porque puesto que existe nuestro caso y es mucho más corriente de lo que se cree, está dentro de la naturaleza como el otro… Y hasta somos tal vez los elegidos, los precursores de una vida nueva en que no se crearán hijos de carne, sino hijos del espíritu…».

La única escapatoria que les queda a las protagonistas ante el cambio que se avecina en España es la huida a París, la capital de la cultura, el cosmopolitismo y la libertad; y, si bien Elena Fortún nunca pisó esta ciudad, así termina la novela.

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