En torno a 400 murcianos, la mayoría de ellos republicanos exiliados en Francia, fueron conducidos, entre 1939 y 1945, a campos de concentración nazi, donde tuvieron que enfrentarse a condiciones infrahumanas y sortear la muerte, no siempre con éxito. Sus historias son parte de la ... vida y memoria robada en aquellos años de horror que el Archivo General de la Región quiere recuperar a través de una doble exposición que se abrirá al público el próximo jueves día 10, coincidiendo con la Semana Internacional de los Archivos.
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Se trata de dos muestras paralelas. Una primera denominada '#StolenMemory', organizada en colaboración con el Archivo Arolsen, el mayor centro de documentación del mundo sobre las víctimas del nazismo, que, desde 2016, explican desde el Archivo General de la Región, «viene realizando una campaña internacional de localización y devolución a las familias de más de 3.000 efectos personales que pertenecieron a los internados». Parte de esos objetos son el material que compone esta exposición, en la que también hay artículos de deportados murcianos, como una pluma estilográfica perteneciente a Mariano García López; el reloj que portaba la alhameña Braulia Cánovas cuando fue detenida, o un anillo del lorquino Andrés Gálvez.
La segunda muestra, titulada 'Deportados murcianos en los campos de concentración nazi', reconstruye, a través de documentos, fotografías y cartas, las biografías de cientos de murcianos que sufrieron el horror impuesto por el régimen alemán. Una tarea en la que han trabajado durante meses el equipo de investigadores del Archivo General de la Región, y para la que se han ayudado de registros, archivos, bases de datos especializadas y, también, de las redes sociales, lanzando en estas últimas una campaña para la búsqueda de familiares de los murcianos deportados que cosechó una gran respuesta: en solo 24 horas, el primer tuit solicitando información tuvo más de 20.000 impresiones, y su versión en francés, 4.000, cifran desde el Archivo. La iniciativa ha permitido reconstruir la memoria de decenas de deportados con destinos muy diferentes. Las de Braulia Cánovas, Pedro Ruiz y Juan Vicente Marín, que siguen en estas páginas, son tres de las cientos de historias recuperadas.
Braulia Cánovas (Alhama de Murcia, 1920-Barcelona, 1993)
Aunque es Braulia el nombre que figuraba en su carné, durante años ella se identificó más con el de Monique Jené. Fue el seudónimo que adoptó cuando entró a formar parte de la Resistencia francesa contra los nazis en 1942, y también el que, entre amigos y familiares, mantuvo a su vuelta de Bergen Belsen, el campo de concentración alemán al que fue conducida en los últimos días de la guerra.
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Nacida en Alhama de Murcia a comienzos de la que después se conocería como la dorada década de los 20, Braulia Cánovas fue testigo, con solo 16 años, cuenta su hija Marie-Christine, del fallecimiento de su padre por las primeras bombas de Franco. La familia de Braulia –ella era la mayor de cinco hermanos–, se mudó a Francia hacia la mitad de los años 20, pero volvió en 1936. A su padre, ingeniero eléctrico, le habían ofrecido un trabajo en la línea ferroviaria que cubría las ciudades de Madrid, Ávila y Segovia, y se encontraba empleado allí cuando cayeron los proyectiles.
La muerte del padre de Braulia fue una tragedia para toda la familia, que de nuevo tuvo que emigrar. Esta vez a Moncada y Reixach, en Barcelona, donde la murciana trabajó para la Confederación Nacional de Trabajo (CNT), hasta la llegada de las tropas franquistas a Barcelona. Entonces la familia huyó a Francia y se instaló con unos familiares en Agde.
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Finalizado el conflicto civil, la madre de Braulia y sus hermanos regresaron a España, pero ella decidió quedarse y se trasladó a Perpiñán, donde entró en contacto con miembros de la Resistencia francesa. «Mi madre –recuerda Marie-Christine– fue una mujer muy valiente. Había sufrido mucho y quiso luchar contra los nazis». Fue detenida por la Gestapo en 1943.
Monique Jené –«nombre de guerra» que Braulia abrazó cuando pasó a formar parte de la Resistencia–, servía de enlace para el traspaso de documentos, precisa Marie-Christine.A su detención le siguió un duro interrogatorio, y largos días de encierro, primero en Ciudadela y luego en la cárcel de Fresnes, en París. En esta última estableció una red de apoyo con el resto de internas y con ella lograron obtener y transmitir información sobre la situación de los presos y sus familias. De Fresnes fue conducida a Compiègne, también en Francia, y de ahí, en 1944, a Ravensbrück, hasta donde llegó en «un vagón de ganado junto a otras 70 u 80 mujeres».
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Su traslado a Alemania, apunta Marie-Christine, coincidió con un bombardeo de los aliados. Después, pasó por Hannover, donde trabajó en «una fábrica de máscaras de gas para la industria japonesa», y allí tanto ella como sus compañeras realizaban «pequeños sabotajes para paralizar la producción». Su último destino por el horror fue el campo de Bergen Belsen, al que llegó en abril de 1945. Pocos meses después fue liberada por los aliados.
«Mi madre mantuvo siempre un espíritu muy luchador y nunca pensó en que no saldría. Eso le ayudó mucho», detalla Marie-Christine, a quien le habría gustado que su madre hubiese sido reconocida en España, en vida, tanto como lo fue en Francia, donde fue condecorada en 1988 como Oficial de la Legión de Honor.
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Braulia falleció en 1993, tras luchar 14 años contra el cáncer. Tuvo dos hijos, y con ellos y junto a su marido, un español también exiliado, visitó varias veces la Región. Su historia, junto con la de otras diez españolas deportadas, la acaba de recoger Mónica G. Álvarez en el libro 'Noche y niebla en los campos nazis', y también el Archivo General de la Región, donde Braulia figura como uno de los 400 murcianos expatriados a campos de exterminio.
Juan Vicente Marín (Valentín, 1893-Dachau, 1945)
Las pistas sobre Juan Vicente Marín se perdieron en febrero del 39, cuando el avance del bando franquista le obligó a cruzar la frontera con Francia. Su mujer estaba entonces embaraza de una niña que llegó al mundo solo unos meses después y que, hasta hace un año, no supo quién era su padre.
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La historia del valentinero Juan Vicente Marín arranca en esta pedanía de Cehegín y Calasparra. Nacido en 1893 y de profesión albañil, se trasladó a Barcelona a principios de los años 30 en compañía de sus padres, dos hermanos y tres hermanas que nunca llegaron a conocer el destino de su familiar. Sus pasos los reconstruyó hace apenas un año Alfredo Vidal, nieto de este murciano deportado que murió en Dachau, en Alemania, víctima del tifus, ya finalizada la II Guerra Mundial.
Afín al Frente Popular, la derrota republicana desencadenó la huida de Juan Vicente Marín en la última etapa del conflicto civil. Recaló en el campo de internamiento de Argelès-sur-Mer, en Francia, donde eran dirigidos los refugiados españoles, pero pronto escapó de allí, cuenta Vidal a partir de los datos que fue recabando en la búsqueda de su abuelo. Se instaló, asegura su nieto, en la región de Bretaña, «a más de 1.100 kilómetros de la frontera con España». Llegó a la provincia junto con un grupo de españoles, y «allí contactaron con la Resistencia francesa». Eran, entiende Vidal, «personas con unos ideales muy fuertes».
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El camino de Marín al campo de concentración de Dachau comienza a escribirse después de una redada de la Gestapo en la zona en la que él se encontraba. Es detenido junto con otros compañeros de lucha y trasladado, apunta Vidal, a un campo de tránsito del que poco después saldrá con rumbo a Dachau. La deportación del valentinero se produjo ya avanzado el año 1944. No muere por la acción directa de los alemanes, sino de tifus, y es enterrado en una fosa común, según ha constatado su nieto, quien durante más de un año ha estado indagando en distintos registros y archivos, intentando averiguar qué le había ocurrido a su antepasado. Su abuela murió poco tiempo después de dar a luz a su madre y esta se crió en un orfanato. «Nunca conoció a su padre, ni siquiera a través de una fotografía. La única imagen que tenemos de él es la de dos retratos que ahora hemos recuperado. Ella quedó huérfana muy pequeña, y al morir mi abuela, la relación con la familia de mi abuelo se perdió». Ahora sabe que varios de los hermanos de Juan Vicente Marín regresaron a la Región, en concreto a la pedanía de Valentín, y allí siguen residiendo varios de sus descendientes.
Una vez reconstruidos los pasos de su abuelo, Vidal emprendió otra aventura: la de localizar a sus familiares. Lo logró a través de las redes sociales, enviando lo que él llama, «un mensaje tipo Robinson Crusoe», que escribió en una página web vinculada con la localidad de Valentín: «Un tercero reconoció la historia y a partir de ahí pudimos ponernos en contacto con los familiares».
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En Valentín residen varios primos hermanos de su madre, que aún vive. La mayoría supera la ochentena y todavía no se conocen personalmente. La pandemia ha impedido el reencuentro, pero Vidal espera poder viajar pronto a Murcia con su madre: «A ellos se les acaba la vida, y esta es la última oportunidad que tienen para abrazarse».
Afirma Vidal que uno de los familiares de Valentín, un primo de su madre, conoció en vida a Juan Vicente Marín. Él era solo un niño cuando el murciano bajó al pueblo a despedirse de los suyos antes de la guerra, y todavía guarda ese recuerdo. Ahora ambas partes de la familia mantienen un contacto telemático. La satisfacción, reconoce Vidal por haber podido armar su pasado, es «inmensa», y la emoción de encontrar a quienes forman parte de él, «enorme». «Para mí, mi abuelo no era nadie. Ni un papel ni una fotografía; no teníamos ni eso, y mi madre, menos. Ni siquiera un recuerdo».
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Pedro Ruiz Sánchez (Lorca, 1911-Alcoy, 1994)
Estuvo en la batalla de Brunete, en la del Ebro y en la del Segre. El destino de Pedro Ruiz durante el conflicto civil y la II Guerra Mundial lo marcó su profesión. Con 18 años ingresó como voluntario en el ejército con un puesto en Lorca, pero pronto fue trasladado a Alcoy y más tarde a otros puntos de la geografía española. Llegó a ser capitán y luchó en las filas del bando republicano, por lo que ante la victoria de Franco marchó al exilio. En enero de 1939, narra su nieto Juan José Bravo, cruzó la frontera con Francia hacia el campo de internamiento de Saint Cyprien, recalando más tarde en el de Argelès-sur-Mer. En España había dejado a su mujer, Milagro Valls, y a su hija, la madre de Juan José Bravo.
Ya en territorio francés, Ruiz comenzó a trabajar en las Compañías de Trabajo para Extranjeros (CTE) encargadas de la construcción de la conocida Línea Maginot. Fueron, describe Bravo, meses muy duros, porque las condiciones en los campos de internamiento «no eran buenas». En 1940 fue detenido por las tropas alemanas cerca de Besanzón, al este de Francia, y cerca de la frontera con Suiza. Aquí, comienza el periplo de Ruiz por distintos campos de exterminio. Estuvo en Mauthausen, en Vocklabruck, en Ternberg, en Schlier Redl Zipf, en Ebensee. Cuenta Bravo que un día, cuando se dirigían a las duchas, su abuelo escuchó a un compañero decir que no fuesen allí porque eran cámaras de gas y él se salió de la fila con otros dos hombres: «Quienes sobrevivieron tuvieron que tener mucha suerte, porque en Mauthausen las condiciones eran muy difíciles y el tiempo de estancia muy corto», relata Bravo de la experiencia que tuvo que vivir su familiar.
Durante el tiempo que estuvo prisionero en Alemania, el lorquino realizó diversos trabajos. Estuvo empleado dos años en la construcción de una presa, y más tarde en la fabricación de bombas V2, detalla su nieto, director del documental 'Pedro Ruiz Sánchez... Más allá del valor', en el que el lorquino narra en primera persona todo lo que vivió en aquellos años de horror.
«Mi abuelo nunca olvidó su experiencia en los campos de exterminio. El miedo siempre le acompañó. De hecho, dormía con un cuchillo debajo de su almohada. Decía que le habían robado su juventud».
En mayo de 1945, ya con las tropas alemanas muy mermadas, logró escapar del campo de Ebensee junto a otros compañeros, y en su huída se toparon con el ejército americano, que propició su vuelta al país galo. Explica Bravo que tras su liberación, su abuelo fue enviado al hotel –convertido entonces en hospital de refugiados– de Lutetia, cerca de París, donde Ruiz estuvo dos años recuperándose.
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En España, su familia no consiguió localizarle hasta 1947 y es entonces cuando su mujer, Milagro, decide ir en su busca en compañía de su hija de solo 9 años. «Se fueron a Francia con otra familia de Alcoy y cruzaron la frontera de forma clandestina ayudadas por una guía que contrataron», rescata Bravo de la historia familiar. El reencuentro entre Pedro Ruiz y su mujer se produjo ese mismo año. No regresaron a España hasta 1950, cuando se instalaron definitivamente en Alcoy. «Mi abuelo nunca olvidó sus raíces lorquinas, y mantuvo el contacto con su familia de allí», asegura Bravo, quien cuenta cómo su antepasado consiguió recomponer su vida. Tuvo otro hijo, Pedro, y encontró un trabajo de conserje en Benidorm, que desempeñó hasta la jubilación.
En Alcoy conoció a otros deportados españoles e hizo «grupo con ellos», pero no solía, recuerda Bravo, «hablar mucho de lo que vivió en los campos». Falleció en 1994, y tres años después, a título póstumo, se le reconoció el escalafón de capitán retirado.
La historia de Pedro Ruiz es una de las que el Archivo General de la Región ha rescatado gracias a la campaña que lanzó en redes sociales para localizar a familiares de deportados murcianos durante la II Guerra Mundial. El mensaje llegó a los descendientes de Ruiz y estos se pusieron en contacto con el Archivo: «Para nosotros es como si fuese un homenaje, y que lo que le sucedió a mi abuelo no vuelva a pasar. Que las nuevas generaciones se den cuenta de que el odio no es bueno», concluye Bravo, quien asegura que viajará con los suyos a la Región para contemplar en primera persona la exposición organizada por el Archivo.
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