PEDRO SOLER
Viernes, 17 de junio 2016, 07:51
Genio. Considerado como el mejor actor del siglo XIX, fue un entusiasta de la poesía y de la literatura. Apego. Ya enfermo, participó en la inauguración del teatro que ahora lleva su nombre, «por amor a su patria chica». Precoz. De niño, asistía a un teatrillo casero, instalado en la llamada Casa de los Descabezados
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En su partida de Bautismo, se afirma que «En la ciudad de Murcia, a diez y seis días del mes de Febrero de mil ochocientos trece, yo, Fray Mateo de San José, Cura teniente de la Iglesia Parroquial de Santa Catalina de esta ciudad, bauticé solemnemente y crismé a un niño, que nació dicho día de dichos mes y año, a las once y media del día, y le puse por nombre», nada menos que «Julián y cinco mil mártires, José, Mariano de los Dolores, Antonio y Jesús».
Así, como tal, por muchos nombres que acaparase en la ceremonia solemne de su bautismo, y aunque su madrina, doña Antonia Melendo Unox, fuese advertida del «parentesco espiritual y demás obligaciones» que asumía, es difícil identificar a aquel recién nacido. Si se añade que era hijo de Mariano Romea y Bayona -hombre de ideas liberales, y capitán de la milicia patriótica de Murcia- y de Ignacia de Yanguas, posiblemente habrá quien lo identifique. Aún así, debe ser citado, con solo su primer nombre y primer apellido, para que el gran público caiga en la cuenta de que se trata de Julián Romea, el gran actor, el mejor actor español del siglo XIX, como bien destacaron personalidades y medios de información de hace dos siglos. Son los que hoy se cumplen del nacimiento del ilustre personaje, de quien, en Murcia, su tierra natal, nadie, prácticamente, se ha acordado, pese a la notoriedad del acontecimiento. Fue Julián Romea quien, ya débil por la enfermedad que le corroía, quiso actuar, «por amor a su tierra», en la inauguración del teatro que hoy lleva su nombre.
En sus 'Breves apuntes biográficos sobre Julián Romea', de 1916, José Ledesma afirmaba: «Aunque reconociendo los indiscutibles méritos del gran Romea, hasta ahora nos hemos limitado sus paisanos a dedicarle nuestro teatro principal, a colocar la lápida conmemorativa de la plaza de santa Catalina y a inscribir su nombre en el monumento de Murcianos ilustres, de la plaza de Santa Isabel, donde figura entre los de Monroy y Selgas. ¡No es mucho si se compara con lo que suelen hacer otros pueblos en honor de la memoria de sus hijos esclarecidos!". Y casi un siglo después, debiéramos preguntarnos: ¿Cómo ha pasado desapercibida fecha tan significativa? ¿Sería mucho pedir que, aunque fuese con retraso, se conmemorase tal efeméride?
El padre de Julián, nacido en Zaragoza, era hombre de ideas liberales, que incluso le costaron el exilio durante años en Portugal. Su presencia en Murcia se debía a que era el encargado de administrar los bienes de los marqueses de Espinardo, a quien pertenecía, en su momento, el edificio en el que había nacido el futuro actor. Esta 'circunstancia administrativa' provocó que, cuando Romea muere, en agosto de 1868, el periódico murciano 'La Paz' afirme que Julián Romea había nacido en Espinardo. Por otra parte, el 'Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano' Aseguraba que su lugar de nacimiento había sido, la Aldea de San Juan (Murcia).
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Pero, como constatado queda por la partida de bautismo, y como afirma José Ledesma, «el eminente actor, escritor y poeta, don Julián Romea Yanguas, nació en Murcia, a 16 de febrero de 1813. Ocurrió tan fausto suceso en el edificio que actualmente ocupa -por entonces, era propiedad de los marqueses de Espinardo-la Sucursal del Banco de España, en la Plaza de Santa Calina, esquina a la calle de la Marquesa, en cuya fachada principal hay una lápida conmemorativa, que dice así: «En esta casa nació -el día 16 de febrero de 1813 Julián Romea, insigne actor, y notable poeta. Reedificada en 1895».
Con solo tres años marchó Julián con sus padres a Alcalá de Henares, hasta 1823, cuando retorna a Murcia, donde permaneció otros cuatro años. Aunque estudio humanidades en el seminario de San Fulgencio, parecía decidida su vocación de actor, porque le gustaba asistir a las representaciones teatrales, que se efectuaban en «un teatrillo casero instalado en la llamada Casa de los Descabezados», donde actuaba una compañía de aficionados, de la que era director y primer galán un maestro zapatero; por otra parte, Julián agradecía con enorme satisfacción que le prestasen libros de comedia. Así lo afirmaba A. Ferrer del Río en un artículo titulado 'Don Julián Romea y su época en el teatro', publicado en el número 12 de la 'Revista de España', de 1868.
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A finales de 1827 se trasladó con su familia a Madrid. Sus padres deseaban que fuese abogado, pero el joven estudiante alternaba sus clases de derecho con la visita a bibliotecas, donde leía obras de teatro, especialmente de Calderón y Tirso e Molina. La pobreza en que se vio envuelta su familia, obligó a que abandonase los estudios. Fue entonces cuando Julián decidió, definitivamente, convertirse en actor. Le expuso su deseo a su padre, que le contestó: «Consiento en ello, pero procura convencer a tu madre, que es la que debe decírtelo». Y así se cuenta su solicitud y convencimiento: «Madre mía: yo no veo más que una cosa: vuestro esplendor perdido y vuestra fortuna deshecha. Yo quiero recuperar eso: gloria, fortuna, consideracionesTodo lo obtendré, sin que por ello deje de ser digno del nombre que llevo». Se vivió un emocionado momento entre madre e hijos, fundidos en un abrazo de cariño.
Con su hermano Florencio, Julián empezó sus estudios en la Escuela de Música y Declamación, que se había fundado bajo el patrocinio de la reina María Cristina. Uno de los profesores, Carlos Latorre, llegó a decir, refiriéndose al joven aprendiz: «Por este camino, pronto tendré que aprender yo de mis discípulo».
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Julián Romea debutó en agosto de 1831 en el madrileño Teatro del Príncipe con 'El testamento', de Mesonero Romanos. Las cualidades artísticas del joven actor provocaron la entrega del público.
Afirmaban quienes le conocían que «sus facciones tenían gran movilidad y tal fuerza de expresión que, con solo una mirada, sabía arrancar entusiastas aplausos; su voz era simpática, dulce, agradable, que persuadía con fuerza irresistible». También disponía de «un corazón vehemente y apasionado, y un temperamento cortés y galante, que le proporcionaba gran partido entre las damas». Este atractivo fue lo que le ocasionó también, a lo largo de su vida, «graves disgustos».
Las condiciones de su carácter explicaban su boda por poderes, en 1836, con la gran actriz Matilde Díez, quien se había convertido en la otra gran estrella del Teatro del Príncipe. En este espacio, ambos actores fueron frecuentes protagonistas del entusiasmo de un público, que llegó a tributarle un homenaje «digno de reyes». El escenario se vio materialmente «cubierto de palomas, flores, versos y coronas, y, a la salida del teatro, el coche que conducía a los esposos fue escoltado por una inmensa multitud».
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Fueron años en los que estuvo perfectamente surtida la escena española, con obras de notables autores españoles -Moratín, Gil de Zárate, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega--o con las de famosos dramaturgos extranjeros, principalmente franceses.
Uno de los más dolorosos momentos como actor, pero uno de los más valientes como hombre, sería, sin duda, cuando recibió una dura crítica por su interpretación en 'La muerte de César', de Ventura de la Vega. Como respuesta escribió 'Los héroes del teatro', donde afirmaba: «Desde muchacho, mi instinto me apartaba de la rutina y buscaba con ansia otra cosa, que ni formular sabía entonces, pero cuya necesidad sentía.() El arte es la verdad, y tan hondamente están arraigados en mí, que no solo los practico, sino que los difundo y los enseño; si me equivoco, merezco la pena por completo, pues no solo soy creyente, sino que me confieso dogmatizante».
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También exponía sus esfuerzos por «sacar de su postración a la comedia moderna», y aprovechaba para alabar a una serie de actores del momento, como Matilde Díez, Bárbara y eodora Lamadrid, su hermano Florencio, Plácida Tabares, Carlos Latorre. Entre todos, «conseguimos que la comedia se levantara, recobrando sus fueros y llegando con sus propias fuerza s a empuñar, como lo había hecho, el centro de la escena».
Esta defensa de la verdad y del arte no solo fue propalada por Romea en la escena, sino entre sus discípulos, cuando se encargó de las clases de Declamación del Conservatorio madrileño, en 1858. Hombre de profunda cultura, también fue por entonces director del teatro particular de la Reina, y fue cuando publicó su libro 'Ideas generales sobre el ate del teatro', en el que expone las dotes de cultura que ha de tener el actor, para conseguir un «buen desempeño de su cometido». También publicó el 'Manual de declamación para los alumnos del Real Conservatorio', en el que expone los rudimentos del arte dramático, de forma muy sencilla e inteligible. Y se interesó por la traducción de obras de autores extranjeros, como 'El soprano', comedia en dos actos del francés Eugène Scribe.
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Director del Conservatorio, tras la muerte de Ventura de la Vega, en noviembre de 1865, permaneció en el puesto hasta que fue nombrado comisario regio de la Escuela de Música y Declamación, plaza retribuida con 600 escudos de sueldo anual.
Fue por entonces cuando empezó a figurar también como empresario del Teatro del Príncipe, espacio en el que su personalidad estuvo presente veintiuna temporadas. Y se iniciaron sus desavenencias con su esposa, Matilde Díez, que se había unido a otra compañía, con la que viajó a efectuar representaciones en América. Aunque, a la vuelta de este viaje de Matilde, volvieron a actuar juntos, fue situación que duró poco tiempo. Su separación estaba cantada.
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A Murcia se desplazó Julián Romea para inaugurar el llamado entonces Teatro de los Infantes -actualmente con el nombre del actor-, el 26 de octubre de 1862, en presencia de Isabel II. Por entonces, ya estaba prácticamente retirado de la escena, pero aceptó participar en la inauguración, «por amor a su patria chica». El estreno de 'La cruz del matrimonio' fue uno de los triunfos «más intensos y espontáneos de cuantos obtuvo durante su intensa carrera dramática».
La última obra que representó en Madrid fue 'El bien perdido', de Larra, o, según otros, 'Casa con dos puertas', de Calderón. El asma le iba corroyendo poco a poco. Viajó a Barcelona, donde actuó unos días en el Teatro Principal. «Entoces fue, cuando, a la conclusión de la obra, fue retirado de la escena y conducido días después a Madrid, donde en el seno de su familia sobrellevó con heroica resignación el espantoso martirio que le produjo la terrible enfermedad que minaba lentamente aquella poderosa organización». Se cuenta que vivió, en sus últimos años, momentos muy dolorosos. Los ataques de asma le obligaban, a veces, a abandonar la escena. Otras, recitaba sentado su papel, a petición de un público benévolo.
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José Ledesma escribía que «además de actor eminente y excepcional, fue Julián Romea un distinguido escritor, que honró letras españolas. Cultivó la prosa y el verso y practicó algún tanto el género dramático». La Academia Española llegó a concederle una mención honorífica por su 'Oda dedicada a la guerra de África', de marzo de 1860.
Respecto a la capacidad literaria de Julián Romea, escribió Bretón de los Herreros que «más de una vez mostró don Julián Romea su numen poético en las tertulias literarias del señor Marqués de Molins y del señor Duque de Rivas, que después se reinauguraron y reprodujeron en años posteriores durante varias temporadas, con fruición de todos los amantes de la literatura. A impulsos de su acendrado patriotismo, no desaprovechó ocasión de celebrar las glorias nacionales. Así lo acredita en su 'Oda a Zaragoza', y así, por octubre de 1848, compuso un sentido romance para la Corona fúnebre de don Alberto Lista, maestro sabio y paternal de la juventud española durante no menos de sesenta años; y por noviembre, improvisaba para la función del Liceo de Madrid, en memoria de Lópe de Vega, unas ingeniosas quintillas, cuyo último verso contiene el titulo de las comedia del Fénix de nuestra dramática literatura».
El 13 de agosto de 1868 moría Julián Romea en el madrileño pueblo de Loeches, al que se había desplazado, para tomar unos baños que hiciesen posible mejorar su salud. Al día siguiente llegó su cadáver a Madrid. En la estación, era esperado por distinguidas personalidades y un público que recordaba al actor con cariño. El ataúd fue colocado en la capilla de Nuestra Señora de la Novena, en la parroquia de San Sebastián. El cuerpo se hallaba amortajado con frac y pantalón negro.
A la una de la tarde del día siguiente, salió el cortejo fúnebre de la parroquia, y transcurrió por la Calle del Príncipe, Carrera de San Jerónimo y Prado, hasta el cementerio. Presidía el duelo el ministro de Fomento. Al pasar por delante del Teatro del Príncipe, varias actrices, desde el balcón, cubierto de paños negros, arrojaron flores y una corona, que fue sobre el féretro, mientras una banda de música interpretaba una marcha fúnebre.
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Un escritor afirmaba: «Nada más conmovedor ni interesante, que aquel entierro. Sin invitación pública, ni privada, se vieron a cuantos cultivan y aman la letras las artes, agrupados detrás del féretro del eminente actor, con las lágrimas en los ojos, al considerar que con su muerte dejaba huérfano al proscenio y se llevaba a la tumba los sagrados misterios del arte, desapareciendo, tal vez para mucho tiempo de la escena española, las obras de su repertorio en señal de luto por tan irreparable pérdida».
El 2 de diciembre de ese mismo año, el cadáver embalsamado de Romea fue trasladado al cementerio de san Lorenzo, y sepultado en el mausoleo erigido por el arquitecto Demetrio de los Ríos, costeado por suscripción nacional, en el que también se encontraba el cadáver de Matilde Díez.
Acababa el definitivo trayecto de Julián Romea, considerado como un dios y un genio de la escena.
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