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PEDRO SOLER
Lunes, 6 de marzo 2017, 21:48
Corta, pero emocionante, la exposición que el Museo de Bellas Artes ha montado en torno a Vicente Viudes, con motivo del ya pasado primer centenario de su nacimiento. Como en otro momento y en otros espacios se dijo, estamos ante un artista murciano que se merece mucho más, porque, aunque sea tarde, aún se está a tiempo de recuperar lo recuperable. La exposición presenta solo siete obras, pero son suficientes para dar una idea de que estamos ante un pintor vivificador, porque su pintura parece viva, arropada por una naturaleza envolvente, de la que brota un cromatismo avasallador. Sean bodegones o paisaje, incluso en algún espacio interno, se advierte también que la pintura de Viudes no es algo estático y frío; más bien, habría que hablar de una riqueza expresiva que penetra de inmediato. Y, además, sin necesidad de recurrir a procesos de creatividad, alejados de esos ambientes y situaciones cercanos, en los que el artista parece encontrar motivos suficientes para realizar sus obras.
Cuando quiso, se ajustó a un perfeccionismo o a un realismo perfeccionista, que aparece en las líneas, en el acabado, en los colores; cuando no, sus pinceladas se hacen más difusas y extensibles, con temáticas liberadas, que parecen convertir sus cuadros en juegos de niños, pero sobre los que también se imponen unos controles que impiden el desmadre representativo. Véase, como ejemplo, el 'Bodegón homenaje a Archimboldo', una muestra clara de por qué a Viudes se le llamó el 'Archimboldo español'. Es un juego de frutas (sandías, uvas, naranjas, limones...), que se transforman en rostros, cuerpos y vestimenta de unos personajes transfigurados en naturaleza.
En las obras expuestas, también puede comprobarse el renombre que Viudes adquirió en la escenografía. Como pocos, sabe colocar a los personajes, ocupen mayor o menor espacio en el lienzo, cercados por unas panorámicas en las que se desarrolla el acto. La intensidad del color y la profundidad en los espacios están realizadas como un diseño justo y preciso, que colabora a significar la serenidad que puede encerrar la escena recogida -'La siesta', por ejemplo- o la amplitud que se consigue con 'Avaricia', en el que unos pequeños monos acaparan variadas frutas en una jaula. En estas y también en el 'Retrato de Mercedes Formica' aparecen con señorío las dotes escenográficas de Vicente Viudes.
No puede hablarse que este pintor anduviese sometido a unos cánones precisos, de modo que su obra pudiera convertirse en un sometimiento. Irrumpe en cualquier campo, porque gozó de una capacidad de acción que reflejaba la contemplación en directo, pero que también disponía de notables posibilidades imaginativas y transformadoras. Habría que ocuparse de que su obra recuperase para Murcia una presencia que pocas veces tuvo.
'El ruido blanco', en Art Nueve
Habrá que pensar en que debe primar el sentido expresivo del artista, por muy estrambóticas o incomprensibles que nos parezcan sus obras. A propósito de 'El ruido blanco', que Antonio González presenta en Art Nueve, ¿qué sucede con las obras que presenta en galería Art Nueve? Es difícil penetrar en sus mensajes, pero sí parece cierto que en cada obra existe una fuerza expresiva, que responde como a un rampazo, como a un instante preciso. ¿La ha pensado antes o le ha surgido de improviso? A esto solo podrá responder el autor. Pero hay que hacerse a la idea de que muchos artistas realizan unas obras de aparente carácter frío e incomprensible, algo que se eliminaría, si, de verdad, el espectador se sometiese a una explicación del propio autor. Si existiera un contacto autor-espectador, seguro que esa incomprensión larvada se transformaría en comprensibilidad, y la frialdad se convertiría en vaporoso glamur.
Las obras de Antonio González son como tizonazos rabiosos, que se disparan hacia cualquier lado, como un modo de romper la conformidad. Obras en las que se imponen esos brochazos poderosos, en las que también quedan espacios blancos, por los que el espectador puede navegar, rodeando la figura imprecisa, con la intención de hallar su razón de ser. Si se planta con la intención clara de recrearse, lo puede conseguir, porque, aunque son piezas que plantean dudas y que encierran problemas, también despiden soluciones.
A veces, esa dureza de los amplios trazos, esas tonalidades brillantes, que ofrece la pintura acumulada, o esa variedad cromática, que parece jugar a la arquitectura, puede convertirse en demostración de que, tras su aparente brusquedad, se encuentra un sentimiento poderoso de imposición de unos formatos personales, ajenos a otras cuestiones que no sean la representatividad que el propio autor quiere inyectar en sus obras.
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