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Eva Poyato
El camino del escritor Robert Louis Stevenson
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El camino del escritor Robert Louis Stevenson

Antes de alcanzar la fama gracias a 'La isla del tesoro', el mítico autor practicó una larga caminata por la mitad sur de Francia que recogió en 'Viajes con una burra por los montes de Cévennes'. Manuel Moyano escudriña el lugar en esta crónica

Manuel Moyano

Sábado, 5 de octubre 2024, 07:35

No es que fuera un lector particularmente precoz, sino que, en 1968, mis padres habían comprado un disco donde se narraba 'La isla del tesoro' al estilo de los viejos folletines radiofónicos. Allí estaban las voces de Jim Hawkins, del doctor Livesey, de Long John Silver y del huésped que recibe la mota negra de manos de un pirata ciego en la posada Almirante Benbow. Ignoro cuántas veces escuché aquel disco; no dudo de que sembró en mí el anhelo por escuchar y contar historias.

Seguí frecuentando a Stevenson a través de adaptaciones al cine o a tebeos y leyendo sus propias novelas y relatos. Cuando ya había franqueado la barrera de los veinticinco, las palabras admirativas de Borges hacia su obra me llevaron a leer también sus ensayos, sus viajes y su poesía, así como a interesarme por su vida. El epitafio que escribió para sí mismo, grabado en su tumba de Samoa, siempre me ha parecido una de las cumbres de la literatura universal: «Aquí yace donde quiso yacer; / de vuelta del mar está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador».

Antes de alcanzar la fama gracias a 'La isla del tesoro', Stevenson había practicado una larga caminata por la mitad sur de Francia que recogió en 'Travels with a Donkey in the Cévennes'. ¿Dónde estaban exactamente las Cévennes? Ni la menor idea. Hasta donde sé, ese libro no fue traducido al español antes del siglo XXI, y yo no lo leí hasta 2014. Distaba de ser una obra maestra, pero la idea de seguir los pasos del querido escocés por el país vecino empezó a arraigar en mí. Diez años después, inicié los preparativos para el viaje.

No tardé en descubrir que no sería un pionero ni nada parecido: los franceses habían trazado ya una ruta -el «Chemin de Stevenson», o GR70- que se hallaba señalizada a lo largo de todo su recorrido y acerca de la cual se habían editado libros, guías y mapas. Existía un cuadernillo para ser sellado en los distintos hitos, y Stevenson era calificado en el país vecino de «padre del senderismo». El éxito en los cines de una comedieta, 'Antoinette dans les Cévennes', había aumentado la popularidad de la ruta.

Ello no obstó para que, en mayo de 2024, me trasladara a Le Puy-en-Velay, una ciudad del Macizo Central francés cuya principal característica es la verticalidad: sobre altos pitones volcánicos se yerguen una iglesia del siglo X, su imponente catedral románica y una estatua de la Virgen elaborada con el hierro de 19 cañones rusos capturados en la guerra de Crimea. Mientras la visitaba, el cielo descargó un inesperado diluvio y regresé al hotel completamente empapado. Me duché con agua caliente y cené las famosas lentejas verdes de Puy, pero en mi interior ya se había sembrado el germen de un buen resfriado.

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Al día siguiente me acerqué al castillo de Polignac, a orillas de un joven Loira. Envuelto en la bruma, ofrecía la imagen romántica que, sin duda, impulsó en 1859 a George Sand a escribir 'El marqués de Villemer'. La autora francesa se prodigó en descripciones del paisaje que rozaban lo fantástico pero que no faltaban a la verdad, pues también yo percibí esa grandeza tortuosa: los acantilados de oscura roca basáltica, los altos bosques de árboles caducifolios y coníferas, las extensas manchas amarillas de piorno. La lectura de 'El marqués de Villemer' fue uno de los motivos (no el único) que empujaron a Stevenson en 1878 a hacer el viaje que yo quería reproducir ahora.

Manuel Moyano

Manuel Moyano.

El escritor Manuel Moyano (Córdoba, 1963) es uno de los maestros de la crónica viajera. Ganó el Premio Hotusa de Narrativa de Viajes por 'La frontera interior. Viaje por Sierra Morena' (RBA Libros, 2022), y ha cultivado todos los géneros literarios, desde la novela (fue finalista del Premio Anagrama con 'El imperio de Yegorov' en 2014) al microrrelato ('Teatro de ceniza', con prólogo de Luis Alberto de Cuenca, en Menoscuarto, Palencia, 2011), o la literatura infantil y el ensayo. Acaba de publicar el libro de relatos 'La versión de Judas' ( Talentura).

Su punto de partida fue la cercana villa de Le Monastier-sur-Gazeille. Stevenson tenía 28 años y por aquella época estaba enamorado de una norteamericana casada, Fanny Alexander, quien con el tiempo llegaría a ser la mujer de su vida y a la que, en cierta ocasión, tacharía de «parca en el elogio, pródiga en los consejos». Él sabía hablar francés gracias a una larga estancia en Barbizón, donde se había mudado años atrás con su familia para paliar la enfermedad pulmonar que terminaría por matarlo antes de cumplir 45. Si los lugareños de Le Monastier se burlaron de su acento, ¿qué podría hacer yo, que apenas chapurreaba el idioma?

No obstante, logré hacerme entender por Delphine, guía del museíllo dedicado a Stevenson, pese a que ella ignorara tanto el inglés como el español. Me mostró la plaza donde nuestro autor compró al padre Adam la borrica que lo acompañaría todo el viaje y que llamó Modestine, inspirándose acaso en la protagonista de la novela de George Sand, 'Caroline'. Buena parte del libro narra sus vicisitudes con este animal, y hoy día podían alquilarse asnos para seguir la ruta tal y como la hizo Stevenson. Delphine también me indicó la explanada de la iglesia donde el padre de los senderistas -el gran flâneur- inició su andadura rodeado por una multitud de curiosos.

Tanto Le Monastier como los demás pueblos del camino conservaban un estado similar al que tenían en 1878. De hecho, y a causa del abandono generalizado del campo, su población había venido mermando desde entonces. Saint-Martin-de-Fugères, por ejemplo, contaba a finales del siglo XIX con más de mil habitantes, pero en la actualidad apenas superaba los doscientos. Que las calles ofrecieran el mismo aspecto que cuando las recorrió Stevenson confería más emoción a la aventura. Lo que él no pudo ver fueron los monumentos a los caídos en la Gran Guerra, levantados en todos los pueblos, sobre los que un siglo después seguían depositándose flores.

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Junto al Loira (apenas un arroyo a la altura de Goudet) se erguía aún el hotel donde Stevenson hizo un alto para comer. Su pretensión era acampar a orillas del lago Bouchet, pero se extravió y nunca llegó a verlo. Yo sí lo hice. Era un hermoso lago circular que colmaba un antiguo cráter. En su restaurante me cobraron un precio desorbitado por una ensalada con cuatro rebanadas untadas de queso y una copa de Beaujolais. Di un paseo por el bosque circundante hasta encontrar el inmenso tonel de madera donde vivió Garou, ermitaño a medio camino entre Diógenes y Thoreau que se retiró allí, en la década de 1960, y murió ahogado en el propio lago.

Con sus casas medievales, su puente de seis ojos sobre el Gardon y su clima a caballo entre el continental y el mediterráneo, me pareció un lugar tan maravilloso que fantaseé con la idea de quedarme allí para siempre

Tras pasar por Landon y Pradelles llegué a Langogne, población de considerable tamaño en la que Rabelais había situado el imaginario nacimiento de Gargantúa. Tal vez por ello, sus colmados vendían cantidades ingentes de tarros de cristal con tripas de cordero, tiras de tocino perfumadas al pimiento, callos, buey estofado, carne de pato y cassoulet. Conseguí alojamiento a un par de kilómetros del centro, en una casa rural junto al Camino de Stevenson regentada por una pareja de octogenarios, Aurélie y Gérard, quienes rezumaban bonhomía por los cuatro costados.

Por la mañana desayuné en una mesa comunal con un joven parisiense y dos parejas de bretones de mi edad. El parisiense seguía el camino medieval de Régordane y los bretones el de Stevenson que, a una media de 27 kilómetros por jornada, pretendían completar en diez días. Vestían ropa deportiva y llevaban todo rigurosamente programado. El señor Gérard contó de una mujer que había hecho los 250 kilómetros del camino en cinco días. Luego hablamos de la meteorología de nuestros respectivos países. Los bretones me acusaron de tener un clima demasiado caluroso y seco, como si fuese responsabilidad mía, y yo les devolví la pelota quejándome de su lluvia incesante.

Eva Poyato

Eva Poyato.

La madrileña Eva Poyato, afincada como Moyano en Molina de Segura desde hace años, es licenciada en Bellas Artes por la Universidad de San Carlos de Valencia y cuenta con un máster en Obra Gráfica por el Centro Internacional de la Estampa Contemporánea en Betanzos (La Coruña). Ha realizado diversos cursos y talleres con grabadores como David de Almeida y ha impartido y coordinado talleres y seminarios de obra gráfica en el Centro Puertas de Castilla, además de talleres de arte para niños, ilustración, grabado, escultura etc, en el Instituto Cervantes de Bruselas. Las mejores editoriales se rifan sus obras para álbumes ilustrados.

No hubiera sido honesto con Stevenson de no haber hecho al menos una etapa completa a pie. Esa mañana emprendí una larga travesía por campos y bosques desde Langogne hasta Luc que me permitió recorrer algunos de los parajes más bellos que he visto en mi vida. El cielo estaba despejado, aunque por el horizonte acechaban constantemente nubes de tormenta. Muchos de aquellos senderos eran sin duda los mismos que había hollado el autor de 'El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde'. En una aldea llamada Fouzilhac saludé a un tipo que cortaba leña con una motosierra y que me miró, displicente, como a un urbanita ocioso. Otro tipo de esa misma aldea se había negado a indicarle a Stevenson la forma de llegar a Cheylard, lo que le obligó a dormir debajo de un abeto.

Atravesé el bosque de Mercoire, uno de los lugares asolados entre 1764 y 1767 por la terrible Bestia de Gévau-dan, cuya fama se extendió por Europa y a la que Stevenson llamó «el Napoleón Bonaparte de los lobos». Devoró a cerca de un centenar de personas, pero su modus operandi no se parecía al de un lobo: atacaba sola y a pleno día, incluso en plena calle. Dos grandes lobos tenidos por la Bestia fueron cazados y llevados a París, pero se pudrieron y no han llegado hasta nuestros días. En España sucedió un caso similar a principios del XIX, el del Lobo Blanco de Matarraña, que resultó ser una hiena huida de algún circo. Por eso, y por las descripciones de los supervivientes, sospecho que la Bestia fue en realidad una hiena.

Aquel día caminé cerca de cuarenta kilómetros. Estaba tan cansado que, de haber surgido la Bestia entre los árboles, me hubiese dejado devorar por ella sin ofrecer resistencia. Tras un largo descenso llegué a Luc, sobre cuyo castillo se levantaba una gran estatua de la Virgen y en cuyo interior pululaban los exvotos. Un tren vacío me llevó de vuelta a Langogne, siguiendo una vía de ferrocarril que estaban empezando a construir justo cuando Stevenson pasó por la comarca. Nada más abandonar la estación, apareció milagrosamente el señor Gérard con su coche y me ahorró los dos kilómetros que faltaban hasta su casa. Apenas cené. Comenzaba a sentirme enfermo.

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Por la mañana, no obstante, visité la abadía de Notre-Dame des Neiges, regida en 1878 por monjes trapenses que no la habían abandonado hasta fecha reciente, en 2022, y que ahora se hallaba ocupada por monjas. Decidí subir al monte Lozère, tal como había hecho Stevenson, y dejé el coche junto a una estación de esquí cerrada. Envuelto en un impermeable, pronto ingresé en otra dimensión donde reinaban el viento, la niebla, la lluvia y el frío. Desde aquella cumbre tapizada de brezo podían contemplarse los Alpes, los Pirineos y el Mediterráneo, pero yo apenas alcancé a encontrar el camino de regreso. Pasé toda la tarde tumbado en una habitación del Grand Hôtel du Parc, en Florac, tratando de recuperarme. A veces, no hay mayor placer que no hacer nada.

El cercano Pont-de-Monvert era uno de los pueblos más atractivos del camino. Situado en la confluencia de los ríos Tarn, Riumalet y Martinet, los nativos parecían no escuchar el ensordecedor estruendo de sus aguas. Junto al puente se conservaba la antigua posada del siglo XVII que vio almorzar a Stevenson, y en la que desayuné un cruasán con 'café au lait'. Más al sur, en la aldea de Cassaganas, emprendí a pie el camino hasta Saint-Germain-de-Calberte. En mitad del bosque me topé con los bretones de Langogne, quienes me saludaron con gran efusividad y me preguntaron por mis avatares en los últimos días. El camino une a la gente. Se despidieron de mí con un «buon viaggio».

A medida que me desplazaba de norte a sur iba observando algunos cambios. En la construcción de las casas, por ejemplo, se pasaba de la piedra volcánica al granito y, luego, a la pizarra. El monte Lozère marcaba el paso de la vertiente atlántica a la mediterránea, y los bosques de hayas y píceas iban cediendo protagonismo a robles y pinos para, finalmente, entrar en escena las encinas. Los ríos más al sur estaban habitados por nutrias y castores. En el ámbito humano, todos los pueblos a partir de Pont-de-Monvert tenían su austero templo protestante -la irrupción de Calvino debió de ser la ruina de los imagineros- y aquí y allá se veían cruces hugonotes.

El principal motivo que había traído a Stevenson a las Cévennes era precisamente ése. Su niñera irlandesa 'Cummy' le narraba sin ahorrar detalles truculentos las persecuciones sufridas por los pactistas escoceses, muy similares a las que padecieron los hugonotes franceses (que Stevenson llamaba «pactistas del sur»). En 1685, el Rey Sol había revocado el Edicto de Nantes, que hasta entonces permitía en Francia la práctica del protestantismo, y mandó a sus dragones a regiones como las Cévennes para que forzaran la conversión de los pobladores. Sus abusos desencadenaron en 1702 una rebelión y la subsecuente guerra de los «camisards», llamados así porque combatían en camisa, sin uniforme.

Esa guerra, descrita por Stevenson en su libro, terminó en 1705 con la derrota de los hugonotes, que atravesaron un tortuoso período bautizado como «désert»: tenían vedado casarse o enterrar a sus muertos en los cementerios, cuando no eran enviados a galeras. Este calvario concluyó con la Revolución de 1789, que estableció la libertad de culto. Yo estaba convencido de que no quedaban protestantes en las Cévennes y me sorprendió averiguar que, en realidad, representaban la mayor parte de la población. Lo supe por mis visitas al museo del «désert», en Mialet, y al de historia y tradiciones de las Cévennes, en Saint-Jean-du-Gard.

Este último estaba instalado en una antigua fábrica de hilatura, testimonio del tiempo en que la seda dio prosperidad a las Cévennes. Uno de sus guías resultó ser de Murcia; se llamaba Jonatan Gálvez y teníamos, además, un conocido común, Pablo Lozano, director del museo de Las Navas de Tolosa. Licenciado en Historia del Arte, Jonatan llevaba una vida nómada; cada tres años se cansaba del lugar donde estaba y buscaba otro destino. Me contó algunas costumbres de la zona, como fijar a la frente de las mulas, para que fuesen divisadas desde lejos, unas chapas de metal decoradas que en occitano eran llamadas lunas.

En aquel momento visitaba el museo un grupo de profesoras de occitano, lengua romance hablada en las Cévennes y en todo el sur de Francia y estrechamente emparentada con el catalán (los flecos del occitano llegan hasta Murcia: la palabra bancéls, por ejemplo, equivale a bancales). Jonatan me explicó que en Francia no se fomentaba en absoluto el uso de las lenguas regionales; allí les resultaba asombroso que Cataluña hubiera declarado idioma cooficial el occitano, cuando sólo se habla en el minúsculo Valle de Arán.

Fue en Saint-Jean-du-Gard donde Stevenson se despidió con cierta tristeza de su compañera de viaje, la borrica Modestine. Yo permanecí dos días en aquel pueblo, restableciéndome de mi leve gripe y disfrutando de la gastronomía local, en particular del vino y del queso pélardon, alabado ya por los romanos. Con sus casas medievales, su puente de seis ojos sobre el Gardon y su clima a caballo entre el continental y el mediterráneo, me pareció un lugar tan maravilloso que fantaseé con la idea de quedarme allí para siempre.

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