Nuestras experiencias como humanos, llevan asociadas emociones, como respuesta del cuerpo y de la mente. Son parte importante de nuestras vidas e inciden en nuestros pensamientos, comportamiento e interacciones don los demás. Al experimentar la emoción, a menudo, sentimos cambios físicos, como aceleración del ritmo ... cardíaco, sudoración o temblores. Recordemos la explicación que Alcaraz ha dado a su derrumbe físico, al enfrentarse a una «leyenda» como Djokovic, en Roland Garros. No ha sido tensión, sino cambios en mente y cuerpo consecuencia de la percepción.
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Hay emociones básicas, comúnmente reconocidas como la felicidad, la tristeza, el miedo, el disgusto, la ira o la sorpresa. No obstante, la gama es muy amplia, y compleja. Conforme vamos conociendo más cosas, también acerca de nosotros mismos, advertimos que las emociones cumplen funciones importantes. Nos ayudan a responder al entorno, nos protegen al evitar peligros, nos motivan para enfrentar la injusticia y la felicidad o nos incentivan a participar en actividades placenteras y satisfactorias, por ejemplo. La denominación de inteligencia emocional se ha otorgado a esa capacidad de entender y manejar nuestras emociones. Por cierto, cada uno experimenta y expresa las suyas de forma singular y diferente.
Atravesamos ahora momentos emotivos, ¡cómo no! Como votantes podemos sentir una variedad de emociones relacionadas con las elecciones, los candidatos, los problemas políticos, etc. Algunos piensan que, si algo no emociona, deberíamos desecharlo. No nos puede extrañar en ámbitos creativos, artísticos o personales. Si algo no te emociona, no te hace sentir nada, no aporta alegría o satisfacción. Probablemente no valga la pena dedicarle ni tiempo ni energía. En la escritura, la música, la pintura y cualquier otra forma de arte, se suele buscar algo que emocione, tanto al creador como al público receptor. Si una obra no es capaz de evocar emociones, es razonable pensar que no ha cumplido con su propósito. Otra cosa es que se pueda pensar en que todo en la vida tiene que ser emocionante. No es así y hay que atravesar tiempos aburridos o tediosos y no todas las interacciones emocionantes son saludables o beneficiosas. El estado de equilibrio vuelve a reclamar su interés, porque es clave.
Tampoco podemos soslayar el hecho de que algunas emociones son adictivas, en algún sentido, como ocurre con las emociones intensas que producen una reacción física, como la euforia, el amor romántico y todos los procesos que implican descarga de adrenalina, como ocurre en las situaciones de miedo o peligro. La razón hay que buscarla en que este tipo de emociones están asociadas a la liberación de neurotransmisores en el cerebro, como la dopamina y la oxitocina, que pueden producir la sensación de placer y recompensa. Caso de que esta circunstancia se repita, el cerebro genera una sensación de anhelo, lo que impulsa a buscar experiencias que produzcan ese tipo de emociones. Se puede pensar que este tipo de adicción es distinto de la adicción a sustancias, como las drogas o el alcohol, que tiene probado el daño subsecuente, tanto físico como psicológico, pero el subsuelo, aunque cuantitativamente no sea comparable, pudiera llegar a serlo. No se considera una enfermedad, pero pudiera estar más cerca de ello. El juego ya lo ha evidenciado. Y otras actividades también. Joseph Weizenbaum, con el que compartí en Paris un Congreso sobre Tecnología en la Educación, por los años ochenta, narraba, entre otras cosas, en un magnífico libro titulado «la frontera entre el ordenador y la mente», la actividad del programador de ordenadores compulsivo. Su obsesión es doblegar al ordenador cuando por un error en la programación, toma vida propia y hace algo que no se espera. Tiene vida propia el programa. Hay que conseguir encontrar donde está la errata, sondeando el programa, de día o de noche, a cualquier hora, se haya comido o no. Muy similar al jugador profesional que se derrumba cuando a altas horas de la noche tiene que dejar de jugar (apostar) porque le cierran el Casino. Ese es su auténtico drama. No ganar ni perder, sino tener que dejar de jugar. Esa obsesión es la mejor evidencia de la adicción: la actividad compulsiva.
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En todo caso, todas las emociones son en alguna medida, adictivas. Tristeza, ira o miedo, no se suelen buscar y pueden ser desagradables, pero incluso estas emociones juegan un papel importante en nuestras vidas, al ayudarnos a responder y entender nuestras propias necesidades y deseos. En gran medida, somos emociones. Y no es nada fácil su gestión.
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