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Juan Antonio López Delgado
Correspondiente de las RR. AA. de la Historia y de Alfonso X El Sabio
Sábado, 9 de julio 2022, 00:36
Lo que sencillamente pedía Eugenio d'Ors para que también, como se hizo en Valvins, se conmemorase en Madrid la muerte de Mallarmé, pido yo ahora cuando se acerca, implacable, noviembre y se va cumpliendo ya el siglo y medio de la muerte del pintor ... mazarronero Domingo Valdivieso: cinco minutos de silencio.
Se acerca noviembre, digo, y no tiemblan las esferas ni se apesadumbra el mundo de la cultura regional. Mas lo cierto es que la obra pictórica de Valdivieso sigue en su intacta preterición silenciosa aguardando contempladores. Aquella efeméride, tan significativa como otras, debiera ser coyuntura que espolee a las Autoridades de uno y otro signo a recordar que Mazarrón tuvo en su siglo XIX un pintor grande que a poco estuvo representado en nuestra primera pinacoteca: el Museo Nacional del Prado.
Hay artistas, como hay escritores, que buscan ahincada y hallan prontamente el aplauso, la forma, el comparecer. Otros, en cambio, laboran en el escritorio de un deber desabrido; en el cuchitril angosto de una pensión miserable de Roma, en una infecta buhardilla de Montmartre… Y solo aspiran a perfeccionar su Arte, su obra, sin que la miseria extenúe tan lento proceso de purificación. Cabría entonces recordar, como hizo 'Azorín' al final de uno de sus artículos de 'Clásicos y modernos', lo que, ya famoso, contestaba Degas a un pintor joven que se lamentaba de las dificultades del éxito, contestación que sin duda hubiera subscrito nuestro Valdivieso: «De mon temps, monsieur, on n'arrivait pas» («En mi tiempo, señor, no se llegaba». Es decir, «no había que llegar a ninguna parte»).
La trayectoria vital y profesional de Valdivieso es digna de analizarse en centros de enseñanza: de simple operario en la madrileña Casa de Correos y su afán inmarchito de hacer vida de estudiante de las Bellas Artes a ser profesor sustituto interino de anatomía pictórica; de integrar una que será con los años generación rebelde en la Academia de San Fernando, al fracaso en unas oposiciones para obtener plaza de pensionado en Roma; de su amistad fraterna con Eduardo Rosales a la presentación en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864 y su victoria en ella con medalla de segunda clase por su 'Descendimiento de la Cruz'; de la obtención de la medalla de oro en la Exposición Regional de Valencia de 1867, por su 'Cristo yacente', a la incomparable desventura de perder la luz de la razón…
¡Qué destino! Piénsese que este hombre, emancipado al fin, en razón a la superioridad de su arte, de cualquier reacción de resistencia, seguía dibujando incansablemente y seguía rompiendo mucho también. Que explora entonces el mundo misterioso del grabado y litografía sus propias escenas y personajes para el 'Estado Mayor General del Ejército Español', para la 'Historia de la Marina Real Española', para las 'Novelas ejemplares', de Cervantes…
Podría decirse que los años romanos de Valdivieso fueron infinitamente más fructuosos para él que sus estadías de la plaza Pigalle, en punto sobre todo a una producción espiritual no forzosamente italiana: una singularísima aportación a la historia de la pintura religiosa que, aunque viniera siendo cíclica, iba a beber pronto en fuentes de pululante vulgaridad y de vacilación de certidumbres.
Tenía razón su buen amigo y paisano Germán Hernández Amores en su discurso de recepción en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando al considerar la decadencia de la pintura en Italia tras la muerte de los grandes maestros:
«Los asuntos religiosos -dijo- todavía siguieron ocupando a los artistas, mas con tal indiferencia, salvo honrosísimas excepciones, que les era igual pintar el martirio de un santo, que una bacanal. No el fin del arte, el medio se buscaba; cierta mal llamada maestría en el toque, el clarooscuro, el contraste simultáneo de los colores, la complicación en la composición con perjuicio de la claridad y , sobre todo, la ligereza y soltura en el hacer; y de tal suerte se cumplió este propósito que, como todos sabéis, los Museos de Europa están llenos de cuadros italianos».
El academicismo a ultranza de entonces era una suerte de moral con obligación y sanción. La moral estética de Valdivieso era la del ensueño: generosa y, por tanto, libre. Pero su libertad se quebraba ante una indelicadeza, una mentira innoble o… un certamen oficial.
Tenía razón Hernández Amores: había muy honrosas excepciones a tanto misticismo de falsete y escapulario y a tanta visión de aparente fuerza alucinatoria. En Valdivieso, desde sus comienzos casi, lo espiritual es auténtico, puro, vivo.
Si no hubiera pintado el 'Cristo yacente', del Museo de Murcia, sería su cuadro de la 'Magdalena en Oración' el que preferiríamos de Valdivieso, obra que en el vuelo de la reminiscencia no podemos dejar de asociar al 'Desconsuelo' de José Llimona y a la 'Danaide' de Rodin. Elegantísimo el semidesnudo de esta seguidora de Jesús, enmustecida hasta casi abandonar la cabeza entre los brazos - seda joyante el cabello-, mientras sus manos se enlazan leve, sutilmente en un abatimiento sin consolación que realzan los duros reflejos de las pocas cosas del suelo -un libro, una calavera- y la contraluz del cobijo de rocas que iluminan más, por contraste, su cuerpo, aún sin desbordantes maceraciones.
La cruz en alto inicia la diagonal que fina en el pie y la otra banda del aspa se recoge más acá de la osamenta. Hay fulgores anacoréticos y un como halo romántico en el velo misterioso de la noche, que, según dirá Romero de Torres, todo lo hace bello.
Sensualismo y misticismo apuran el ágata de su fosforecer y enuncian un postulado de equilibrio armónico que aún no estaba en otras sensibilidades -inclusive maestros presuntos- porque era muy difícil entonces que en un cuadro se lograra lo que aquí: nada grita, ni se describe ni se reivindica.
Este gran pintor mazarronero, hermanado en honda amistad y en técnica a Rosales, que vio un día en el amigo tuberculoso el modelo vivo para su 'Cristo yacente', es sin duda el que más ánimos y resistencia quiere darle -Rosales, tosigoso y hambriento en la via Greci; Valdivieso, con frío y melancolía en la via Condotti-, abrirle horizontes de esperanza, perspectivas de ilusión y de salud. No sabe, no puede imaginar, que antes que a Rosales la muerte lo visitará a él, muy pronto, ese mismo año en curso de 1872.
Yo llevo el embeleso de aquel cuadro desde hace mucho tiempo. También hay joyas en los Museos Provinciales. Esas joyas han de darse a conocer, como sea, a las generaciones de estudiantes. El de Murcia conserva, de Domingo Valdivieso, su 'Cristo yacente'. Posó, como decíamos, para mayor verismo e impresión, el ya tuberculoso Rosales. Ver aquel cuerpo exangüe es anticipar la tragedia próxima del modelo, y también la del propio pintor. El ocaso olvida su lumbre lejana y la luz se queda en este Dios más humanado que nunca, aún la mano derecha encogida por la brutal presión del clavo. El desigual terreno del Gólgota hace inclinar la cabeza del Redentor sobre una caja torácica flaca en extremo. La corona de espinas en el suelo subraya el silencio sagrado de la escena, de tan definitiva eficacia que está tendida, como dijo Sobejano, horizontal y simbólicamente a lo largo de una época: los pies, hacia el clasicismo decadente en fuga; la rosalesca cabeza, resuelta ya por otra luz, que es sobriedad y es síntesis.
Acércate, lector; acerquémonos todos a ver este 'Cristo yacente' de Valdivieso y nos habremos asegurado un rato de placidez estética y un gusto espiritual irrepetible.
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