De muchas de ellas –como Torre Octavio, en la comarca del Mar Menor– no queda más que el recuerdo. De otras tantas –Torre de la ... Marquesa, por ejemplo, en el murciano barrio de Santa María de Gracia– solo se conserva su impronta en la toponimia. Algunas –ahí está Torre del Zoco, en Guadalupe– sobrevivieron casi de milagro, reconvertidas con mayor o menor acierto en negocios de hostelería y equipamientos culturales, o aguardan –es el caso de Torre Falcón, también en Murcia– mejores tiempos. Muy pocas, por desgracia, muestran ya el esplendor que lucieron antaño.
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La Asociación de Amigos del Museo de la Huerta de Alcantarilla, con cuatro décadas de historia a su espalda, acaba de lanzar una llamada de atención para alertar del deterioro que avanza sobre casas torre –uno de los símbolos de la arquitectura tradicional–, casonas singulares y haciendas señoriales. En el último número de su revista 'Cangilón', decana de las publicaciones etnográficas, junto con 'Murgetana', de la Real Academia de Alfonso X el Sabio, dedica un monográfico a estas construcciones, y se une así a las voces que claman desde hace tiempo contra la pérdida de un patrimonio que habla de antiguos linajes y de un modo de vida ligado a la agricultura y al negocio de la seda.
El olvido adquiere una dimensión irreparable. A principios del siglo XIX, solo en la huerta de Murcia se contabilizaban más de doscientas «torres nobiliarias». Hoy día apenas treinta figuran en el catálogo municipal de edificaciones protegidas, recuerdan los arquitectos Coral Marín y Enrique de Andrés, que han participado en la revista con su artículo 'Paisaje cultural de las casas torre'. La merma –inciden– da cuenta de una destrucción que avanza paralela a la degradación que también sufre el entorno natural donde esta arquitectura se asentó. La modernización del campo, en las primeras décadas del siglo XX, vino a darle la puntilla, y su decadencia aún perdura.
Repartidas por buena parte de la geografía regional, desde la costa a los campos del Noroeste, casas torres y haciendas hunden sus cimientos en la repoblación cristiana tras el Tratado de Alcaraz (1243) y la consiguiente entrega de tierras, como apunta en su colaboración Antonio Almagro Soto. Para la publicación, el cronista oficial del Campo de Murcia reúne una selección de estas edificaciones pertenecientes a las nueve pedanías de esa área geográfica, que presentan un estado de conservación dispar. Así, de la finca de los Heredia-Spínola, en Lobosillo, solo queda en pie su característica torre almenada.
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Detrás de su construcción aparecen linajes llegados de otros territorios. Algunos autores señalan que en muchos casos tuvieron una primera función defensiva, de protección ante los ataques de corsarios del norte de África. En la comarca del Mar Menor quedan ejemplos en pie, como la torre de Rame (Los Alcázares). Estos baluartes pasaron a ser símbolos de poder de sus nobles propietarios. Se alzaron como elementos bien visibles de grandeza y riqueza. Por ello lucían en lo alto de sus fachadas los emblemas heráldicos, en piedra caliza, algunos desaparecidos para siempre.
Con el paso del tiempo se consolidaron como núcleos principales de extensas explotaciones agrícolas y, a la vez, sus dueños se afianzaron en la cúspide a modo de tentáculos de los órganos de poder. Como recuerdo de ese legado, el profesor Laureano Buendía concluye que pasaron a ser «polos de atracción de más población que trabajaba en las tierras de los grandes predios. De ahí que nacieran las localidades de Roda y Lo Ferro, como más significativas, o los parajes de Fontes y Riquelme». Lamenta, no obstante, la pérdida de buena parte de esta herencia, como Torre Saavedra o Torre Silva. Galtero –detalla el investigador en su trabajo para 'Cangilón'– sirve ahora de refugio de ganado, y la torre de Lo Ferro no ha podido soportar el abandono y «las inclemencias del clima».
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En la huerta de Murcia, la edad de oro tuvo su inicio en el siglo XVII, aunque alcanzó su máximo esplendor a finales de la siguiente centuria, con la industria de la seda. Marín y De Andrés sostienen que fueron levantadas «por las principales familias del Reino de Murcia, pensadas para el ocio y el recreo». A principios del XIX, «con la desvinculación de los mayorazgos y la venta masiva de tierras de huerta», entran en juego nuevos propietarios y las casas torre se configuran como potentes centros de producción agrícola, aunque sin perder cierta función residencial.
Los dos arquitectos aprecian una cierta similitud «con la cultura andalusí de las almunias», esas fincas, al estilo de la del Rey Lobo, en Monteagudo, con jardines, huertas y estanques, diseñadas para el disfrute y los cultivos de regadío.
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Para Marín y De Andrés, las casas torre ofrecen una radiografía de «qué ha pasado en ese territorio y cómo eran las gentes que allí vivieron». El apogeo económico que experimenta Murcia en el siglo XVIII tiene su reflejo en la arquitectura, con la fachada barroca de la Catedral y el Palacio Episcopal como referentes indiscutibles. Y las sagas de la oligarquía local recurren a los mismos maestros y artesanos que intervienen en las grandes obras religiosas y civiles para levantar sus mansiones. No todas estas construcciones responden a la misma tipología. Guardan bastantes similitudes, y así presentan planta cuadrada o rectangular, con su fachada principal orientada a sur y, por lo general, luciendo las armas que identifican el linaje de los propietarios.
No obstante, unas aparecen coronadas con galerías abiertas –Torre Villescas, en Puente Tocinos–, destinadas a la crianza del gusano de seda, o con montera –claramente visible en la Casa del Reloj de Puente Tocinos y más simbólicas en Torre de los Castaños, La Albatalía, y Torre de Alcayna, Churra– para aportar luz natural al interior o para acoger palomares «una vez convertidas en casas de labor». Las de más renombre solían disponer de una ermita anexa para uso de la familia.
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El denominador común de todas ellas es que «estamos ante una arquitectura noble, frente a otras construcciones populares más humildes», declaran a LA VERDAD Marín y De Andrés, que también llaman la atención sobre cómo las estancias interiores se enriquecen con cuadros, alfombras y tapices.
El modelo se propagó con los años por las tierras de cultivo de municipios limítrofes. Así, el empuje de la producción sericícola durante el siglo XVIII favorece la construcción de casas torres en Librilla, donde destaca la residencia solariega de la Cañada Honda, indican Fernando José Barquero y Josefa Barquero en 'Los vigías de la huerta de Librilla'. Molina de Segura también conserva algunos ejemplos destacados de casonas vinculadas al entorno, como la hacienda del Canónigo, entre los parajes de la Huerta de Arriba y el Hondón, y Torre Lola, en la carretera del Llano, apunta Santiago Pastor.
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Irrumpe el modernismo a finales del siglo XIX, e impregna el diseño arquitectónico. Son otros tiempos, pero la burguesía que se enriquece con el negocio de los minerales que brotan de las entrañas de las sierras de Cartagena, La Unión y Mazarrón también busca el descanso lejos del bullicio urbano. Y hay quien ve en sus mansiones de recreo campestres o cerca del mar un recuerdo de las casas torre, ahora con pinceladas de la corriente artística del momento.
El color, las molduras, las formas inspiradas en la naturaleza y los elaborados enrejados de forja también impregnan el singular paisaje de los huertos de Totana, donde las torretas de las mansiones se levantan «como observatorios de los cultivos de su entorno y referencia para identificar las fincas desde la distancia», explica el arquitecto Alfonso Segovia en su artículo para la revista etnográfica. El decidido empeño puesto por los dueños en la conservación de estas edificaciones, sin que pierdan su particular estética, permite disfrutar de una estampa única, si bien el autor lamenta el abandono que sufren Villa Concepción (La Charca) y el Huerto de San Ignacio.
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La directora de 'Cangilón', María José Gómez Guillén, considera que la labor de los propietarios en muchas ocasiones no resulta suficiente para la salvaguarda del patrimonio, y por ello pide una implicación decidida de la Administración en la protección de las casas torre y otras casonas de la Región. «Resultan espacios ideales para albergar escuelas de música o bibliotecas», sugiere. Para Coral Marín y Enrique de Andrés, no obstante, la recuperación de esta arquitectura debe ir vinculada a la conservación de su entorno natural; en el caso de Murcia, de su huerta. Por eso reclaman planes integrales.
María José Gómez reivindica que no se ahorren esfuerzos en esta tarea. «No podemos permitirnos perder ni una más de estas mansiones. Con cada una de ellas se va un trozo de nuestra historia». Junto con Bienvenida García y María Rosa Gil, firman una reseña final en 'Cangilón' con una galería de obras ya desaparecidas, como Villa Azahar (Beniaján), Torre Claudia (Los Dolores, Cartagena), Finca La Cubana (Alhama de Murcia), Casa El Castillo (Campos del Río), El Campico (Cehegín) o la mansión de Ginés Granados (Mazarrón). De ellas, y de otras muchas más, solamente quedan fotografías de archivo, y algunas leyendas.
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El número 38 de la revista 'Cangilón', que ilustra su portada con un dibujo original de Antonio Martínez Mengual, recoge diez artículos y otras trece colaboraciones. El protagonismo se lo llevan las casas torre, aunque también hay espacio para otras viviendas singulares, como la residencia de la escritora María Cegarra en Cabo de Palos (Cartagena), a cargo de Francisco José Franco y Pilar Ruiz Cegarra; una vivienda del casco antiguo de Cehegín que albergaría una sinagoga del siglo XV, de Julián Gómez de Maya, y La Favorita de Blanca, escrito por el cronista Ángel Ríos.
La publicación, asimismo, propone visitas a las casas históricas de Pliego, de la mano de María Trives y José Pascual Martínez, y de La Unión, con Raquel Hernández Ortega. Mientras, el historiador Pedro Manzano realiza un repaso por la representación de la casa torre en el arte murciano. Su trabajo permite observar la evolución de esta tipología arquitectónica como parte integrante del paisaje adaptada al estilo de cada época y pintor.
Pedro Marín Saura, presidente de la Asociación de Amigos del Museo de la Huerta de Murcia, un colectivo con más de mil socios, destaca la trayectoria de 'Cangilón' en la defensa del patrimonio histórico y la difusión de las tradiciones en sus cuatro décadas de vida. La revista etnográfica llega incluso a bibliotecas y universidades de varios países de Latinoamérica, «porque queremos que nuestra tierra también se conozca fuera».
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